El rincón de la bibliografía: León Tolstoi, obras selectas para libre descarga

Con ocasión del 190 aniversario del nacimiento de León Tolstoi, Cisterna de Sol ofrece, para libre descarga, una selección de sus mejores obras, que ustedes lo disfruten.

Los dos húsares

La guerra y la paz

Los cosacos – Sebastopol

Ana Karenina

Confesion

La felicidad conyugal

¿Qué es el arte?

La muerte de Ivan Ilich

Resurrección

Infancia

Calendario de la sabiduria

La Iglesia y el Estado

El Reino de Dios está dentro de vosotros

La sonata a Kreuzer

De entre las versiones cinematográficas, cientos de ellas, destacan:

Ana Karenina, versión contemporánea:

La última estación

Una visita a Yasnaia Poliana, la mítica casa de Tolstoi

Domingo de Citas: La obra narrativa de Truman Capote

 

El 25 de agosto conmemoramos 24 años de la partida de Truman Capote; para honrar su memoria esta recapitulación de sus libros de narrativa y algunas imágenes sobre su presencia en el cine.

Que usted disfrute Domingo de Citas.

Otras voces, otros ámbitos. https://www.anagrama-ed.es/libro/compactos/otras-voces-otros-ambitos/9788433914859/CM_154

Árbol de noche y otras historias. https://www.anagrama-ed.es/libro/compactos/un-arbol-de-noche/9788433972477/CM_393

Una guitarra de diamantes. http://unlibroaldia.blogspot.com/2009/07/truman-capote-desayuno-en-tiffanys.html

El arpa de hierba. https://www.anagrama-ed.es/libro/compactos/el-arpa-de-hierba/9788433967480/CM_317

Beat the Devil. https://www.theguardian.com/film/filmblog/2014/sep/24/beat-the-devil-bfi-john-huston-truman-capote-humphrey-bogart

The Muses Are Heard. https://archive.nytimes.com/www.nytimes.com/books/97/12/28/home/capote-muses.html

Desayuno en Tiffany’s. https://www.anagrama-ed.es/libro/compactos/desayuno-en-tiffany-s/9788433937421/EB_519

A sangre fría. http://www.correodellibro.com.mx/libro_de_la_semana/a-sangre-fria/

Los perros ladran. https://www.anagrama-ed.es/libro/panorama-de-narrativas/los-perros-ladran/9788433908995/PN_429

Música para camaleones. https://www.megustaleer.com.ar/libros/msica-para-camaleones/MAR-000329/fragmento/

Plegarias atendidas. https://www.anagrama-ed.es/libro/panorama-de-narrativas/plegarias-atendidas/9788433931153/PN_115

Crucero de verano. https://www.anagrama-ed.es/libro/panorama-de-narrativas/crucero-de-verano/9788433970930/PN_630

Capote. Trailer de la película sobre él y A sangre fría.

Breackfast at Tiffany. Escena de la canción con Audrey Hepburn.

In cold blood. Trailer de la película.

Desayuno en Tiffany. Trailer de la película.

Domingo de Citas: Los mejores libros de Federico García Lorca para libre descarga

Ayer conmemoramos el asesinato de Federico García Lorca. Como cada año, la persistencia de la memoria, la voluntad de la palabra frente a la fuerza de la violencia y la infinita capacidad de vivir que proporciona el arte nos recordaron la enorme figura del dulce poeta de Fuentevaqueros.

La obra de Federico García Lorca ha entrado a dominio público, para conmemorar su vida, su obra y su legado, ofrecemos sus mejores libros – a juicio estrictamente personal – para su libre descarga:

  1.  Juego y teoría del duende
  2. Amor de don Perlimplín
  3. Bodas de sangre
  4. Canciones Espanolas Antiguas
  5. Diálogos
  6. El público
  7. Así que pasen cinco años
  8. El lenguaje de las flores
  9. Romancero gitano
  10. La zapatera prodigiosa
  11. Libro de poemas
  12. Llanto por Ignacio Sánchez Mejías
  13. Los títeres de cachiporra
  14. Mariana Pineda
  15. Poema del cante jondo
  16. Poeta en Nueva YorkYerma
  17. Bibliografía completa

Domingo de citas: Crímenes ejemplares de Max Aub

De última hora… en Cisterna de Sol, esta pequeña colección de joyas de Max Aub para descansar sonriendo.

 

Entro en aquel preciso momento. Había esperado la ocasión desde hacía un mes. Ya la tenía acorralada, ya estaba vencida, dispuesta a entregarse. Me besó y aquel sombrío imbécil, con su cara de idiota, su sonrisa de pan dulce, su facultad de meter la pata cada  día, entró en la recámara, preguntando con su voz se falsete, creyendo hacer gracia:

        • ¿No hay nadie en la casa?

Para matarlo. el primer impulso es siempre el bueno.

 

¡Cómo iba a permitir que se acostara con una mujer a la que le habían trasplantado el corazón de María!

 

Era tan feo el pobre, que cada vez que me lo encontraba, parecía un insulto. Todo tiene su límite.

 

No vamos a ninguna parte, el gran ideal es, ahora, la mediocridad; vencer los impulsos. En la supuesta dignidad de castrarse han muerto muchos de los mejores.

 

Esta fe de erratas tan atea…

 

No se culpe a nadie de mi muerte. Me suicido porque de no hacerlo, seguramente, con el tiempo, te olvidaría. Y no quiero.

 

Mató a su madre para poder escribir una novela. No doy detalles: léanla.

 

Yo no tengo voluntad. Ninguna. Me dejo influir por lo primero que veo. A mí me convencen en seguida. Basta que lo haga otro. El mató a su mujer, yo a la mía. La culpa es del periódico que lo contó con tantos detalles.

 

Le olía el aliento. Ella misma dijo que no tenía remedio.

 

Estaba leyéndole el segundo acto. La escena entre Emilia y Fernando es la mejor: de eso no puede caber ninguna duda, todos los que conocen mi drama están de acuerdo. ¡Aquel imbécil se moría de sueño! No podía con su alma. A pierna suelta, se le iba la morra al pecho como un badajo. En seguida volvía a levantar los ojos haciendo como que seguía la intriga con gran interés, para volver a trasponerse, camino de quedar como un tronco. Para ayudarle le descabecé de un puñetazo; como dicen que algún Hércules mató bueyes. De pronto me salió de adentro esa fuerza desconocida. Me asombró.

 

 

Me quemó duro con su cigarrillo. Yo no digo que lo hiciera con mala intención. Pero el dolor es el mismo. Me quemó, me dolió, me cegué, lo maté. No tuvo – yo, tampoco – intención de hacerlo. Pero tenía aquella botella a mano.

 

Salimos a cazar patos silvestres. Me agazapé en el trollo. ¿Qué me empujó a apuntar aquel hombre rechonchito y ridículo con sombrero tirolés, con pluma y todo?

 

Me suicido por ver la cara que pondrá Lupe, su mamá y el lechero.

 

Le pedí el Excelsior y me trajo El Popular. Le pedí Delicados y me trajo Chesterfield. Le pedí cerveza clara y me la trajo negra. La sangre y la cerveza revueltas, por el suelo, no son buena combinación.

 

La única duda que tuve fue a quién me cargaba: si al linotipista o al director. Escogí al segundo, por más sonado. Lo que va de una jota a un joto.

 

Me debía dinero. Prometió pagármelo hace dos meses, la semana pasada, ayer. De eso dependía que llevara a Irene a Acapulco, sólo ahí podía acostarme con ella. Se lo había prestado para dos días, sólo para dos días…

Domingo de citas: Don Quijote de la Mancha

Una pequeñísima gota de todo el océano que constituye el Quijote, unas cuantas citas para amenizar el domingo:

 

“Porque ¿cómo queréis vos que no me tenga confuso el qué dirá el antiguo legislador que llaman vulgo cuando vea que, al cabo de tantos años como ha que duermo en el silencio del olvido, salgo ahora con todos mis años a cuestas, con una leyenda seca como un esparto, ajena de invención, menguada de estilo, pobre de conceptos y falta de toda erudición y doctrina, sin acotaciones en el fin del libro, como veo que están otros libros, aunque sean fabulosos y profanos, tan llenos de sentencias de Aristóteles, de Platón y de toda la caterva de filósofos que admiran a los leyentes y tienen a sus autores por hombres leídos, eruditos y elocuentes? Pues ¿qué, cuando citan la Divina Escritura? No dirán que son unos Santos Tomases y otros doctores de la Iglesia; guardando en esto un decoro tan ingenioso, que en un renglón han pintado un enamorado distraído, y en otro hacen un sermoncico cristiano, que es un contento y un regalo oílle y leelle. De todo esto ha de carecer mi libro, porque no tengo qué acotar en el margen, ni qué anotar en el fin, ni menos sé que autores sigo en él, para ponerlos al principio, como hacen todos, por las letras del A, B, C, comenzando en Aristóteles y acabando en Xenofonte y en Zoilo y Zeuxis, aunque fue maldiciente el uno y pintor el otro. también ha de carecer mi libro de sonetos al principio, a lo menos de sonetos cuyos autores sean duques, marqueses, condes, obispos, damas o poetas celebérrimos;:  aunque si yo los pidiese a dos o tres oficiales amigos, yo sé que los darían, y tales, que no les igualasen los de aquellos que tienen más nombre en nuestra España…”

“Habiendo considerado que todos dedican sus libros con dos fines que pocas veces se apartan: el uno, de que la tal persona ayude a la imbresión con su bendita limosna; el otro, de que ampare la obra de los murmuradores; y considerando (por haber sido yo murmurador muchos años) que esto no sirve para tener dos en quien murmurar: del necio, que se persuade que hay autoridad de que los maldicientes hagan caso; y del presumido, que paga con su dinero esta lisonja; me he determinado a escribille a trochimoche, y a dedicarle a tontas y a locas, y suceda lo que sucediere. Quien lo compra y murmura, primero hace burla de sí, que gastó mal el dinero, que del autor se le hizo gastar mal.”

“Y el primero que maese Nicolás le dio en las manos fue Los cuatro de Amadís de Gaula, y dijo el Cura:

Parece cosa de misterio esta; porque según  he oído decir, este libro fue el primero de caballerías que se imprimió en España, y todos los demás han tomado principio y origen deste; y así me parece que como a dogmatizador de una secta tan mala, le debemos sin excusa alguna, condenar al fuego.

No, señor – dijo el Barbero -; que también he oído decir que es el mejor de todos los libros que de este género se han compuesto; y así, como a único en su arte, se debe perdonar…

Este es -respondió el Barbero – Don Olivante de Laura.

El autor de ese libro -dijo el Cura fue el mesmo que compuso a jardín de flores, y, en verdad, que no sepa determinar cuál de los dos libros es más verdadero, o, por decir mejor, menos mentiroso; solo sé decir que este irá al corral, por disparatado y arrogante.

La Galatea, de Miguel de Cervantes – dijo el Barbero.

Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos. Su libro tiene algo de bueno invención; propone algo, y no concluye nada; es menester esperar la segunda parte que promete, quizá con la enmienda alcanzará del todo la misericordia que ahora se le niega; y entre tanto que esto se ve, tenedle recluso en vuestra posada.

Señor compadre, que me place respondió el Barbero-. y aquí vienen tres, todos juntos: La Araucana de don Alonso de Ercilla; La Austríada, de Juan Rufo, jurado de Córdoba, y el Monserrate, de Cristóbal de Virués, poeta valenciano…”

“Díjole como ya le había dicho que en aquel castillo no había capilla, y para lo que restaba de hacer tampoco era necesaria; que todo el toque de quedar armado caballero consistía en la pescozada y en el espaldarazo, según él tenía noticia del ceremonial de la orden, y que aquello en mitad de un campo se podía hacer; y que ya había cumplido con lo que tocaba al velar las armas, que con solas dos horas de vela se cumplía, cuanto más que él había estado más de cuatro. Todo se lo creyó Don Quijote… Advertido y medroso desto el castellano, trujo luego un libro donde asentaba la paja y cebada que daba a los harrieros, y con un cabo de vela que le traía un muchacho y con las dos ya dichas doncellas, se vino a donde Don Quijote estaba, al cual mandó hincar de rodillas; y, leyendo en su manual (como que decía alguna devota oración), en mitad de la leyenda alzó la mano y dióle sobre el cuello un buen golpe, y tras él, con su mesma espada, un gentil espaldarazo, siempre murmurando entre dientes, como que rezaba. Hecho esto, mandó a una de aquellas damas que le ciñese la espada, la cual lo hizo con mucha desenvoltura y discreción; porque no fue menester poca para no reventar de risa a cada punto de las ceremonias pero las proezas que ya habían visto el novel caballero las tenía la risa a raya…”

“En este tiempo solicitó Don Quijote a un labrador vecino suyo, hombre de bien (si es que este título se puede dar al que es pobre), pero de muy poca sal en la mollera. En resolución, tanto le dijo, tanto le persuadió y prometió que el pobre villano se determinó de salirse con él y servirle de escudero. Decíale, entre otras cosas, Don Quijote que se dispusiese a ir con él de buena gana, porque tal vez le podía suceder aventura que ganase en quítame de allá esas pajas alguna ínsula, y le dejase a él por gobernador della. Con esas promesas y otras tales, Sancho Panza, que así se llamaba el labrador, dejó su mujer y hijos y asentó por escudero de su vecino…”

¿Por ventura -dijo el Eclesiástico- sois vos, hermano, aquel Sancho Panza que dicen, a quien vuestro amo tiene prometida una ínsula?

Sí soy -respondió Sancho-; y soy quien la merece tan bien como otro cualquiera; soy quien “júntate a los buenos y serás uno dellos”; y soy yo de aquellos “no con quien naces, sino con quien paces”; y de los “quien a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija”. Yo me he arrimado a buen señor, y ha muchos meses que ando en su compañía, y he de ser otro como él, Dios queriendo; y viva él y viva yo: que ni a él le faltarán imperios que mandar, ni a mí ínsulas que gobernar.

No por cierto, Sancho amigo -dijo a esta sazón el Duque-; que yo, en nombre del Señor Don Quijote, os mando el gobierno de una que tengo de nones, de no pequeña calidad. Híncate de rodillas, Sancho -dijo Don Quijote-, y besa los pies a su excelencia por la merced que te ha hecho.

Hízolo así Sancho…”

Mirad, amigo Sancho -respondió el Duque-: yo no puedo dar parte del cielo a nadie, aunque no sea mayor que una uña; que a solo Dios están reservadas esas mercedes y gracias. Lo que puedo dar os doy, que es una ínsula hecha y derecha, redonda y bien proporcionada y sobremanera fértil y abundosa, donde si vos os sabéis dar maña, podéis con las riquezas de la tierra y granjear las del cielo.

Lo segundo, has de poner los ojos en quien eres, procurando conocerte a tí mismo, que es el más difícil conocimiento que puede imaginarse. Del conocerte saldrá el no hincharte como la rana que quiso igualarse con el buey; que si esto haces, vendrá a ser feos pies de la rueda de tu locura la consideración de haber guardado puercos en tu tierra…

Haz gala, Sancho de la humildad de tu linaje y no te desprecies de decir que vienes de labradores; porque viendo que no te corres, ninguno se pondrá a correrte; y préciate más de ser humilde virtuoso que pecador soberbio. Innumerables son aquellos que de baja estirpe nacidos han subido a la suma dignidad pontificia e imperatoria, y desta verdad te pudiera traer tantos ejemplos, que te cansaran.

Mira, Sancho; si tomas por medio a la virtud y te precias de hacer hechos virtuosos, no hay para qué tener envidia a los que tienen príncipes y señores; porque la sangre se hereda, y la virtud se aquista y la virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale…

Bien sea venido a nuestra ciudad el espejo, el farol, la estrella y el norte de toda la caballería andante, donde más largamente se contiene. Bien sea venido, el valeroso Don Quijote de la Mancha; no el falso, no el ficticio, no el apócrifo que en falsas historias estos días nos han mostrado, sino el verdadero, el legal y el fiel que nos describió Cide Hamete Benengeli, flor de los historiadores.

Antes he yo oído decir -dijo Don Quijote- que quien canta, sus males espanta.

Acá es al revés -dijo el galeote-; que quien canta una vez, llora toda la vida.

No lo entiendo -dijo Don Quijote.

Mas una de las guardas le dijo:

Señor caballero, cantar en el ansia se dice entre esta gente non santa confesar en el tormento. A este pecador le dieron tormento y confesó su delito, que era ser cuatrero, que es ser ladrón de bestias, y por haber confesado le condenaron por seis años a galeras, amén de doscientos azotes, que ya lleva en las espaldas; y va siempre pensativo y triste, porque los demás ladrones que allá quedan y aquí le maltratan y aniquilan, y escarnecen y tienen en poco, porque confesó y no tuvo ánimo de decir nones. Porque dicen ellos que tantas letras tienen un no como un sí, y que harta ventura tiene el delincuente que está en su lengua su vida o su muerte y no en la de los testigos y probanzas; y para mí tengo que no van muy fuera de camino…”

Item, es mi voluntad que de ciertos dineros que Sancho Panza, a quien en mi locura hice mi escudero, tiene, que porque ha habido entre él y mí ciertas cuentas y dares y tomares, quiero que no se le haga cargo dellos ni se le pida cuenta alguna; sino que si sobrare alguno después haberse pagado de lo que le debo, el restante sea suyo, que será bien poco, y buen provecho le haga; y si como estando loco fui parte para darle el gobierno de una ínsula, pudiera agora, estando cuerdo, darle el de un reino, se le diera, porque la sencillez de su condición y fidelidad de su trato lo merece.

¡Ay! – respondió Sancho llorando -. No se muera vuesa merced, señor mío, sino tome mi consejo, y viva muchos años; porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía. mire no sea perezoso, sino levántese desa cama, y vámonos al campo, vestidos de pastores, como tenemos concertado; quizá tras de alguna mata hallaremos a la señora Dulcinea desencantada, que no haya más que ver. Si es que se muere de pesar de verse vencido, écheme a mí la culta, diciendo que por haber yo cinchado mal a Rocinante le derrivaron; cuanto más vuesa merced habrá visto en sus libros de caballerías ser cosa ordinaria derrivarse unos caballeros a otros y el que es vencido hoy ser vencedor mañana.

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Domingo de citas: El peatón de París, de Paul Fargue

Demos un paseo por Paris de la mano de Paul Fargue, uno de sus grandes cronistas en este Domingo de Citas en Cisterna de Sol:

La inspiración, es el reino escaso del pensamiento, acaso sea como un día grande de mercado en la comarca. Estalla el regocijo en algún lugar de la materia gris: las necesidades se ponen en movimiento como la carretilla del hortelano; se oye el galope de las pesadas carnes de las ideas; los arqueros y los húsares de la imaginación cargan contra el papel impoluto. Y he aquí que ese mismo papel se cubrirá como por mágica operación, como si, a ciertas horas oyésemos en la región que se extiende de una a otra el crepitar de una metralleta de escribir. La inspiración en el arte me parece el paroxismo de la facilidad.

El escritor solo me estimula en tanto en cuanto me desvela un principio físico, en tanto en cuanto me da a entender que podría trabajar con sus propias manos, ser pintor, escultor, artesano, cuando me muestra el sentimiento de lo “concreto individual”. Sino imprime a su obra el carácter de un objeto insólito, me interesa solo marginalmente.

Una muestra de dignidad nos la proporciona las amantes burguesas con quienes se citan industriales o representantes del centro parisiense; en la Chapelle o más abajo, entorno a las estaciones du Nord y de l’ Est, en restaurantes de sibaritas, en brasseries discretas y amplias donde el amor inspira a partes iguales a Bourguet, a Steinlen y a Kurt Weill. Queridas adornadas con llamativos anillos y collares de perlas, enlutadas si su amigo ha perdido a un abuelo, y cuyos robusto senos evocan toda una serie de meditaciones dedicadas a la maternidad ficticia. Amantes serias…

Entonces es la Chapelle realmente ese país de las lúgubres y cautivadoras  maravillas; el paraíso de los marginados, de las chiquillas vagabundas y de los fortachones a los que no se les cae el honor de la boca ni la lealtad de los puños; el Edén sombrío, diurno y nostálgico que los soldados celebran de noche en los dormitorios colectivos para vencer el hastío solitario.

Ninguna necesidad hay  de escribir para llevar poesía en los bolsillos. Para empezar tenemos los que escriben, y constituyen una academia errante. Y luego  están los que conocen los secretos del maridaje – fuente de felicidad – de la sensibilidad y el barrio. Por ello atribuyo el noble título de poeta a los carreteros, vendedores de bicicletas, tenderos, horticultores,  floristas y cerrajeros de la Rue Château – Landon o de la Rue d’ Aubervilliers, del Quai de la Loire, de la Rue du Terrage y de la rue des Vinaigriers. Es verlos con su sonrisa, corriendo por la acera cincelada de fatigas, preguntando por sus hijas, viendo a sus hijos soldados, y sentir el regocijo en las tuercas más recónditas  de mi viejo y cándido corazón.

Léon Daudet no se equivoca cuando escribe que Montmartre es un París dentro de París del que Clemenceau fuera alcalde. Un día caminaba yo por la Rue Lamarck, desde donde se divisa todo el puzzle de la capital, con un amigo del Tigre que había guerreado en la Comuna, cuando nos abordó un gran personaje de la República que se encontraba en Montmartre en viaje oficial.

          • ¿Viaje oficial? Preguntó el amigo de Clemenceau – ¿Viene usted a inaugurar una estatua, a crear una logia o a condecorar a un pintor fallecido?
          • Nada de eso, he venido a ocuparme de un trámite con un indígena que no se desplaza. Montmartre tiene zonas comunes con el Olimpo, y aquí he entablado mis más hermosas amistades: Zola, Donnay, Caius, Picasso, Utrillo, Max Jacob y hasta Vaillant…

Cafés de mala muerte, cafés para hombres de los bajos fondos, cafés para hombres sin sexo, para damas solitarias, cafés de chapistas, cafés decorados a la muniquesa, esclavos del cemento armado, de la agencia Havas; los “Noyau”, los “pierrot”, los cafés con nombres ingleses, los bistros de la rue Lépic, los barrecillos de la Place Clichy, dan cobijo a los mejores clientes del mundo. Porque el mejor cliente de café del mundo sigue siendo el francés, que va al café por ir al café, para organizar competiciones de bebidas, o para entonar con sus camaradas himnos patrióticos.

Daragnès, uno de los príncipes de esta nueva vía (se refiere a la ampliación de la rue Junot), percibe claramente que la etapa de las braseros montmartresas ha concluido, que otra guerra ha pasado por allí; la del cemento, el jazz, el altavoz, y cada vez que va a buscar su dosis de vitaminas al café se traslada a la otra orilla de París, a la eterna orilla izquierda, al Lipp o al Deux Magots…

Poco a poco la gran sala se llenó de gigolós con un libro en el bolsillo que huían de la escuela secundaria, de periodistas sin periódico y de esos niños de papá necesitados, que esperan que las coyunturas les caigan del cielo parisino bien asaditas a la misma boca. Se pedían los primeros cócteles. Tenía la sensación de encontrarme a la buena ventura en la sala de espera de algún profesor, o en una estación cosmopolita en la que cada uno aguardaba un tren maravilloso con destino  a la fortuna. Impresión reforzada por la llegada del Paris-Midi sobre el que la gente se avalanzaba como si de un comunicado oficial se tratase. Y a todo esto, de mi  provincia, ni rastro. Había  no pocas mujeres, cosidas a las  mesas como si fueran adornos, y todas soñaban, a buen seguro  con la película que las rescataría de la mediocridad; pero ninguna lucía la enseña de provincias, ninguna había acudido a una cita…

Según me alejaba por fin de la avenida la vi repentinamente, aquella tarde de otoño, como una inmensa playa formada por la confluencia de todos los cafés donde los parisinos van a tomar baños de frescor y de luna después de cenar…

De ese paisaje (sobre el cual han crecido como por capricho los monumentos más importantes, como la Torre Eiffel; los más sospechosos como la Cámara; los más gloriosos como el Institute de  France) es la parte central, la más conocida y transitada y sin duda son los quais de Conti y Malaquais los que se llevan la palma ex-aquo. He preguntado a mendigos, a indigentes de la mejor calaña por qué preferían aquellos los quais antes que los demás, sobre todo para dormir en sus riberas, impregnadas de sus olores a paja, absenta y zapato que dulcemente transporta el Sena: “Porque”, no me contestaron, “nos sentimos más a gusto, casi como en casa. Además los sueños son más distinguidos.

Por las mañanas los ancianos barbudos y acartonados, mezcla de genialidad y temor, grandes paseantes colmados y pensativos, que se adivinan maliciosos o instruidos, con aspecto de acarrear fardos de nostalgia y al mismo tiempo de atesorar secretos venerables, mercaderes caídos de algún museo holandés se dirigen hacia la sinagoga sin ver nada más, como patrones, mientras el proletariado judío de la Rue de Rosiers los observa con envidia y estupor, pues son sabios y ricos. 

La place Saint-Germaine-des-Prés, ausente en las peroratas dirigidas a yugoslavos y escoceses del altavoz del autocar “París la nuit”, es, sin embargo, uno de los rincones de la capital donde más “a la última” se siente uno, más cercano a la verdadera actualidad, a los hombres que conocen la entretela del país, del mundo y del arte. Y esto es así incluso los domingos, merced al quiosco de prensa de la esquina de la plaza con el bulevar, una casa muy bien surtida de rotativos de todas las tendencias.

Porque la Plaza vive, respira, palpita y duerme a través de la virtud de tres cafés célebres ya como instituciones del estado: el Deux Magôts, el Café de Flore y la Brasserie Lipp, cada uno de sus propios funcionarios, sus jefes de departamento y sus chupatintas, que pueden perfectamente ser novelistas traducidos a veintiséis lenguas, pintores sin taller, críticos sin columna, o ministros sin cartera…

Desde que dejara de preguntar al patrón por su socio, el café de Deux Magôts, “de deux mégots”, para los iniciados es un establecimiento asaz pretencioso y solemne donde cada consumidor representa un literato para el vecino, donde unas casi ricas y casi bellas acuden para bostezar e insinuarse a los últimos surrealistas, cuyo nombre salva océanos a pesar de no trascender del bulevar…

Refiriéndose al famoso Chat noir de la Rue Victor-Massé: “ese gato, que supo conciliar la leyenda dorada y la cava; ese gato socialista y napoléonico, místico y salaz, macabro y proclive a la romanza, fue un gato muy parisino y casi nacional. Expresó a su manera el amable desorden de nuestros intelectos. Nos regaló veladas verdaderamente divertidas. 

El parisino no es una criatura misteriosa. No es ni borgia, ni lord inglés, ni boyardo, ni yanqui, ni mandarín, ni oficial retirado, ni clerisonte. El parisino es un señor que va al Maxim’s, sabe decir dos o tres trilladas a su estanquera y muestra por lo general mucha amabilidad por las mujeres. Ama los libros, gusta de la pintura, conoce los restaurantes dignos de ese nombre, no contrae demasiadas deudas – sino ninguna – y lega a sus hijos líos de faldas sin resolver.

El parisino era un hombre al que le daba gusto encontrarse, lo sabía todo, le sonreía, aún presa del cansancio, aún cuando tu presencia lo fastidiara, y siempre  exclamaba: ¡Cuanto me alegro de verlo! Al cabo de media hora se alegraba de veras…

Ciertos hombres encierran tesoros de gracia, inteligencia, de amabilidad, todo ello aderezado con deliciosas insidias y un toque de malicia; tesoros de paciencia y de astucia, mezcla de cortesía y argucia que los convierten en elementos imprescindibles no sólo de los salones de París, sino de ciertas librerías, de ciertas galerías de arte y de la mayoría de los ensayos generales.

En una eventual guerra los aviones enemigos recibirían el ataque del murmullo de la historia, elegancia y amor que París desprende, y que una presencia providencial, una suerte de encanto irresistible les obligaría a dar marcha atrás para dejar intacta sobre el relieve del mundo, una planta de goces y placeres que mucho tardaría en echar raíces.

Domingo de citas: El ruido de las cosas al caer de Juan Gabriel Vázquez

Para exorcizar los demonios de la violencia, respirar un poco con más calma y pasar un domingo de grata compañía, en Domingo de Citas, El ruido de las cosas al caer, de Juan Gabriel Vázquez:

Los primeros hipopótamos, un macho del color de las perlas negras y tonelada y media de peso, cayó muerto a mediados de 2009. Había escapado dos años atrás del antiguo zoológico de Pablo Escobar en el Valle del Magdalena, y en ese tiempo de libertad había destruido cultivos, invadido abrevaderos, atemorizado a los pescadores y llegado a atacar a los sementales de una hacienda ganadera.

El día de su muerte, a comienzos de 1996, Ricardo Laverde había pasado la mañana caminando por las aceras estrechas de La Candelaria, en el centro de Bogotá, entre casas viejas con tejas de barro cocido y placas de mármol que reseñan para nadie momentos históricos, y a eso de la una llegó a los billares de la calle 14, dispuesto a jugar un par de chicos con los clientes habituales. No parecía nervioso ni perturbado cuando empezó a jugar: usó el mismo taco y la misma mesa de siempre, la que había más cerca de la pared del fondo, debajo del televisor encendido pero mudo. Completó tres chicos, aunque no recuerdo cuántos ganó y cuántos perdió, porque esa tarde no jugué con él, sino en la mesa de al lado.

Allí, de pie sobre una tarima de madera, frente a filas y filas de muchachitos imberbes y desorientados y niñas impresionables de ojos constantemente abiertos, recibí mis primeras lecciones sobre la naturaleza del poder… La vida, en esas épocas que ahora me parecen pertenecer a otro, estaba llena de posibilidades. También las posibilidades, constaté después, pertenecían a otro; se fueron extinguiendo imperceptiblemente, como la marea que se retira, hasta dejarme con lo que ahora soy.

Me refiero a los errores de verdad. Yammara, eso es una vaina que usted no conoce todavía. Y mejor. Aproveche, Yammara, aproveche mientras pueda: uno es feliz hasta que la caga de cierta forma, luego no hay manera de recuperar lo que uno era antes.

Y cuando empezó a sonar el Nocturno, cuando una voz que no supe identificar – un barítono que rozaba el melodrama – leyó ese primer verso que todo colombiano ha dicho en voz alta alguna vez, me di cuenta que Ricardo Laverde estaba llorando. Una noche toda llena de perfumes, decía el barítono sobre un fondo de piano, y a pocos pasos de mí Ricardo Laverde, que no estaba oyendo los versos que oía yo, se pasaba el dorso de la mano por los ojos, luego la manga entera. De murmullos y de musica de alas.  Los hombros de Ricardo Laverde comenzaron a sacudirse; bajó la cabeza, juntó las manos como quien reza. Y tu sombra, fina y lánguida, decía Silva en la voz del barítono melodramático. Y mi sombra, por los rayos de la luna proyectada. Yo no sabía si mirar o no a Laverde, si dejarlo solo con su pena o ir a preguntarle qué le ocurría.

Me alegré de que hubiera muerto: le deseé como contraprestación por mi propio dolor, una muerte dolorosa. Entre las neblinas de mi conciencia entrecortada respondí con monosílabos a las preguntas de mis padres. ¿Lo conociste en los billares? Sí. ¿Nunca supiste qué hacía, si estaba metido en cosas raras? No. ¿Por qué lo mataron? No sé. ¿Por qué lo mataron, Antonio? No sé, no sé. Antonio, ¿por qué lo mataron? No sé, no sé, no sé. La pregunta se repetía con insistencia y mi respuesta siempre era la misma, y pronto fue evidente que la pregunta no necesitaba respuesta: era más bien un lamento.

No volví a la calle 14, ya no digamos a los billares (dejé de jugar del todo: mantenerme de pie durante demasiado tiempo empeoraba el dolor de pierna hasta hacerlo insoportable). Así perdí una parte de la ciudad; o, por mejor decirlo, una parte de mi ciudad me fue robada. Imaginé una ciudad en que las calles, las aceras, se van cerrando poco a poco para nosotros, como las habitaciones de la casa en el cuento de Cortázar, hasta acabar por expulsarnos. “Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a vivir sin pensar”, dice el hermano en el cuento aquel después de que la presencia misteriosa se ha tomado otra parte de la casa. Y añade: “Se puede vivir sin pensar”. Es cierto: se puede. Después que la calle 14 me fuera robada – y después de largas terapias, soportar mareos y estómagos destrozados por la medicación – comencé a aborrecer la ciudad, a tenerle miedo, a sentirme amenazado por ella. El mundo me pareció un lugar cerrado, o mi vida una vida emparedada; el médico me hablaba de mi miedo de salir a la calle, me arrojaba la palabra agorafobia como si fuera un objeto delicado que no hay que dejar caer, y para mí era difícil explicarle que justo lo contrario, una claustrofobia violenta, era lo que me atormentaba.

La experiencia, eso que llamamos experiencia, no es el inventario de nuestros dolores, sino la simpatía aprendida hacia los dolores ajenos.

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