Alfonso Reyes conoce a Jorge Luis Borges. Fragmento de la Novela, Los Minutos de Ulises.

El 9 de agosto de 1928, a las 16:30, cuando el Presidente Alvear te recibió en el Salón Blanco de la Casa Rosada; la ceremonia, con su boato, sus formas manidas y su elegancia decimonónica te hicieron pensar más en una anciana corte europea que en una república americana; algo había que hacer con el furor nacionalista mexicano y con el rancio europeísmo argentino, algo que construir entre el jijismo decadente y el criollismo exacerbado; debía haber alguna formula oculta que bien podría encontrarse en los estuarios del Río de la Plata. De alguna manera el Presidente Alvear lo dijo, aunque su discurso para la ocasión no tuvo nada de especial se te quedó grabada la idea de que el embajador ya no podía entenderse como el enviado personal de un gobernante, sino como el representante de un pueblo, de una cultura; tal vez así Alfonso, poniendo a disposición de lo argentino todo aquello que de magnífico y universal tenía la cultura mexicana, podrías llevar en tu bolsa de viajero como ya lo habías hecho con Francia y España, aquello que de la Argentina pudiera ayudar a los mexicanos a conocerse y a aceptarse de mejor manera. Para actuar como puente debías encontrar en Buenos Aires dos o tres inteligencias que pudieran convertir ese contacto en un diálogo permanente entre hermanos de una misma familia y recurrir una vez más, ¡oh fruto sagrado de la utopía!, a la conspiración de las buenas voluntades que tanto anhelabas desde que soñaste en el Ateneo con la posibilidad inherente a todas las cosas, de cambiar y hacerse más humanas.

Así fue la Argentina para ti, una serie de encuentros y hallazgos dispuestos a la fraternidad y al intercambio; aquella noche de agosto cuando te abrazaron los miembros de la revista Nosotros, entendiste que aquí, ya en madurez de tu expresión literaria, sería posible la formación de una República hispanoamericana de las letras; esa noche, en el Círculo Italiano de Buenos Aires, te recibieron como a hermano Ricardo Rojas, Alfredo A. Bianchi, Alfonsina Storni, Pedro Henríquez Ureña, Fanny Anitúa, Luis Reissing y sobre todo un presente y una ausente; él, Jorge Luis Borges; ella, Victoria Ocampo. Esa noche, Rojas confesó lo lejos que aún estaban México y Argentina, reconoció la percepción legendaria y fantástica que tenían de tu patria los argentinos; una visión donde las bandas milenarias, como si de gauchos y orilleros se tratara, recorrían en plan de bandoleros los caminos; una visión donde convivían Netzahualcóyotl y Cortés, Iturbide y Santa Anna, Porfirio Díaz y los revolucionarios en una especie de novela histórica por entregas; pero también supo comunicarte el deseo de su gente por abrirse, por darse a conocer y, al mismo tiempo, conocer la humanidad de los mexicanos de entonces y de los cuales tú eras el representante. Desde ese momento, en cada día que pasaste en Buenos Aires, supiste salir al paso del reto personal e histórico que se te atravesaba; les dijiste, como lo harías con todo aquel que quisiera escucharte, que era en tu afán de servidor itinerante de lo mexicano, que te encontrabas en tierras australes; que después de la guerra fratricida tu patria requería de todas las manos y de todas las fuerzas para levantarse y que tu trinchera era exactamente esa, ir por las villas y las ciudades diciendo lo que en realidad encerraba el enigma de lo mexicano, que toda esa gitanería del diplomático que sabe hacer de su morada un refugio provisional y reducir su querencia al menudo espacio de una maleta de viaje, se identifica con la alegría melancólica del soldado que se levanta con la diana sin saber si ése será su último día y que por lo mismo, con urgencia te presentabas en cada instante como un mexicano de cuerpo entero para cumplir tu misión y de ese modo, finalmente, justificar tu vida.

Un día te llamaron a develar una placa en una calle del centro de Buenos Aires, la misma que de 1769 a 1808, fue conocida como la Calle de San Bartolomé, luego llamada de Agüeros y desde 1822, México. ¿Te acuerdas Alfonso? Cómo te pareció sorprendente que apenas unos meses después de consumada la independencia de tu país, la municipalidad de Buenos Aires madrugara homenajeando el nacimiento de una patria hermana y la integrara a su rostro urbano; entonces te pareció como si siempre hubieran existido la una para la otra, aunque distantes, a veces ajenas y otras mutuamente ignoradas. Así te figuraste tu estancia en la Argentina como si tú mismo fueras parte de una larga cadena de coincidencias y encuentros y en efecto Alfonso, una larga y consistente cadena de coincidencias que se fueron completando, anudando y liberando hasta éste tu último día.

En aquella misma calle México, se encuentra una biblioteca donde sus directores, terror de casualidades, quedan ciegos y en ella hubo uno de esos hombres a los que Dios, con magnífica ironía, le dio a la vez los libros y la noche; un hombre lleno de ideas, de palabras y de historias, un hombre que se enorgullecía más de lo que había leído que de lo que había escrito, un hombre enorme y frágil en su enormidad; un hombre que por sí mismo era toda una literatura, un hombre sobre todo, que te quiso y mucho, un hombre que se llama Jorge Luis Borges. ¿Quién es él realmente? ¿porqué le dedicaste páginas tan llenas de justos juicios, plenos de reconocimiento? Mientras el tiempo se desliza y te mueves despacio entre el Rio de la Plata y la Laguna Estigia, Borges se te aparece como un creador de palabras y de metáforas infinitas, una especie de hombre de luz en su mundo de sombras, preciso y fiel a la lengua que desoye a Góngora por manido y porque en él las palabras son objetos brillantes pero no luminosos, que se aleja de Gracián porque aún cuando dice mucho en pocas palabras, aún así acumula más voces de las necesarias; tal vez por eso Alfonso, tu poesía y la suya se parecen un tanto, acaso en el toque de inteligencia que se escapa presuroso de los excesos de la exclamación y del sentimentalismo pero que, en el fondo, entre líneas y silencios deja ver el desgarrón del alma, el jirón de la piel…

Amor que aguantas y aturas

las verdes y las maduras,

amor que atacas sin venda

para que nadie lo entienda,

amor con erudición:

lo que te sobra es razón.

¿Cómo das en los excesos

cuando no te faltan sesos?

¿Cómo, si la ves abierta,

estás llorando a la puerta,

amor que aguantas y aturas

las verdes y las maduras?

Amor, me has puesto en un brete,

que ando ya en cuarenta y siete,

y hay que ser menos quimérico

a vistas del climatérico.

Pero a ti nada te importa,

viendo que la vida es corta,

y a ti poco se te da

si el arte es largo, ¿verdá?

Reniego de tanta fiebre

y desordenado afán:

reniego de “lo muliebre”

como diría Gracián.

En el Borges que tu conociste no había exceso alguno sino mesura y dominio siempre puestos al servicio no del ímpetu, sino del fuego, del demonio creativo; ése es tu Borges, el que tenía la infinita capacidad de convertir la crítica en una especie de filosofía científica, de convertir sus especulaciones e imaginerías en estremecidas utopías lógicas. Qué importa que también tuviera sus infiernos y sus demonios interiores si todos los tenemos, si tu mismo los tienes; qué importa si su andar como de hombre medio náufrago en el universo de los vivos lo llevara al refugio sereno de sus sueños y de sus letras si con ellas salvaba al mundo, si con su Aleph, desde la primera vez que lo leíste te hizo concebir la esperanza de la reconciliación definitiva con las letras y con los hombres; él, transitando entre los malevos y los orilleros, entre las cumbres de la literatura francesa y de la celta; tú yendo y viniendo  del Anáhuac a la Atenas inmortal; él hombre de inteligencia y gracia infinitas que te acompañó a mirar los rincones más recónditos y más sabrosos de la literatura, como en aquella extraña y recurrente charla sobre los estornudos en la literatura; juntos recordaron que estornudaron Zaratustra y Telémaco; cómo se rieron ambos del mundo; de la mano, juntos siempre en su universo sublime, el Tlön Uqbar Tertius Orbis que compartieron. Y pensar que todo comenzó por una charla sobre una de las pasiones literarias de tu juventud, el viejo Otón, al que Borges tanto admiraba y que cuando te preguntó azorado si en realidad lo habías conocido, te hizo recordar a aquel que preguntaba a su amigo si había conocido a Shelley, y  entonces dijiste: Ah, did you once see Shelley plain…

«Los minutos de Ulises», de César Benedicto Callejas (Fragmento)

Queridos amigos, estamos a unos cuántos días de presentar la novela «Los minutos de Ulises», la cita será en la Casa Universitaria del Libro de la Universidad Autónoma de Nuevo León, en Monterrey el día 24 de mayo a las 18.00; ojalá puedan asistir. Esperamos poder ofrecerles una presentación en Ciudad de México, lo más pronto posible.

Por ahora, esperando contar con sus comentarios, les ofrezco este adelanto de lo que podrán encontrar en ella…

 

Los minutos de Ulises, de César Benedicto Callejas. (Fragmento)

Sopla un dulce viento y tú, Ulises divino, gozándote despliegas tu velamen, sentado riges con destreza el timón; no baja a tus ojos el sueño, velas a las Pléyades vuelto, al Boyero de ocaso tardío y a la Osa, a que otros dan nombre del Carro y que gira sin dejar su lugar al acecho de Orión; sólo ella de entre todos los astros no baja a bañarse en el Océano. La divina entre las diosas Calipso te dejó dicho que navegaras llevándola siempre a la izquierda; los astros se colocan en la posición exacta para anunciarte que inicia el minuto veintiocho de la hora séptima de tu último día. Entoces lo escuchas Alfonso, lo oyes bien, ¿no es cierto? Entonces lo hueles Alfonso, no puedes negarlo, es el sonido de los tambores y de la samba, es el olor del laurel y de la guayaba, es el aroma salino que asciende hasta el Pan de Azúcar y que invade todos los rincones de tu casa en la Rua das Laranjeiras. De nuevo Alfonso, es 1930 y llegas a Río de Janeiro proveniente de Buenos Aires, para vivir un capítulo definitivo de tu vida. De algún modo, Brasil no te había sido del todo desconocido. Sus playas ya te habían recibido en alguna ocasión; la lectura de sus escritores te había ocupado algunas horas y sobre todo, la visita que Pepe Vasconcelos había hecho a tierras brasileñas en 1922 y de la que guardó siempre gratísimos recuerdos, te habían servido de prólogo a esta nueva estancia diplomática. Conocías demasiado bien a Pepe: no se le podía creer todo cuanto escribía, pero se podía confiar ciegamente en la pasión que le causaban las cosas bellas. Cuando Pepe narraba sus aventuras en el Brasil, acaso podrías creerle la mitad; pero si decía que la belleza y la fortaleza del Brasil habían sacudido su conciencia y sus sentidos; entonces, con toda seguridad apostar que esos atributos podían demoler una montaña con su sola presencia. Sin embargo, todo cuanto sabías o pudiste imaginar sobre Brasil fue poco. Infierno verde y paraíso flordelicado donde los negros cantaban Jalibut; fuente contradictoria de esplendor y de sombra donde los negros paseaban untados en luz de Jalibut y tú te estremecías yendo de la esperanza a la pérdida y del encuentro a la despedida al tiempo en que ancestrales negros libaban la flor del Jalibut; orillita del mar flordelicado donde pudiste ver a los ángeles de la belleza y a los demonios de la ansiedad salir presurosos de bajo tu piel para besarse en el anhelo y en la premura cuando a tu derredor morían los negros en mal del Jalibut.

Brasil te cambió la vida Alfonso: te hizo enamorarte con más pasión todavía del trabajo literario porque te mostró que la palabra se nutre de la vida con el fin de hacerla más intensa y más habitable; también te enseñó que se puede amar la belleza temiéndola y padeciéndola. Lo que antes había sido contemplación y reflexión, después de Río de Janeiro se volvió experiencia y sentido vital. Después de Brasil, querido Alfonso, ningún tema te estaría vedado y aunque con los años esa sensación de plenitud se iría mitigando, tus letras, influidas para siempre por el momento en que la belleza te fue revelada en toda su magnificencia y esplendor, se harían cada día más tersas, más claras y más humanas.

Jamás te abandonó tu amor por el Brasil y si le dedicaste el primer estudio realizado sobre las relaciones diplomáticas entre México y el Brasil, que vio la luz en el Buenos Aires de 1937 cuando tu corazón sangraba con mayor efusión, ese sería el menor de tus homenajes; el más profundo, el más sagrado, nunca lo revelaste a nadie, pero te quedó tatuado en el corazón de tal manera que si pudieras exhibirlo parecería más bien una marca de nacimiento.

Dime Alfonso ¿te acuerdas del 26 de junio de 1927? Sí Alfonso, no tiene nada de malo que un moribundo sonría dormitando en sus últimos minutos, ¿te acuerdas? Amanecía con una niebla y una lluvia que te impidieron una primera vista matinal del litoral bahiense; ese día, al iniciar la tarde, cuando el viento amable disipó las tinieblas, apareció ante ti, triunfante, en toda su olímpica majestad de la Bahía de Guanabara. Cuando pusiste los pies en tierra, los dejaste vagar y te llevaron como niño maravillado por las playas de Copacabana y de Gavea, tus ojos embriagados se detuvieron en el Pan de Azúcar y te perdiste unos minutos en el fabuloso Jardín Botánico, al que volverías después, años después, en busca de éxtasis y de refugio, en busca del secreto y de la revelación, en busca de ti mismo y en busca de todo lo bueno y lo bello que esa tierra adámica podía ofrecer a los pecadores. Bendito horno genitor donde cualquier milagro era posible. Cuando presa de la melancolía, del desánimo y aún del ansia de volver a casa, de abandonar los duros pechos de Circe y su blando vientre carioca; Ulises extraviado, buscabas refugio en los espacios abiertos de la ubérrima urbe, te encontrabas paseando entre los cactos, nopales y magueyes de tu altiplano central mantenido y recreado como por encanto en el Jardín Botánico de Río de Janeiro. Hasta allí llevaste el peyote que transforma y abre el espíritu y permite ver la música en forma de ondas luminosas. Símbolos Alfonso, símbolos que se iban sembrando en la fértil tierra brasileña como un gigantesco y magnífico peyote del que tomabas de cuando en cuando un mordisco para que sus calles y ventanas, sus plazas y sus palmeras te convirtieran el cotidiano paso de los días en la sensación alucinante de estar vivo y poderte transportar a voluntad hasta el borde mismo de tu sierra…

Han bajado los indios tarahumaras,

que es señal de mal año

y de cosecha pobre en la montaña.

Los crímenes de Max Aub o la litertatura como revancha

A veces me pregunto si, en realidad, Max Aub existió alguna vez; si existió, como existir así, físicamente y fue quien dijo ser y escribió todo cuanto fue publicado bajo su nombre. Me lo pregunto porque Aub vivió una vida tan novelesca que no es fácil imaginarla pero además, como una especie de alfabético Rey Midas, convertía en literatura todo cuanto sus manos tocaban; con más patrias que vidas, con más huídas que esperanzas, Max Aub es el arquetipo del primer exiliado, el que sale de su hogar para afincarse en otro sin jamás convertirse del todo a su nuevo espacio; tal vez por eso Aub construye una república íntima a través de las letras, de su narrativa pero, sobre todo, a partir de un dominio, casi mágico, de la palabra y de una imaginación indomable. En el mundo existe todo cuanto por su pluma fue creado: un pintor catalán imposible, un cuervo parlante y memorioso, asesinos de todas las raleas y con independencia de cada uno de ellos, un lenguaje popular que quiere ser mexicano y que de tan natural nunca se escuchó en las calles. Diría que se trata de magia pura pero sería inexacto, se trata más bien de un extraño caso de totalidad literaria, como si en un recurso inusitado Aub se hubiera escrito a sí mismo para poner orden en un mundo que se lo negaba.

De un tiempo a la fecha nos hemos atiborrado de ingentes dosis de violencia, no sólo la que lamentablemente ocurre en las calles de las ciudades de todo el mundo, sino aún de la magnificada por el espectáculo y por las necesidades del imperio de la imagen. Se acabó, acaso para siempre, aquella antigua violencia casi gratuita que sin dejar de ser drama y sin parecer hermosa y menos aún heroica era al menos digerible; me refiero al asesinato narrado con la afilada pluma del cronista de la nota roja, al homicidio disparatado pero con en causas sin duda humanas o mejor aún, apenas domésticas, como éste que se inventa Aub en sus “Crímenes ejemplares”:

Entro en aquel preciso momento. Había esperado la ocasión desde hacía un mes. Ya la tenía acorralada, ya estaba vencida, dispuesta a entregarse. Me besó y aquel sombrío imbécil, con su cara de idiota, su sonrisa de pan dulce, su facultad de meter la pata cada  día, entró en la recámara, preguntando con su voz se falsete, creyendo hacer gracia:

  • ¿No hay nadie en la casa?

Para matarlo. el primer impulso es siempre el bueno.

Es que no hay derecho, ese flujo violentísimo que termina en asesinato no es premeditado sino que irrumpe cuando alguien presume que será privado del deseo que justamente anhela, pero ni siquiera ese extremo se cumple, es la irrupción del bobo en el momento menos adecuado el que rompe la inspiración y lo conduce a la muerte; es esta la violencia con la que no contamos porque no le tememos sino que, por el contrario, idolatramos la visión de lo dramático, no sólo como noticia sino también como ficción; en cambio, hemos generado un temor cerval por las palabras. No hay escándalo en los decapitados de la semana, no hay quien lleve la cuenta de los desaparecidos o se acuerde de la última matanza callejera o escolar en los Estados Unidos, pero que no se atreva nadie a usar horrendos vocablos como negro, tullido, huérfano, puto o enano porque entonces nos cae encima la colección más fina y selecta de denostaciones que han alcanzado la autorización de lo políticamente correcto: fascista, hereje, corrupto y hasta recuerdo con risas alguna vez que alguien que no era amable me llamó en la calle “insolidario”. Al contrario, Aub no le teme a las palabras y así doma los monstruos de la violencia reduciéndolos con vocablos sinceros; de hecho, en una serie de finísimos crímenes ortográficos y tipográficos recuerda a alguien que “no se repuso nunca de la primera impresión”.

Después de dos guerras Aub sabe que la violencia es siempre gratuita y exenta de sentido, es más, quisiera pensar que la considera un acto de donación de quien puede darlo ¿no asegura por ahí en otro de sus crímenes ejemplares que “lo maté porque bebí lo justo para hacerlo”?

Aub retrata el instante preciso del asesinato y nunca se rebaja con crímenes vulgares y tristes como el secuestro, el fraude o el robo; el asesinato siempre porque es el único que tiene verdaderas dimensiones literarias más allá de la anécdota; del mismo modo opera De Quincey en su “Del asesinato considerado como una de las bellas artes” la dimensión ejemplar de los crímenes de Aub puede ser medida por lo que omite, por lo que esconde, más allá de lo que narra:

¡Cómo iba a permitir que se acostara con una mujer a la que le habían trasplantado el corazón de María!

En serio, hay cosas que no se pueden tolerar en auténtica decencia y eso de pensar que un corazón amado – o tal vez muy odiado – bombea desesperado la sangre de un orgasmo de cuerpos que nada tienen que ver con la memoria del amor – o del desprecio -, traspasa todo frontera humana; añádase toda la secuela de hechos que llevaron hasta la donación del corazón, súmese la pasión del ahora homicida que siguió el rastro del corazón de María. Aub lo sabe y el lector también, hay cosas que no se deben permitir pues irrumpen en la buena marcha del universo: “Era tan feo el pobre, que cada vez que me lo encontraba, parecía un insulto. Todo tiene su límite”.

La lectura de Aub nos devuelve a un estado de barbarie primigenia, a un momento en que los estereotipos se codeaban con el mundo y en el que los sentimientos aún no estaban descafeinados ni tenían que pasar por los filtros de los amaneramientos, las modas y el kitsch tecnológico que, lejos de construir puentes de paso, se fueron convirtiendo en máscaras de lo que nadie se atreve a decir; Aub, contra lo que pudiera pensarse, no está amargado ni guarda un odio secreto contra la humanidad, pero su desencanto de los hombres requiere de una válvula de salida en la que nadie resulte herido sino por el juego de las palabras, “esta bastardilla tan romana, y esta inglesa tan redondilla”. En el prólogo a sus “Crímenes ejemplares”, hace un llamado a aquel su tiempo que ya desde entonces, como ahora, amenazaba deslucido y decepcionado:

No vamos a ninguna parte, el gran ideal es, ahora, la mediocridad; vencer los impulsos. En la supuesta dignidad de castrarse han muerto muchos de los mejores.

Ni Aub ni nadie en su medianamente sano juicio pretende un mundo de hombradas y bofetones pero sí, como cuentan los abuelos, vivir en un mundo como el de antaño en el que al ladrón se le llama ladrón y al cobarde según su nombre; el propio Max lo reconoce “esta fe de erratas tan atea…”, en algún momento, sin pretender un tratado histórico, me parece que después de la caída del Muro de Berlín, cambiamos las grandes cosas, los sentimientos elevados, por la grandilocuencia y la vociferación; a nadie le interesa Teresa de Calcuta si no aparece en CNN en vivo – es una lástima que ello no sea ya posible – y resulta que un grupo de ciudadanos investigando sobre la desigualdad en México tenga que conformarse con las migajas de la audiencia cuando lo que vende es hablar de las pifias del Presidente Peña aún cuando ninguna de ellas sea importante o siquiera comprobable, al punto tal que hasta el más avezado tiene dificultades para diferenciar entre lo importante y lo urgente, entre lo real y lo aparente, entre la seriedad y la broma. Una de las notas suicidas más conmovedoras que se han escrito no la realizó alguien que tuviera la más mínima intención de quitarse la vida, es decir, se trata de una nota falsa, o si se prefiere, de una carta ejemplificativa, sólo por si se ofrece:

No se culpe a nadie de mi muerte. Me suicido porque de no hacerlo, seguramente, con el tiempo, te olvidaría. Y no quiero.

Como si nos faltaran causas para apostarlo todo. Desde la segunda posguerra comenzaron a menudear las pequeñas causas, aquellas que no requieren de mayor esfuerzo, que necesitan apenas una sonrisa complaciente o unas cuantas horas de voluntariado militante, sin mucho riesgo y que reportan, en el corto plazo, una sensación gratificante que transita ligera entre la dulce tranquilidad de estar a la moda y la heroica percepción  – que no requiere explicación lógica ninguna – de estar, sin saber cómo ni cuando, transformando el mundo. Desde luego, Aub no podía saber que esta “capitis diminutio” de la militancia iba a volverse patéticamente endémica para el Siglo XXI en la que basta un botón de “me gusta” o una reproducción de texto o imagen para que un inocente sujeto pueda tranquilizar su alma revolucionaria participando de la transformación final del mudo, en su espiritualización y finalmente, en su conversión en el edén terrenal que todos deseamos. En fin, una burda estafa en la que participan recolectores de basuras contaminantes, antitaurinos violentos, salvadores de perros a contrapelo de la salud pública, veganos combativos, ágiles comentaristas de la inmediatez política  e ingeniosos denunciantes de las más obscuras conspiraciones. Para Aub, que ha tenido que huir de Francia y de España, que ha vivido la experiencia concentracionaria y la derrota a manos del fascismo, sabe que sólo las grandes causas merecen tal nombre, que las otras sólo son parte del oficio de vivir. Como lo dice en otro de sus crímenes: “A mí, mi papá me dijo que no me dejara… y no me dejé”.

Aub no quiso hacer de su literatura un réquiem por el mundo que pudo haber sido, no se permitió tampoco que su experiencia vital convirtiera sus letras en un cúmulo de lamentaciones  y si, a veces, el dolor o la amargura traslucen, como en su “Gallina ciega”, ello no es sino el fruto de su condición humana. Para evitarlo recurre a un artilugio pocas veces utilizado con tanta profusión: transformar toda la existencia en recurso literario, no hay transacción ni claudicación posible, no es la literatura la que se cuela a través de las grietas de la realidad sino que, de alguna manera, es la existencia la que se incorpora al mundo de lo escrito, como si la actividad creativa justificara todo exilio y toda guerra, como si cada día vivido no tuviera más razón de ser que convertirse en material para nuevos libros y no sólo eso, sino que aún lo celebra en sus crímenes que de tan crueles pueden pasar por sencillas travesuras privadas de cualquier sordidez: “Mató a su madre para poder escribir una novela. No doy detalles: léanla”.

Cuando dice “se suicidó porque no le salía lo que debía salirle”, sabe que para el escritor, vivir es acumular y resguardar para luego volver a la vida a través de la creación para que en el transcurso de los años las cosas, más o menos, salgan como debieran salir. Con casi certeza – cuando se habla de Aub hay que guardar siempre un “casi” que nos salve del posible error -, podríamos decir que la ligereza de sus letras, es apenas una sencillez aparente pues encierra una voluntad de vivir que se impone y se transmite con la potencia de las renuncias y de las postergaciones, del mucho aguantar y del mucho hacer; los micro cuentos de Aub son momentos capturados de realidades mucho más complejas:

Yo no tengo voluntad. Ninguna. Me dejo influir por lo primero que veo. A mí me convencen en seguida. Basta que lo haga otro. El mató a su mujer, yo a la mía. La culpa es del periódico que lo contó con tantos detalles.

El autor sabe que a grandes males grandes remedios: “Le olía el aliento. Ella misma dijo que no tenía remedio”, así que pluma – o como se podría decir puñal – en mano, arremete contra las pequeñas y grandes desgracias de la vida, contra las miserias que nos impiden tomar del árbol la fruta que deseamos, sin más razón que la pura mala suerte: “¿Tengo la culpa de ser invertido? Y el no tenía porqué no serlo”, faltaba más, que tanto es tantito digo yo, y es que las denuncias aubianas versan sobre aquello que, como don Máx ha descubierto, corresponden a todos los hombres, aquellos desencantos de la realidad que sólo pueden saldarse de tajo, con la gotita simpática de sangre en la punta del cuchillo y la sonrisa socarrona en la boca: “¡Yo quería un hijo, señor. A la cuarta hembra, me la eché”; pues no hay derecho, insisto, como si no pudiera uno esperar del mundo algo mejor de lo que el destino nos ha deparado; desde luego que el exiliado lo comprende aún mejor y desde una luz más meridiana; es decir, ¿cómo aceptar que la razón y la justicia sea derrotada por la mendacidad, la ambición y la locura?, ¿porqué abandonar, por ejemplo, la España de la esperanza, la libertad y la igualdad para dejar en el gobierno, la plaza y la taberna, la mano de la dictadura, del oprobio y de los soplones?, en el mundo no hay justicia, de verdad, pero qué se le va a hacer, hay que seguir viviendo y no hay mejor venganza que seguir aguantando pese a todo o, más bien, gracias a todo aquello que lo ha lanzado a la calle de la existencia; así, tiene el derecho de reclamar la recuperación del orden en el cosmos.

Para eso son sus crímenes; él, un autor de lo más pacífico, un funcionario cultural eficiente y un magnífico abuelo, ajusta cuentas de la única manera en que puede y sabe, imaginando, descubriendo y construyendo escenarios y situaciones en las que el entorno se hace literatura y de esa manera aplaca los demonios del mundo; de qué otra forma podría reducir a la sumisión sus frustraciones y también las nuestras:

Estaba leyéndole el segundo acto. La escena entre Emilia y Fernando es la mejor: de eso no puede caber ninguna duda, todos los que conocen mi drama están de acuerdo. ¡Aquel imbécil se moría de sueño! No podía con su alma. A pierna suelta, se le iba la morra al pecho como un badajo. En seguida volvía a levantar los ojos haciendo como que seguía la intriga con gran interés, para volver a trasponerse, camino de quedar como un tronco. Para ayudarle le descabecé de un puñetazo; como dicen que algún Hércules mató bueyes. De pronto me salió de adentro esa fuerza desconocida. Me asombró.

Los crímenes, como diminutas joyas narrativas exhiben esa fuerza asombrosa que Aub detentó sólo en la imaginación pero que funciona como un poderoso aliciente para quien los lee, como si de pronto, de la nada, alguien hubiera escuchado sus plegarias de lector afligido y diera en el clavo de sus más ocultos y hondos deseos: “¡Que se declare en huelga ahora!”, clama el asesino de cuya historia apenas conocemos conclusión por un lamentable gesto de victoria. ¿Quién ha dado la voz triunfante?, ¿el patrón harto de amenazas?, ¿el obrero disidente?, ¿el líder sindical que ya ha pactado?, ¿la madre o la mujer del obrero temerosa de perder el sustento? Ahí radica la fuerza y la potencia de la narrativa de Aub, capaz de romper en pedacitos diminutos la lucha de clases y convertir sólo uno de esos fragmentos en una gema: “¡adivinen jóvenes, ya que son tan listos!” A veces a don Max se le escapan algunas discretas lágrimas, unas cuantas y pequeñas vocecitas de exiliado y de derrotado, unas pocas, apenas las suficientes como para reclamar su lugar en el mundo y hacernos saber que sigue vivo y a duras penas batallando, que ha permanecido insumiso y que, pese a la realidad sigue clamando sus convicciones, pues sabe que sólo el silencio será capaz de vencerlo: “Me suicido para que hablen de mí”, para qué, si no, se hubiera tomado la molestia de montar ese colosal invento que fue Jusep Torres Campalans, sino para que se hablara de él, de Aub, y no sólo de él mismo, sino de toda la España peregrina por la tierra anhelante del retorno, una España burlona e irredenta que seguía en pie de guerra ya no con los fusiles y los cañones, sino con las plumas y los pinceles, pues nunca estuvo cansada de cantar su pena y su esperanza: “condenado a galeras de por vida, jamás vio una página impresa”.

 

En sus crímenes tipográficos la metáfora se vuelve aún más alucinante y el dominio de la lengua todavía más demoledor, él sabe que “aunque parezca falso no se puede ser ¡ay! al mismo tiempo itálico y romano”, por eso se ve obligado a tomar partido permanentemente, de Aub pueden decirse muchas cosas pero nunca que fuera tibio o indiferente; se goza de su paso por el mundo aunque como en Alfonso Reyes, ese paso tuviera como motor los empellones de la historia; afirma, con razón que “los blancos y las negritas hacen buenas mestizas”; él mismo declara: “negrita y cursiva ¡cómo me gustaba!” Para cada violencia Aub tiene una respuesta y una venganza, una solución expresiva que resume en pequeñas erupciones verbales el objeto de su rebeldía: “le llamaban el Cursivo porque era bastardo”. Y no es que el autor se asuma como vengador del mundo sino que apenas quiere oponer al desorden histórico que constituye la violencia un contraveneno hecho de inofensiva hiel literaria:

Me quemó duro con su cigarrillo. Yo no digo que lo hiciera con mala intención. Pero el dolor es el mismo. Me quemó, me dolió, me cegué, lo maté. No tuve – yo, tampoco – intención de hacerlo. Pero tenía aquella botella a mano.

Como quien dice, o mejor aún, como dice Aub, “a tanto punto aparte, murió sangrado”; eso es precisamente lo que quiere evitar: morir sangrado de palabras por decir, de textos entrampados y nunca escritos, de puntos aparte que cierran párrafos por crear; asume, en ese sentido, su propia misión y se desentiende de ese mundo absurdo de la realidad para imponer el de su literatura, sujeto a la peculiar lógica de los sueños y las pesadillas, de los desquites, los ajustes de cuentas y las bromas intencionadas; un mundo donde cuenta lo que se dice y vale lo que se escribe pero que cierra los ojos a lo que pasa y ha pasado pues viene ya podrido de antemano:

Salimos a cazar patos silvestres. Me agazapé en el trollo. ¿Qué me empujó a apuntar aquel hombre rechonchito y ridículo con sombrero tirolés, con pluma y todo?

Tal vez la respuesta la dé el propio Aub en otra de sus notas suicidas: “Me suicido por ver la cara que pondrá Lupe, su mamá y el lechero”.

Una de las lecciones más difíciles de aprender es lidiar con las imperfecciones del mundo, a convivir con la frustración y a elevarse sobre las pequeñas miserias que en su conjunto llamamos condición humana: la burda sensación de estaba cuando descubrimos que nuestros más grandes esfuerzos no han sido suficientes, que no ha bastado tener la razón o exhibir la buena fe; el sentimiento de ridículo que experimentamos cuando tenemos que descubrir que la ayuda que hemos recibido no sólo no era desinteresada sino también era inútil, que nuestros profesionales eran más bien ineficientes mercachifles del regateo y que, a fin de cuentas, aquel tesoro que tanto anhelábamos era sólo hojalata y cartón piedra; que, en términos llanos, pusimos circo y nos crecieron los enanos. Shakespeare lo expresó con mayor elegancia aunque no con más precisión que Max Aub.

Dice el bardo inmortal de Avon:

Pues quien soportaría los latigazos e insultos del tiempo, la injusticia del opresor, el desprecio del orgulloso, el dolor penetrante de un amor despreciado, la tardanza dela ley, la insolencia del poder y los insultos que el mérito paciente recibe del indigno cuando él mismo podría desquitarse de ellos con un puñal.

En cambio, el fantástico fabulador de Segorbe declara:

Le pedí el Excelsior y me trajo El Popular. Le pedí Delicados y me trajo Chesterfield. Le pedí cerveza clara y me la trajo negra.

La sangre y la cerveza revueltas, por el suelo, no son buena combinación.

A la chingada se dice en México, a tomar por saco, en España y en magnífico español escribe Aub: “Después de todo, nada. Me mando al demonio, voy”. Pues digo yo con Serrat, “sería fantástico que todo fuera como está mandado y que no mande nadie”, pero ya se ve que es mucho pedir que los maestros enseñen de modo tal que los niños aprendan y no se anden por las ramas buscando complejos, síndromes, deficitarios surtidos y demás lindezas que los libren de su incompetencia; que el gobierno haga lo que debe sin echar la culpa a los ciudadanos por que le han estropeado las jardineras con la manifestación; pero todo eso es la burda fantasía del creyente pues he aquí y Aub lo sabe, que si nada es lo que parece y nada marcha como debiera, entonces porqué no cobrar venganza en el mundo de la literatura donde todo se puede y donde todo es como su autor ha querido, vaya, si hasta el viejo Lenin lo decía: “si la realidad no se adapta a la teoría, peor para la realidad”, y Aub es un hombre de izquierdas y se lo toma muy en serio; de ahí, por ejemplo:

La única duda que tuve fue a quién me cargaba: si al linotipista o al director. Escogí al segundo, por más sonado. Lo que va de una jota a un joto.

De este modo, Max Aub se alza, desde su inocencia, a la categoría que cualquier autor anhela, se convierte en un demiurgo que reordena el cosmos, casi como un nuevo Mesías que tampoco trae la paz sino la espada; sus denuncias aunque irónicas y risueñas, en lo profundo son terribles clamores que traen aparejada la más primitiva de las venganzas, la de la revancha simple, pura y llana, sin complicaciones ni marcos teóricos, frontal y a la mala, justo como enseñan los mejores cánones de la calle, el campo y el barrio, a lo macho, como se solía decir en el México de antaño. Esa revancha tan infantil como olímpica pone las cosas en su sitio, desface entuertos como el Quijote, castiga al culpable y compensa al ofendido:

Me debía dinero. Prometió pagármelo hace dos meses, la semana pasada, ayer. De eso dependía que llevara a Irene a Acapulco, sólo ahí podía acostarme con ella. Se lo había prestado para dos días, sólo para dos días…

Hay escritores así, para nuestra fortuna, aunque no sean muchos, esos que con sencillez y diáfana sinceridad nos devuelven la parcela de dignidad que el siglo se empeña en quitarnos, aquellos que dicen por nosotros:

La culpa fue de aquel maldito tango…

El Peatón de Fargue, o la literatura como geografía espiritual

Recomendar un libro debe ser un acto consciente; elegir un libro es siempre un misterio, cuando recomendamos uno enviamos un mensaje, queremos expresar algo y exhibir, al mismo tiempo nuestra visión del mundo, nuestra manera de estar en él y descubrir nuestras ideas como nuestros gustos y obsesiones. Al buen entendedor pocas palabras dice la sabiduría popular; quien recibe la recomendación, si es avezado sabrá interpretar el mensaje; por eso, aunque los lectores desarrollamos nuestra actividad vital en la más absoluta  soledad, somos ante todo, una especie gregaria. Elegir qué leer es siempre un misterio, en cada decisión, aún en las que aparentan ser más sencillas, se oculta el misterioso mecanismo de la casualidad – del destino si se prefiere – y también, simultáneamente, opera la cadena gigantesca de causas y efectos que nos llevan a enfrentarnos al libro y permanecer en su presencia desnudos, armados y al mismo tiempo, vulnerables.

Leemos lo que nos causa placer, lo que satisface nuestros deseos y nuestras tentaciones; lo que estimula nuestra inteligencia o alimenta nuestras obsesiones; leemos por rebeldía pero también por fidelidad, por lealtad y hasta por docilidad respecto de aquellos a quienes reconocemos autoridad y valía.

Pocas cosas hay tan arriesgadas como aventurarse sin guía entre los estantes de una librería; desde luego, ello importa una aventura que puede llevarnos a puertos y territorios nunca soñados; elegir un libro es, por cierto, una apuesta en la que juegan con mayor seguridad los lectores más experimentados y aún ellos no estén exentos de sufrir descalabros y decepciones. Es aún más peligroso es aún, leer bajo la recomendación de alguien en quien depositamos nuestra tranquilidad y nuestra fe de discípulos, pues aunque en tales casos solemos navegar con brújula, astrolabio y carta preestablecida, cuando algo falla el sentimiento de decepción y abandono es mayor pues pensábamos de antemano satisfechas nuestras expectativas y fantasías; incluso, engendramos algún sentimiento de vergüenza y culpa – particularmente en nuestras primeras lecturas – pues no alcanzamos a atribuir el error de apreciación y tino a nuestro almirante; así no nos queda sino asumir que somos grumetes que no pudimos estar a la altura de la travesía.

Pero cuando hay fortuna y acierto, cuando alcanzamos a encontrar las razones por las que nuestro guía ha querido llevarnos por este camino y no por otro, opera la dulce satisfacción del corsario que ha sabido llegar a la isla del tesoro apoyado apenas en mapas simples e incompletos. Sin mayor instrumental y aún con menor conocimiento, supe por primera vez de Léon Paul Fargue, a través de Alfonso Reyes.

Menuda recomendación pensaría cualquiera, pero también particular reto, pues tuvieron que pasar décadas antes que pudiera encontrar, esperándome pacientemente en su lugar  de una librería, el libro de un autor que Reyes tanto ponderaba; para hacer las cosas aún más dramáticas, el libro hallado, como el niño en el templo, no era un título cualquiera, sino “El Peatón de París”. Cuando supe de él,  a los diecinueve años, me sitúe frente a un libro que reunía, al menos, dos de mis obsesiones literarias y vitales ya desde entonces: París y Alfonso Reyes. Casi tres décadas después, pude al fin enfrentar el libro y correr el riesgo que sus antecedentes presagiaban.

La primera vez que tuve noticia de Léon Paul Fargue, fue en un pequeño poema de cortesía que Reyes escribió en Brasil en el año 1932:

Los Paúles

-De una carta a Paul Morand.

En la poética suma,

como sin darle importancia,

los seis Paules de Francia

se me vienen a la pluma:

Si Verlaine es todo espuma,

Claudel fuego, y Valéry

cristal, y Fargue benjuí,

y Éluard literatura,

Morand, queda la flor para

para apellidarte a ti.

Con toda seguridad, en aquella ocasión debo haber pasado por alto el nombre de Fargue, eclipsado al menos por Verlaine, Claudel y Valéry; sin embargo, tiempo después, Reyes lo volvía a citar en su simpático ensayo sobre las “jitanjáforas”, colocándolo junto a James Joyce como un precursor de la “disgregación” de las palabras:

Ma dafnifage en orodifian…

si catastrophiant l’ anciliosite…

Versos que, califica como “caricaturas fonéticas”; un vez más dejé escapar al autor sometido por la luminosidad del descubrimiento de esos versitos sin sentido pero llenos de musicalidad, a los que llama jitanjáforas; “aserrín aserrán”, por ejemplo, que era como cantaban “los maderos de San Juan” en mi infancia. En aquel mismo volumen, el XIV de sus obras completas, hablando de “la vida y la obra”, se refiere de nuevo a Fargue como un poeta abultado de fantasía que sin embargo, sabe hacer frente a su deberes cívicos. Es probable que ya entonces el nombre del poeta comenzará la conquista de mi memoria. Pero no sería sino hasta la lectura  del ensayo de Reyes “ El judío errante y sus ciudades” en el que hace una relación y una anatomía de los libros que describan urbes, particularmente  París, que Fargue aparece con su “Piéton de París”, tan ponderado como Montherland y Aragon, incluso tanto como Orwell. No solo don Alfonso sino muchas fuentes diversas ya habían inoculado en mi la ilusión de París – enfermedad placentera que nunca se agota y que crece con cada encuentro y con cada referencia , – así, debía, a toda costa, leer a Fargue, pero con tan mala fortuna que pasarían casi tres décadas para ese momento; de esa misma página de Reyes, aún tengo pendiente conseguir el “Flâneur des deux rives” de Apollinaire.

La propia personalidad de Fargue aparece retratada por la pluma de Reyes incluida y hasta mimetizada en el aire y las calles de París; lo menciona en compañía de Prévost y Larbaud como uno de los habituales de la librería de Adrienne Monnier a la que él mismo era también aficionado y, dicho sea de paso, lo eran así mismo algunos de los republicanos españoles que recalarían su exilio en la Capilla Alfonsina, como Díaz Canedo. De esta manera, la suerte estaba echada; muchos años después, en la librería “El Péndulo”, de Polanco, mi más indispensable centro de abastecimiento, encontré por fin el Peatón de Fargue.

Es verdad que tuve un primer asomo de duda, tal vez no convenía comprarlo y quedarme con lo dicho por don Alfonso; pero también, tal vez, no sería capaz de traicionar  una curiosidad tan celosamente alimentada por años y bien valía la pena hacer la apuesta. Lo compre y gane.

Fargue recorre su ciudad del mismo modo en que se realiza un acto de convicción, un esfuerzo personal por ingresar en la memoria y proyectar su visión para crear escenarios habituales; al prologar la versión castellana del Peatón de París, Andrés Frapiello, recordaba que Fargue anda por las letras, es decir, por las calles de París, del mismo modo en que Bálzac llevaba en su mente toda una sociedad o Proust diseccionaba todo un mundo sin salir de la habitación.

La escritura de Fargue no es revolución sino conquista, apoderamiento y no simple contemplación; es cierto que rehuye la mecánica del método y aún se pregunta cómo podría él tener un método si es “un hombre que deambula aún entre sábanas y sueños, apuntalado por fantasma, jugando al potro con vidas anteriores cada mañana”; más allá del sistema, el escritor desarrolla una necesidad sustancial, profunda, de escribir que no se basta así misma ni se calma en el misterio de la palabra hecha letras, sino que está domeñada, incluso a veces a empellones e incluso con crueldad, por el oficio.

Por eso, el Peatón no es un talismán, ni siquiera un mapa del tesoro, sino un recorrido íntimo que se moldea entre el recuerdo y la ausencia.

Fargue desconfía de la inspiración como la conciben los místicos de la literatura y no se ve así mismo: “Buscando a tientas entre los armarios y murciélagos de mi habitación ese vapor tibio que, según cuentan, hace manar dentro de uno los manantiales sueltos de los que brota el vino nuevo…”

Fargue no es depositario de la revelación; París no le fue concedido, él mismo lo ha conquistado, si se prefiere lo ha construido con la constancia silenciosa del parroquiano, con la necedad acérrima del Peatón y con la dulzura infinita del vecino. A diferencia del turista que vive de los golpes del efecto, de la moda, del Arco del Triunfo que aparece gigantesco al doblar una esquina; el Peatón de París, como los viajeros, se alimenta de los detalles primorosos de una esquina, se nutre de lugares cifrados como el metro de Sévres – Babylone y aspira a encontrar la señas de la Maga y Oliveira; el peatón como el viajero – porque he aquí que el Peatón de Fargue es en realidad un viajero al que le basta el universo parisino -, no se deja impresionar con el escenario, sino se apropia con sutil y leal esfuerzo que no deja de ser una batalla contra el mundo y la conquista de la naturaleza.  Por eso el autor reniega de la inspiración no solo como método, sino aún como posibilidad:

La inspiración, es el reino escaso del pensamiento, acaso sea como un día grande de mercado en la comarca. Estalla el regocijo en algún lugar de la materia gris: las necesidades se ponen en movimiento como la carretilla del hortelano; se oye el galope de las pesadas carnes de las ideas; los arqueros y los húsares de la imaginación cargan contra el papel impoluto. Y he aquí que ese mismo papel se cubrirá como por mágica operación, como si, a ciertas horas oyésemos en la región que se extiende de una a otra el crepitar de una metralleta de escribir. La inspiración en el arte me parece el paroxismo de la facilidad.

Este Paul de la literatura francesa está decidido a no ofrecer artificios ni falsas escenografías, sino que quiere escribir sobre lo que nunca se escribirá, es decir, sobre aquello que sólo a él le sería dado escribir: sobre él mismo en su ciudad; es decir, sobre el hombre en su contexto, digamos, natural. Ello no es obstáculo para que logre frases de una belleza absoluta: “aquí era noche cerrada invernal, y allá en cambio primavera color mariposa”.

No quiere convertirse en el cronista de París,  ni en el fiel retratista de los parisinos, lo que pretende es construir, con palabras nunca antes dichas y solo posibles en su pluma, el retrato de un mundo antes de que perezca en la destrucción a la que llamamos olvido. El suyo es un esfuerzo humano más que divino; ofrece, por eso, una de las más hermosas definiciones de “escribir”, que puedan leerse: “Escribir es saber apoderarse de secretos que aún no sabemos transformar en diamantes”,  por eso produce un libro que puede y debe ser leído al ritmo del viandante, no a paso de danza y menos aún de prisa; el suyo es, pues, un libro hecho como se construye una casa y no como se sueña un palacio:

El escritor solo me estimula en tanto en cuanto me desvela un principio físico, en tanto en cuanto me da a entender que podría trabajar con sus propias manos, ser pintor, escultor, artesano, cuando me muestra el sentimiento de lo “concreto individual”. Sino imprime a su obra el carácter de un objeto insólito, me interesa solo marginalmente.

Fiel a su propósito, escribió un libro que como se propuso fuera “un plano de París para gente sosegada; es decir, para paseantes que pueden perder el tiempo y amar París”. Lo cual confirma que la lectura, como una de las bellas artes, consiste en buscar y encontrar el libro  – o los libros -, cuyo autor escribió para cada lector, aún sin saberlo.

Fargue, a diferencia de muchos, no pretende ser un sensor – ni siquiera permisivo – de las costumbres; cuando las retrata, durante una buena parte del libro, lo hace ponderando el encanto con el que su memoria reconstruyó el pasado y señala, como primer autor de su prosa, la ciudad como punto de encuentro; el lugar natural en el que los seres humanos se buscan para saciar sus apetitos, en especial los del afecto, la escucha, el diálogo y la compañía. Fargue logra el encanto de humanizar París, ciudad que puede llegar a ser tan inhumana y brutal como heroica y sobrehumana; si existe aquel París de Balzac, de Proux y de Fargue, existe también el de las barriadas de la comuna y el de la resistencia a los nazis; desde luego, también el de Boris Vian y el de Céline, el del Velódromo de invierno y el de la Bastilla; pero no son esos extremos lo que interesan a Fargue, sino uno más íntimo en el que todos aceptan, adoptan y ejecutan su papel en esa enorme, gigantesca comedia humana a la que los romanos llamaron Lutecia sin saber que fundaban la ciudad más prodigiosa del universo. Así, Fargue entra con honor y hasta con dulzura en los rincones donde se desarrolla el drama:

Una muestra de dignidad nos la proporciona las amantes burguesas con quienes se citan industriales o representantes del centro parisiense; en la Chapelle o más abajo, entorno a las estaciones du Nord y de l’ Est, en restaurantes de sibaritas, en brasseries discretas y amplias donde el amor inspira a partes iguales a Bourguet, a Steinlen y a Kurt Weill. Queridas adornadas con llamativos anillos y collares de perlas, enlutadas si su amigo ha perdido a un abuelo, y cuyos robusto senos evocan toda una serie de meditaciones dedicadas a la maternidad ficticia. Amantes serias…

Fargue logra, a través del encanto de la relación y de su discreta exhibición, dos consecuencias simultáneas; desobjetiva a la mujer – desvinculada de su sentido como objeto de conquista y adquisición – y minimizar, incluso simular, la noción de pecado o inmoralidad, recorriendo al artilugio de Poe en “La Carta Perdida” pues la publica manifestación mina la sospecha y aniquila la maldad. Todo es encanto y cumplimiento del papel en el enorme, turbio y siempre majestuoso escenario que es París.

Desde el siglo XIX las guías de turistas menudean en las estanterías de los comercios, no solamente de la librerías, en tanto que los libros de viajeros se han mantenido en el gusto de los lectores más soñadores; especie aparte es la que se conforma de las geografías literarias ya en verso – como los Montevideanos de Mario Benedetti – ya en prosa – como el Elogio de la Calle, de Vicente Quirarte – y son una taxonomía aún más cercana. No es lo mismo describir la sociología de un barrio que prevenir al turista, como tampoco es lo mismo una descripción arquitectónica e histórica por pulcra y precisa que sea, que adentrarse a escribir:

Entonces es la Chapelle realmente ese país de las lúgubres y cautivadoras  maravillas; el paraíso de los marginados, de las chiquillas vagabundas y de los fortachones a los que no se les cae el honor de la boca ni la lealtad de los puños; el Edén sombrío, diurno y nostálgico que los soldados celebran de noche en los dormitorios colectivos para vencer el hastío solitario.

Hay cierta hermandad entre quienes narran el París oscuro como Yonnet o Genet, una fascinación por la estética dañada de la miseria digna y de la monstruosidad fantástica que no ha perdido la elegancia; la  infatuación del claroscuro y la densa sensación de pasear indemne por inframundos no privados de encanto. En su andar, Fargue descubre la noche como un espacio siempre lleno de vitalidad donde la fatiga y la avidez hacen caer las mascaras para permitir que luzcan los rostros más diversos de la condición humana; como si el rol, en lugar de iluminar, deslumbrara ocultando lo que en realidad somos o queremos  ser, mientras que la noche fuera la condición real de la existencia en la que se deslizan las sensaciones que en realidad merecen ser vividas. Son los habitantes de la noche, como los desheredados y los trabajadores, quienes merecen la mayor atención de Fargue porque en ellos encuentra la ausencia de maquillajes y artificios y una fuerza vital extraordinaria que no nace del deseo de ser sino de la necesidad de sobrevivir que es, al final, mucho más hermosa:

Ninguna necesidad hay  de escribir para llevar poesía en los bolsillos. Para empezar tenemos los que escriben, y constituyen una academia errante. Y luego  están los que conocen los secretos del maridaje – fuente de felicidad – de la sensibilidad y el barrio. Por ello atribuyo el noble título de poeta a los carreteros, vendedores de bicicletas, tenderos, horticultores,  floristas y cerrajeros de la Rue Château – Landon o de la Rue d’ Aubervilliers, del Quai de la Loire, de la Rue du Terrage y de la rue des Vinaigriers. Es verlos con su sonrisa, corriendo por la acera cincelada de fatigas, preguntando por sus hijas, viendo a sus hijos soldados, y sentir el regocijo en las tuercas más recónditas  de mi viejo y cándido corazón.

Esta operación poética destruye las fronteras de lo convencional y funge como un igualador, como un factor democrático en el que conviven los grandes con los simples y por el que los hombres de fama no son reacios a caminar junto a las multitudes. La ciudad es el espacio consagrado por su belleza, su carácter y su sentido de obra colectiva en permanente construcción, la que justifica la presencia de todos; en ella, el sujeto se debe al espacio que ocupa y no a la inversa, porque cada uno, por sí mismo, no es suficiente para acreditar la enormidad de la urbe plena de historia y belleza; es cierto que algunos están llamados a la grandeza y que la conquistan mediante mil y un artilugios distintos, que de entre ellos unos cuantos alcanzarán la gloria y de entre esos tan sólo una minúscula minoría, tendrá el honor mas delirante al que puede aspirar cualquier habitante de una metrópoli: que su nombre sea impuesto a una calle o a una plaza, con lo que sus conciudadanos de muchas generaciones aún por venir, deberán nombrarlo miles de veces durante la jornada y en las esquinas, como luces votivas eternamente encendidas, los letreros recordarán su nombre a los transeúntes obligados siempre a mirarlo. Pero hay todavía un honor más grande y que se debe a la ciudad más que al individuo y que consiste en la persistencia del nombre como espacio habitable cuando ya se ha borrado la memoria de aquel a quien identificaba; en ese momento el sujeto y su ciudad se han hecho por fin uno; antigua Calle Guardiola en el centro de la Ciudad de México que aún sin tener portador es nombre ligado al suelo que ocupa.

Léon Daudet no se equivoca cuando escribe que Montmartre es un París dentro de París del que Clemenceau fuera alcalde. Un día caminaba yo por la Rue Lamarck, desde donde se divisa todo el puzzle de la capital, con un amigo del Tigre que había guerreado en la Comuna, cuando nos abordó un gran personaje de la República que se encontraba en Montmartre en viaje oficial.

  • ¿Viaje oficial? Preguntó el amigo de Clemenceau – ¿Viene usted a inaugurar una estatua, a crear una logia o a condecorar a un pintor fallecido?
  • Nada de eso, he venido a ocuparme de un trámite con un indígena que no se desplaza. Montmartre tiene zonas comunes con el Olimpo, y aquí he entablado mis más hermosas amistades: Zola, Donnay, Caius, Picasso, Utrillo, Max Jacob y hasta Vaillant…

Desde luego, la nómina no deja de ser impresionante, pero lo que brilla en ella es la pátina del tiempo y de la gloria, lo que en realidad nos asombra es su conjunción en el breve espacio de una colina; porque a fin de cuentas, la Ciudad es cruel y toca con su mano afortunada sólo algunas frentes que quedan como muestras generosas de su época mientras que otros, con menos suerte, constituirán el tejido general de la urbe en la que ya no se distinguen pero que, sin su existencia, la ciudad, en toda su enormidad, quedaría incompleta; al hablar de los cafés de Montmartre se refiere a ellos como los lugares “en los que murieron de hambre artistas tan absolutamente opacos que nunca se llegó a saber si fueron pintores, escultores, grabadores, cómicos, poetas o filósofos”; pero al fin, artistas. Es ahí, en los cafés donde París tiene el corazón, no su epicentro, no su alma, sino su corazón, un músculo incansable y poderoso desde donde emanan todas sus potencias y desde donde salen, a todo el cuerpo de la ciudad las células portadoras de oxígeno que mantienen su vida prodigiosa; visto así, Fargue tiene preferencia por las regiones más obscuras del corazón, las más profundas y primarias y aunque guarda guiños cómplices para los lugares más sofisticados donde la ciudad piensa y se recrea, vuelve siempre a esos rincones primitivos:

Cafés de mala muerte, cafés para hombres de los bajos fondos, cafés para hombres sin sexo, para damas solitarias, cafés de chapistas, cafés decorados a la muniquesa, esclavos del cemento armado, de la agencia Havas; los “Noyau”, los “pierrot”, los cafés con nombres ingleses, los bistros de la rue Lépic, los barrecillos de la Place Clichy, dan cobijo a los mejores clientes del mundo. Porque el mejor cliente de café del mundo sigue siendo el francés, que va al café por ir al café, para organizar competiciones de bebidas, o para entonar con sus camaradas himnos patrióticos.

Es en la Place de Clichy en donde se desarrolla una de las novelas más humanas del Siglo XX, también de las mejor escritas y de las más poderosamente melancólicas: La leyenda del Santo Bebedor de Joseph Roth.

Esa afirmación tan grande- que el francés va al café por ir al café – es rigurosamente cierta y es uno de los primeros frenómenos de la vida parisina que impactan la vista del viajero. Pero aquel París no es para todos, acaso sea solo para los nativos o para algunos iniciados, incluso un poco tal vez, para unos cuantos viajeros expertos, se trata de un París muy profundo y críptico; en cambio, un París más luminoso, que no turístico, se abre un poco más abajo, en la otra orilla del Sena donde encallan los marinos que no han logrado resistir la fuerza de ese mar que es Montmartre:

Daragnès, uno de los príncipes de esta nueva vía (se refiere a la ampliación de la rue Junot), percibe claramente que la etapa de las braseros montmartresas ha concluido, que otra guerra ha pasado por allí; la del cemento, el jazz, el altavoz, y cada vez que va a buscar su dosis de vitaminas al café se traslada a la otra orilla de París, a la eterna orilla izquierda, al Lipp o al Deux Magots…

Ese mundo del jazz que para el autor resultaba demoledor para el París de su juventud, es recordado no sin cierto afecto, como de un hombre que no se casa con la falacia de que todo tiempo pasado fue mejor y que entiende que París sobrevivirá y se transformará pero seguirá siendo la urbe modelo para el mundo y el lugar de peregrinación de todas las nuevas ideas y de todos los revolucionarios de cada una de las actividades verdaderamente humanas; piensa en aquella era del jazz como aquella en la que “las mujeres que lanzaban la moda de entonces bailaban como en sus casas, con un maquillaje sincero y un cuerpo secretamente disponible…”, una época que bajo la bendición de Poulenc, Honnegger y Millaud, “por encima del bullicio de encuentros, sonatas, salsas inglesas y adulterios rápidos, se alzaba el pequeño sol de gloria de Apollinaire”.

Antes de entrar en Saint-Germaine-des-Prés, Fargue se detiene unos momentos en Champs Elysées, aunque sólo sea para denunciar el mundo de utilería que se oculta detrás de sus lujosos restaurantes.

Hace ya más de veinte años que sucumbí por primera vez ante los encantos de la ciudad donde he vivido algunos de mis instantes más hermosos y algunos de los más intensos, desde entonces, no recuerdo haber pasado por Champs Elysées más de tres veces; prefiero el París más franco, el mío es el de Saint-Germaine-des-Prés.

En cierta forma, Fargue, como antes ya lo habían dicho Cendrars  y Baudelaire, piensa que en estricto sentido, la más famosa calle de París no es París en sí misma , sino su escenario más conocido, ni siquiera el más señorial pero sí la fachada de un mundo de fantasía al que sólo pueden acceder unos cuantos pero cuya luminosidad nos deslumbra a todos: si en los cafés y brasseries de Montmantre se encuentra a los truhanes que se juegan el pellejo por unos francos, en Champs Elysees halla a los diletantes de la estafa a la alta escuela, a los profesionales de la promesa incumplida y a los fabricantes de sueños sin fondos.

Poco a poco la gran sala se llenó de gigolós con un libro en el bolsillo que huían de la escuela secundaria, de periodistas sin periódico y de esos niños de papá necesitados, que esperan que las coyunturas les caigan del cielo parisino bien asaditas a la misma boca. Se pedían los primeros cócteles. Tenía la sensación de encontrarme a la buena ventura en la sala de espera de algún profesor, o en una estación cosmopolita en la que cada uno aguardaba un tren maravilloso con destino  a la fortuna. Impresión reforzada por la llegada del Paris-Midi sobre el que la gente se avalanzaba como si de un comunicado oficial se tratase. Y a todo esto, de mi  provincia, ni rastro. Había  no pocas mujeres, cosidas a las  mesas como si fueran adornos, y todas soñaban, a buen seguro  con la película que las rescataría de la mediocridad; pero ninguna lucía la enseña de provincias, ninguna había acudido a una cita…

Una de las mayores virtudes de la prosa de Fargue es su capacidad casi infinita para convertir hechos y situaciones reales en símbolos imperecederos; el paso de una mujer, la luz de una farola, una sombra que se alarga hasta el infinito, todo sirve a su pluma para representar su idea del mundo y la forma en que los seres humanos reaccionamos frente a cada circunstancia; no hay momentos pequeños ni instantes despreciables, todos son parte de ese universo complejo al que bien llamamos la condición humana.

Fargue se mueve con comodidad en cualquier ámbito de la ciudad, pero no en todos ellos encuentra a su aire, por eso luce más como un observador que como un protagonista en Champs Elysées al final de esta estación del viaje, escapa de la pretensión y el oropel para volver a sus espacios naturales, igual que el viajero, luego de disfrutar el abigarrado espectáculo de los paseantes de mil y un orígenes, huye por alguna de las calles laterales que lo transportan a una dimensión diferente, a un París distinto de aquel de las postales y de los libros de litografías turísticas; así, como fatigado, vuelve a los cafés, se relaja y retoma su naturaleza; así lo hace Fargue con el mejor de los pretextos que pudiera encontrar: la mujer que aguarda.

Según me alejaba por fin de la avenida la vi repentinamente, aquella tarde de otoño, como una inmensa playa formada por la confluencia de todos los cafés donde los parisinos van a tomar baños de frescor y de luna después de cenar…

Del mismo modo en que, como hombre sólo puede emprender el viaje a lo profundo de sí mismo en la búsqueda de la mujer; como parisino, no puede sino volver al París más profundo, al de arteria principal a su fuente de vida y esperanza, los quais del Sena. Aquellos pequeños puertos donde confluyen los pasos peatonales que desde hace siglos sustituyen las riveras del río; salvo algunos bulevares o unas cuantas plazas ningún espacio  de la ciudad ha sido retratado con más profusión por la literatura, el cine, la fotografía y la música como cada uno de los quais. No son muchos los viajeros  que los recorren, pero nadie puede decir que conoce París si no los ha recorrido.

De ese paisaje (sobre el cual han crecido como por capricho los monumentos más importantes, como la Torre Eiffel; los más sospechosos como la Cámara; los más gloriosos como el Institute de  France) es la parte central, la más conocida y transitada y sin duda son los quais de Conti y Malaquais los que se llevan la palma ex-aquo. He preguntado a mendigos, a indigentes de la mejor calaña por qué preferían aquellos los quais antes que los demás, sobre todo para dormir en sus riberas, impregnadas de sus olores a paja, absenta y zapato que dulcemente transporta el Sena: “Porque”, no me contestaron, “nos sentimos más a gusto, casi como en casa. Además los sueños son más distinguidos.

La urbe no es pues, un todo unitario; tal vez por ello, los cubistas la tomaron como su capital; se trata más bien de una colección de espacios que se articulan, cada un con su carácter y tradición para conformar un solo cuerpo vivo pero sin perder su propia unidad ni función. París no es una ciudad que se entregue fácilmente a quien la pretende y usa multiplicidad de rostros que confunden al novato y a quien no esta dispuesto a apostar su asombro y su integridad espiritual; es por eso también, que cada uno encuentra y trae consigo, para siempre, su propio París que resulta incomunicable y apenas puede, también, en fracciones, narrarse pálidamente.

Borges decía que París es el mejor lugar del mundo para un escritor muerto – paradójico para él que descansa en Ginebra -, por eso, para el “clochard” especie urbana que dista mucha del “homeless” norteamericano o del vagabundo latinoamericano, no hay ciudad como París. El clochard es una especie de cofrade que soporta su indigencia con dignidad y la exhibe con orgullo como si fuera no un ciudadano venido a menos, sino el legitimo conquistador de un espacio donde generar sueños distinguidos.

Fargue domina todos esos espacios y aún así se da el lujo de reconocer que la ciudad guarda, incluso para él, algunos insondables misterios; barrios míticos y palacios prohibidos, de entre ellos, de ambos géneros, el autor muestra una abierta preferencia por el Marais; aquel rincón de París de palacios ocultos y escenario principal de la antiquísima comunidad judía de París.

Si como todo parece apuntar, en realidad París tuvo un origen y no es anterior a la creación del mundo como algunos todavía suponemos, la antigua Lutecia se origino en un pequeño islote que hoy llamamos L’ île de la Cité, donde se asentaron los antiguos parisii; conquistados luego por romanos, se amplia sobre los arenales de la rivera derecha y, para el siglo X, París ya tiene un corazón resistente y bien formado que si sitúa en lo que hoy llamamos el Marais, que debe su nombre a las “marismas” del Sena. Los judíos se establecieron en el barrio hacia el siglo XIV; desde entonces se convirtió en el núcleo de la comunidad judía más grande de Europa occidental; para el tiempo de Fargue era una de las capitales del pueblo judío diseminado por el mundo y para él mismo, implicaba un reto de comprensión y aceptación.

Por las mañanas los ancianos barbudos y acartonados, mezcla de genialidad y temor, grandes paseantes colmados y pensativos, que se adivinan maliciosos o instruidos, con aspecto de acarrear fardos de nostalgia y al mismo tiempo de atesorar secretos venerables, mercaderes caídos de algún museo holandés se dirigen hacia la sinagoga sin ver nada más, como patrones, mientras el proletariado judío de la Rue de Rosiers los observa con envidia y estupor, pues son sabios y ricos.

El autor se aproxima a este otro París, al que no pertenece, al menos no del todo, pues no alcanza a comprender el oscuro y ancestral mecanismo de relojería que da un tiempo múltiple y perpetuo a ese pueblo que pertenece, pese a todo, en su unidad y multiplicidad, en su identidad que transita desde la más remota antigüedad has nuestros días; pero esa misma confusión es la que lo fascina. París, desde su fundación posee la infinita capacidad de atraer a los curiosos más insaciables, a los viajeros, a los artistas, a los exiliados y a los perseguidos; a quienes andan en pos de la belleza y a quienes buscan el olvido; la misma ciudad que es refugio es también tumba y monumento, conviven en el mismo espacio y en el mismo rincón de la memoria de los jansenistas y los sefardíes, Picasso y Utrillo, Alfonso Reyes y Joseph Roth. Para ellos, para quienes la contemplación y el goce de la vida – a veces administrado a cuenta gotas – lo es todo, París se convierte en un enorme laberinto en el que conviven las esquinas del refugio y los callejones del abandono; lugar de vida y muerte, de traición pero también de gloria. Cuidad universal en la que la condición humana se manifiesta en toda su grandeza y en toda complejidad y a veces, en su oprobio.

A modo de ejemplo, Fargue elige uno de los barrios más icónicos pero que, pese a todo, no ha sido conquistado por los turistas, acaso porque sus encantos no son evidentes y su enormidad aparece encubierta por su vida y su cotidianidad: Saint-Germaine-des-Prés:

La place Saint-Germaine-des-Prés, ausente en las peroratas dirigidas a yugoslavos y escoceses del altavoz del autocar “París la nuit”, es, sin embargo, uno de los rincones de la capital donde más “a la última” se siente uno, más cercano a la verdadera actualidad, a los hombres que conocen la entretela del país, del mundo y del arte. Y esto es así incluso los domingos, merced al quiosco de prensa de la esquina de la plaza con el bulevar, una casa muy bien surtida de rotativos de todas las tendencias.

Fargue no podía saber que en unos años después de su deceso esa misma plaza sería bautizada con el nombre de dos de sus mas celebrados moradores: Simone de Beauvoir y Jean Paul Sartre, pero tampoco, ¡oh milagro!, que ese mismo puesto de prensa seguiría existiendo hasta nuestros días.

Saint-Germaine, desde luego no ha permanecido intacto, en cambio, ha administrado sus transformaciones con una sabiduría ejemplar que lo hacen reconocible pese al implacable paso del tiempo; hay un encanto peculiar en ese barrio que irrumpe en el París turístico y monumental para seguir siendo un barrio habitable cuya solera no ha logrado inmovilizarlo. Es un lugar donde las apariencias engañan; la iglesia de Saint-Germaine palidece frente a Nôtre Dame y frente a Saint-Ettienne-du.Mont, pero es la última muestra del románico francés que queda en París, una de las más antiguas parroquias de París que todavía funciona como lugar de culto y centro comunitario; su jardín es apenas un rincón pero posee una soberbia fuente de porcelana de Sévres; en la entrada del jardín se encuentra un letrero que honra la enormidad de la lengua francesa: “En caso de tormenta el parque será cerrado al público”, pues la magnificación de París radica no es sus grandes monumentos sino en los pequeños detalles que recuerdan la gloria de una ciudad antiquísima y sus modos de antigua aristócrata; después de la plaza apenas unos cuantos metros más adelante, en el mismo sentido en el que los autos se desplazan sobre el bulevar, se encuentra el célebre y peculiar Kiosco al que se refiere Fargue; igual que acontece con la iglesia, el camuflaje es la cifra secreta que oculta el París que une al lector con el antiguo Peatón, el puesto de periódicos es en realidad una hemeroteca que contiene las mejores revistas y diarios literarios e intelectuales del mundo, si el nuevo peatón se decide por alguna selección, el mismo vendedor que atiende en su silla desde tiempos inmemoriales, lo atenderá esforzándose en hablar un español que no ha mejorado en décadas.

Pero no es ahí donde late el corazón de Saint-Germaine, sino en sus tres centros fundamentales: dos cafés y una brasserie, tan históricas como vitales todavía al día de hoy:

Porque la Plaza vive, respira, palpita y duerme a través de la virtud de tres cafés célebres ya como instituciones del estado: el Deux Magôts, el Café de Flore y la Brasserie Lipp, cada uno de sus propios funcionarios, sus jefes de departamento y sus chupatintas, que pueden perfectamente ser novelistas traducidos a veintiséis lenguas, pintores sin taller, críticos sin columna, o ministros sin cartera…

Desde que dejara de preguntar al patrón por su socio, el café de Deux Magôts, “de deux mégots”, para los iniciados es un establecimiento asaz pretencioso y solemne donde cada consumidor representa un literato para el vecino, donde unas casi ricas y casi bellas acuden para bostezar e insinuarse a los últimos surrealistas, cuyo nombre salva océanos a pesar de no trascender del bulevar…

Esos tres lugares resumen la sabiduría mundana de París, son en su conjunto, otra cuna de inmortales que tiene como Academia la calle y su espectáculo, la lectura sazonada con café y tabaco y periódicamente interrumpida por la charla y por la belleza que circula por la acera de enfrente. Dux Magôts, siendo vistoso es también una suerte de disimulo, como lo eran las miradas de Proust a todo cuanto le parecía hermoso; se trata de unos de los lugares principales de las vanguardias literarias y artísticas que dieron forma y vida al siglo XX; se entra al salón principal sólo para observar las dos esculturas que, empotradas en un pilar, representan a dos mandarines que son las deidades del local y a las que debe su nombre pues la tradición de los parroquianos los ha tomado por magos; más de una vez he visto a algún habitual despedirse de ellos luego de pagar su consumisión, invariablemente el mesero de turno me ha dicho que se trata de algún ritual de buena suerte. Pero el conocedor – si es afortunado – no tomará mesa en el salón, pues, como dice Milan Kundera, la vida esta en otra parte; deberá atravesar una primera terraza en la que no esta permitido fumar por puerta cerrada con cristales y que funciona como una especie de purgatorio donde menudean las lenguas extranjeras, como el parisino no es hombre de medias tintas se decantará por la terraza o por el salón, pero nunca admitirá para sí algo que si no es ni carne ni pescado; al contrario, ocupará una pequeña mesa exterior en la que, conforme a la tradición de la ciudad, varias veces centenaria, las sillas no están vueltas al interior mirando a la mesa, sino dirigidas hacia la calle pues es ahí donde, al modo Calderón de la Barca, se presenta el gran teatro del mundo.

En efecto, como nos previene Fargue, el Café de Floré es otra cosa, y aunque no lo separan del Magôts ni siquiera cuarenta pasos, se trata de un terreno del todo distinto, Floré es un tanto más mundanal y un poco menos solemne y, si se tiene la fortuna de recalar en sus playas por la tarde, el peatón descubrirá que al barrio se ha volcado sobre la calle reclamando a los turistas su ancestral derecho de ocupación; es posible que sea testigo de alguna pequeña batalla en la que el orgullo parisino, forjado en cientos de años de asedios militares, batallas callejeras y millones de días enteros en las plazas como afirma Marguerite Duras, le haga una mala pasada a algún turista inocente aunque nadie se moleste por ello ni tome partido. Floré es también una catedral de la historia cultural de nuestro tiempo; ahí hay menos reverencia y tal vez más vida; las charlas son más altas en su tono, se escuchan menos palabras en lenguas distintas del francés y casi con seguridad sería el golpe de la cotidianidad parisina cuando algún camarero se entienda a gritos airados, por cualquier motivo, con quien se pueda y así, el peatón podrá comprender que el parisino no está enfadado sino que ése es el método de una ciudad apresurada que lleva cientos de años tratando de aparentar una serenidad que nunca ha tenido y que solo existe en su anhelo desde que Balzac la inventó.

Esa larguísima acumulación de estilo y carácter ha dado como resultado una identidad difícil de definir, pero como sucede con la idea del tiempo en Agustín de Hipona, sabemos lo que es aunque no la podamos expresar, algo que identificamos pero que no podemos reproducir, algo por lo que muchos suspiramos pero para lo que no existe sucedáneo; se trata pues de una idea y no de un gentilicio, de una forma de ser y estar en el mundo y no de una indicación geográfica. Después de todo el propio Fargue afirma que para llamarse marsellés hace falta haber nacido en Marsella o que para ser Vienés había que nacer en Viena y, sin embargo, no hacer falta haber visto la luz primera en París para ser un parisino y al efecto propone como ejemplo, un juego de palabras y resoluble sobre un café y un gato:

Refiriéndose al famoso Chat noir de la Rue Victor-Massé: “ese gato, que supo conciliar la leyenda dorada y la cava; ese gato socialista y napoléonico, místico y salaz, macabro y proclive a la romanza, fue un gato muy parisino y casi nacional. Expresó a su manera el amable desorden de nuestros intelectos. Nos regaló veladas verdaderamente divertidas.

Es imposible aplicar las mismas nociones al francés, pero el parisino que es, desde luego y absolutamente francés, a caso muy francés es algo más que eso; así, por ejemplo, la belleza parisina, consiste más en una cierta facilidad de andar por el mundo con una comodidad infinita en que una sofisticación afectada; se manifiesta en la sencillez y la transparencia de los maquillajes y en una complicadísima combinación de técnicas que transitan en el arte y la ciencia, para la elección del vestuario que lo hace parecer la cosa más sencilla del mundo. En esos términos, para el peatón, parisinos fueron Schwob y Eduardo VII, parisinos también Guitry y Proust, desde luego Balzac y Chanel y a buena fe mía, fueron de lo más parisinos Carlos Fuentes y Alfonso Reyes. Para lograr aprender la esencia de lo francés Fargue procede devastando los excesos y proclamando fuera de los limites de París a quienes por el mundo así se proclaman exhibiendo vicios y bacanales inexistentes, pregonan el pedigrí y la complejidad de un guardarropa que nadie posee ni se atrevería a usar en un paseo por el Park Monceau, esos son cualquier cosa que uno quiera nombrar, pero no son nunca parisinos; al contrario, una primera noción de lo auténticamente parisino está descrita por Fargue:

El parisino no es una criatura misteriosa. No es ni borgia, ni lord inglés, ni boyardo, ni yanqui, ni mandarín, ni oficial retirado, ni clerisonte. El parisino es un señor que va al Maxim’s, sabe decir dos o tres trilladas a su estanquera y muestra por lo general mucha amabilidad por las mujeres. Ama los libros, gusta de la pintura, conoce los restaurantes dignos de ese nombre, no contrae demasiadas deudas – sino ninguna – y lega a sus hijos líos de faldas sin resolver.

Puesto en esos términos, lo parisino resulta de la ligereza de la inteligencia, de la sabiduría de la mundanidad y de la aplicación de la rigurosa educación cartesiana a la razón, como método y al goce como objetivo; para el peatón, el espíritu parisino conlleva tomarse las cosas en serio pero no en dramatizarlas nunca; el parisino se exalta y grita, exige su espacio y su derecho, pero no lleva nunca el drama a la plaza pública pues lo reserva para la introspección, la reunión de amigos y, sobre todo para la alcoba, lugar natural y escenario propio del drama humano, el más sublime y el más abyecto; dice Léon Paul Fargue que el parisino es un juez supremo “que guarda sucesos y consecuencias, hombres y dioses, lápiz en mano”, y aún más:

El parisino era un hombre al que le daba gusto encontrarse, lo sabía todo, le sonreía, aún presa del cansancio, aún cuando tu presencia lo fastidiara, y siempre  exclamaba: ¡Cuanto me alegro de verlo! Al cabo de media hora se alegraba de veras…

Ciertos hombres encierran tesoros de gracia, inteligencia, de amabilidad, todo ello aderezado con deliciosas insidias y un toque de malicia; tesoros de paciencia y de astucia, mezcla de cortesía y argucia que los convierten en elementos imprescindibles no sólo de los salones de París, sino de ciertas librerías, de ciertas galerías de arte y de la mayoría de los ensayos generales.

Esta literatura como geografía espiritual constituye en sí misma, una muestra de algo sumamente parisino y, del mismo modo completamente universal que establece las fronteras entre el viajero y el turista y que derriba, a caso con voluntad perpetua, la maligna aunque ingenua idea de la solemnidad de la cultura y el mundo, pues el mapa trazado por Fargue no es la geografía ruda y ardua de las nomenclaturas, ni siquiera de los estudios antropológicos, demográficos o sociológicos, sino del gusto por el recuerdo y el culto por los placeres de la vida y la existencia; buen podemos llamar eso la madurez al hecho de encontrar el conocimiento por el placer que produce, en anhelar los cuerpos por el goce que encierran y en correr los riesgos, aún los más descabellados, solo por la gloria de vencerlos.

Tan atinada es la geografía del peatón que termina su descripción con una profecía que se cumplió en la figura de Dietrich von choltitz que, desobedeciendo las ordenes de Hitler – a caso el sujeto que mejor encarna la idea de lo no parisino -, se negó a destruir París:

En una eventual guerra los aviones enemigos recibirían el ataque del murmullo de la historia, elegancia y amor que París desprende, y que una presencia providencial, una suerte de encanto irresistible les obligaría a dar marcha atrás para dejar intacta sobre el relieve del mundo, una planta de goces y placeres que mucho tardaría en echar raíces.

Léon Paul Fargue vio cumplirse su profecía; murió en noviembre de 1947 mientras que el párrafo citado lo escribió dos años antes de la primera edición del Piéton de París, salida de las prensas en 1939, antes incluso de que los nazis desfilarán por Champs Elysées, ya se ve, un espectáculo nada parisino en la calle que menos le gustaba.leon paul fargue

La biblioteca de Marilyn Prejuicio, estereotipo y resurrección.

Tal vez pertenezca a una de las últimas generaciones que se educaron en el cine; pero no sólo en el de mi tiempo sino también en el de la era de mis padres; fui un niño de poca televisión aunque mucho cine, muchos libros y cientos, miles de imágenes y sonidos coleccionados con esfuerzo sobrehumano en una era anterior al internet; una época ya ida en la que el dato -la información o el saber, si se prefiere- se celebraba y se resguardaba porque era un bien escaso y por lo tanto, valioso.

Antes de la época en que escribir “Marilyn Monroe” en un buscador cibernético arrojara 790 fotografías, tan sólo de la más alta calidad disponible, encontrar y a veces tan solo ver, una imagen era todo un hallazgo. Era el tiempo de los primeros videocasettes y con ellos, además de las legendarias emisiones de Canal Once, el cine de la guerra y la posguerra fueron la mejor escuela sentimental y estética;  no dejo de pensar que pertenezco también, a una  de las últimas generaciones para las que el blanco y el negro era un lenguaje natural y no un efecto dramático; una de las últimas en fin, para las que el cine era el escaparate a un mundo donde todo podía ser y que iba mucho mas allá, con arte e ingenio, de la vida cotidiana y sus mil naturales conflictos.

Mucho antes de que pudiera o quisiera encontrar la belleza en una mujer de verdad, el cine había sembrado en mi gusto las señas particulares de un ideal de belleza; esa mujer improbable e imposible -de ahí tal vez su perfección y belleza- estaba compuesta, como lo está la percepción de la realidad, por cinco elementos, casi cinco sentidos, que daban forma al mundo de la hermosura y el deseo: Marilyn Monroe, Audrey Hepburn, Ingrid Bergman, Sofía Loren y Brigitte Bardot. De entre todas, Audrey Hepburn representaba el culmen de la autentica belleza, de la dulzura total y tengo para mi que nunca dejará de ser la mujer perfecta cuando la imagino como Holly Golighty; Sofía Loren resultaba todo un misterio pues sumaba los rasgos del deseo en un momento en que no sabía poner nombre a una sensación que oscilaba entre el miedo y el gozo; Ingrid Bergman constituía otro tipo de enigma, si aquel inexplicable, éste inalcanzable, Bergman era la elegancia y la perfección absolutas; Brigitte Bandot, aún siendo perfecta se me antojaba más terrenal, más  próxima al despertar de mis sueños; pero Marilyn era simplemente Marilyn y no necesitaba ninguna clase de adjetivos. Marilyn era la única que desentrañaba la potencia del anhelo, la que conjugaba la ternura y acumulaba el poder; entonces, si alguien me lo hubiera preguntado, habría dicho que la mejor y más completa definición de mujer era ella, Marilyn Monroe.

Con enorme sabiduría los romanos acuñaron la máxima “de coloribus e gustibus non disputandum est” y en efecto, ahora lo sé porque Marilyn excedía el mundo de los gustos y los colores y se había convertido en el símbolo del poder de la belleza sobre todo cuanto existe. Dicho de otro modo, Marilyn había excedido el rango de la estética para transformarse en lo que luego supe se llamaba arquetipo, una suerte de símbolo universal de la hermosura, la sensualidad y el placer pero, al mismo tiempo de la humillación y la tristeza; así, en aquellos años de los que Alfonso Reyes decía que uno se salva o se condena y de los que uno guarda para siempre lágrimas en los ojos, la Monroe representaba la imagen ideal de la mujer deseable, es decir, de todo cuanto se puede anhelar; incluso la errónea vocación masculina de salvar a la mujer, de resarcirla de la desgracia, de protegerla aún cuando ella no lo quiera ni lo necesite; todo estaba ahí, resumido en la rubia melena, en los labios perfectos, en el busto preciso y orgulloso, en el talle un poco grueso pero divino, en las caderas de curvas gloriosas, y en un trasero de exactitud impecable; en el misterio inefable del sexo, y en unas piernas tan hermosas como si en lugar de haber sido concebidas como parte de un cuerpo divino, hubieran sido diseñadas como elementos de un ideal de belleza; como decía Calisto sobre Melibea, “no había en ella señal reprenderera”. Sin embargo, —siempre el sempiterno “sin embargo” que empaña la realidad pero la hace habitable— una mirada atenta a algunas de sus imágenes permitía apreciar una especie de tristeza inexplicable y profunda; su potencia para relacionarse y subyugar en las esferas de la inteligencia, ya como amistad —Truman Capote—ya bajo la máscara del amor —Henry Miller—, el mundo del poder—Robert y Johnn Kennedy— y de la pasión siempre atormentada —Joe di Maggio—; datos que sumados a su muerte brutal pero sobre todo triste, me persuadieron pronto que debía haber mucho más que la imagen enorme del prejuicio. ¿Porqué la bonita rubia aparecía tantas veces acompañada de un libro? Sus fotografías más frecuentes, además de las cinematográficas, son de la mirada ausente y las de Marilyn leyendo y no siempre en poses preparadas; como si en alguna forma Norma Jean clamara por su rescate del prejuicio.

Quien prejuzga se equivoca pero además, es injusto. El error se relaciona con la inexactitud intelectual, con el defecto en el raciocinio o en la percepción pero no necesariamente con la moralidad; por otra parte, el prejuicio es una lesión que impacta tanto en el aspecto intelectual, en términos de acierto o error, como en el sentimiento de justicia  en términos de bondad, humanidad y compasión. Quien prejuzga no sólo se equivoca sino que además, condena.

El aspecto más áspero de la condena, por otro lado, es que por definición y por naturaleza, siempre se expresa en una sentencia dotada de consecuencias. Quien prejuzga se equivoca, condena y sobre todo es cruel e inhumano.

En algún lugar de sus cuadernos, descubiertos después de su muerte, Marilyn escribió:

Vi a un montón de marineros jóvenes

que parecían demasiado jóvenes

como para estar tristes.

Me hicieron pensar

en árboles jóvenes y esbeltos

todavía en crecimiento y sufriendo.

Eternamente joven, con el teléfono en la mano para una llamada perpetua que no pudo terminar o que tal vez nunca comenzó, Marilyn serías así siempre marinero en tierra, demasiado joven como para estar triste y sin embargo, sufriendo, como los árboles que imaginó.

En 2014, Chistie’s, la famosa casa de subastas, ofreció al público la biblioteca de Marilyn Monroe. Ya desde meses atrás, el proceso de catalogación de los más de 400 volúmenes de la colección había despertado el interés público, más allá de sus admiradores habituales, por aquella mujer que  había posado desnuda para Playboy, entre vaporosas sábanas de saten; la misma que haba sido fotografiada en muchas ocasiones, durante los descansos de las filmaciones leyendo a Proust y a Dostoievsky. El prejuicio mata y lo hace con mayor contundencia que la violencia física o la enfermedad pues es una condena que no concede segunda instancia ni recursos de cesación o alzada. A Marilyn se le juzgó en vida y se le sentenció para siempre ser la rubia tonta, fútil y frívola.

El objeto sexual por excelencia.

Es verdad que nadie pretendió convertir a la bomba rubia en una intelectual incomprendida, ni siquiera cuando Seix Barral, en una hermosa y bien cuidada edición que comparte el análisis y las artes gráfica y faccimilares, dio a conocer en “fragmentos” los poemas, ideas y reflexiones de Norma Jean Baker Mortenson y de Marilyn Monroe, desligadas en el tiempo pero unidas en la tristeza y el silencio; entre aquellos pequeños textos son muchos los que clamaban por la esperanza:

Socorro, socorro

socorro.

Siento que la vida se me acerca

cuando lo único que quiero

es morir.

En cambio, sí que se experimentó en muchos ambientes una renovada curiosidad intelectual no sólo respecto a las lecturas y temas intelectuales de quien se suponía no tenía ningunos, también por sus nexos con los creadores de la alta cultura de su tiempo, todo ello envuelto en un sentimiento de injusticia e incomprensión respecto de una parte luminosa en la personalidad de quien sólo teníamos como objeto de deseo y como fuente de escándalo.

Es posible que muy pocos como Truman Capote hayan estado tan cerca de aquella dualidad de Marilyn. Capote tuvo una amistad privilegiada con la actriz, es probable que encontraran, entre ambos, un afecto, que privado de deseo, se convertía en la mutua comprensión y compasión que otros espacios les negaban. En su libro “Retratos”, Capote describió una personalidad contradictoria que oscilaba entre la frivolidad y la sinceridad, los límites de su educación y las luces de su inteligencia así como la fuerza que emanaba de una sincera vulnerabilidad femenina. El escritor describe un diálogo con la diva en el escenario del puente de Brooklyn en la ciudad que fue la Meca de ambos; al caer aquella tarde, Marilyn le preguntó a Capote:

—Si alguna vez te preguntaran, como era yo, cómo era Marilyn, en realidad, ¿Qué contestarías? Apuesto a que dirías que era una palurda.

—Por supuesto…pero también diría…

El diálogo se interrumpe en éste momento, el periodista describe como su amiga se marcha envuelta en la bruma del río y mientras él apenas adivina la melancolía de la imagen, como si pudiera profetizar el dramático final que les aguarda, se pregunta porqué la vida debe ser tan terrible y aún alcanza a decirle, como si apenas hablara para sí mismo:

—Yo diría…diría que eres una adorable criatura.

Capote sobrevivió a Marilyn durante veintidós años y puede decirse que durante esa última época, lo más terrible de la vida del padre de la novela de  no-ficción, la memoria de Monroe fue una presencia constante; pero no sólo Capote se refirió a Marilyn, Pasolini dijo de ella: “su belleza sobrevivió desde la antigüedad, requerida por el mundo del futuro, poseída por el mundo actual, se convirtió en un mal mortal”; Lee Strasberg reconoció su talento y más que eso, la enorme potencia de su espíritu, como su maestro, decía: “Vi que lo que parecía que no era lo que normalmente era, y lo que estaba pasando dentro de ella no era lo que estaba pasando fuera, y eso siempre significa que hay algo con que trabajar. En el caso de Marilyn, las reacciones al método fueron colosales. Podía conseguir la emoción que necesitaba para cada escena. Su alcance era infinito”; en fin, Billy Wilder simplemente afirmó: “Ella estaba asustada de sí misma”. Marilyn como todo parece indicar, era poseedora de una intensa vida interior, inexpugnable y hermética, solamente visible para un diminuto grupo de iniciados pero cuya fuerza atraía a quienes en realidad la conocían; una fuerza y una luz en las que sus lecturas —ahora podemos decirlo— no podían sino ocupar un lugar primordial. Sacudida y a veces traicionada por su belleza y por el deseo que inspiraba, parece haber vivido en una cruel batalla de ella misma contra la que pudo haber sido.

Ya desde la fatídica noche de 1962, cuando el inerte y todavía hermoso cuerpo de Marilyn fue hallado en su cama, aprisionando el auricular de un teléfono que nunca pudo decir cuál fue o cuál hubiera sido aquella última llamada, si para despedirse, para pedir ayuda o para no sentirse sola, la teoría del suicidio nunca fue convincente pero llamó la atención general sobre sus relaciones de poder o más exactamente, con los hombres del poder, en particular con los hermanos John y Robert Kennedy.

Muchas fuentes coinciden en que John y Marilyn se habrían conocido en 1950, doce años antes de su  elección presidencial y tres años antes de la boda de JFK con Jacqueline Bouvier; desde luego, Marilyn no fue el único affaire de Kennedy, cuyo apetito sexual relacionado con su pasión por el poder, era casi patológico; pero el romance entre ambos —pletóricos de encanto— se ha convertido, con el tiempo, en una especie de mito contemporáneo sobre la relación entre el sexo y la belleza por un lado y la depredación del poder por el otro. Al final del día, más allá de una historia de amor, o de una serie de encuentros pasionales, para Marilyn resultó ser el comienzo de la caída. Asesinada o no, víctima de su cercanía al poder o de sus propios demonios, la actriz tuvo que enfrentar la imposibilidad de ingresar a un mundo fuera de las pantallas, los afeites y la frivolidad. “No tienes madera de primera dama”, dicen que Kennedy le espetó cuando ella soñó que podía casarse con el hombre más poderoso del mundo. “Cásate con él, ve a vivir a la Casa Blanca; así me quitaré todos los problemas que voy a dejarte”, cuentan que le dijo Jacquie en la única charla que tuvo con Marilyn. Su muerte quedó así, manchada con un terrible y gigantesco “hubiera” que, en realidad, nunca fue posible. Tal vez entonces ocurriera la primera de sus muertes, la de Norma Jean, la chica marginal que se atrevió a ser alguien. Tal vez también, haya sido ésta última la razón por la que uno de los libros que más muestras tiene en su biblioteca sea una edición en lengua inglesa de “Madame Bovary” de Flaubert.

Pocos años después de su muerte, Ernesto Cardenal le dedicó uno de los poemas más hermosos de la literatura latinoamericana de su tiempo: la “Oración por Marilyn Monroe”. De aquel canto de desesperación y añoranza, se desprendieron nuevas formas de pensar a Norma Jean; de ella decía el poeta:

Señor

en este mundo contaminado de pecados y de radioactividad,

Tu no culparás tan sólo a una empleadita de tienda

que como toda empleadita de tienda soñó con ser estrella de cine.

Y su sueño fue realidad (pero como la realidad del technicolor).

Ella no hizo sino actuar con el script que le dimos,

el de nuestras propias vidas, y era un script absurdo.

Perdónala Señor, y perdónanos a nosotros por nuestra 20th Century

por esa colosal súper producción en la que todos hemos trabajado.

Ella tenía hambre de amor y le ofrecimos tranquilizantes.

Para la tristeza de no ser santos se le recomendó el psicoanálisis.

En realidad Marilyn no fue muy aficionada a la poesía; en su biblioteca predominaron los ensayos, las novelas y las obras de teatro aunque la poesía que ahí encontramos sí resulta selecta; por ejemplo, “El profeta”, de Jibran Khalil; los poemas de Oscar Wilde; los poemas selectos de Emily Dickinson; una antología poética de Walt Whitman hasta Dylan Thomas por Oscar Williams; los poemas completos de Edgar Allan Poe y los de Robert Frost; los sonetos de Edna St. Vincent Millay; la antología Penguin de poesía en lengua inglesa, los poemas de Robert Burns, los sonetos de Shakespeare; una versión de bolsillo de William Blake; las obras poéticas de Shelley; la obra poética de John Milton, y también la de Heine. Como se puede ver, las preferencias poéticas de Monroe eran más bien clásicas, cosa que no sucedía con la narrativa que aún bien provista de novelas decimonónicas era más bien, un reflejo de su tiempo.

Apenas unos meses después de su deceso, comenzó la reconstrucción de la imagen de Marilyn Monroe, primero como un emotivo rescate de quienes la quisieron, como Truman Capote; luego como pretexto para mantener la lucha contra el prejuicio y la codificación de las mujeres por el mercado de consumo, como en los textos que sobre ella escribiría Norman Mailer; ambos abrirán fuego en el combate entre la prensa roja, la amarilla y la rosa; luego, ya con Joyce Carol Oates, el tono cambia de nuevo con la prensa, hacia el reportaje histórico, la revelación de los mitos y la reivindicación de la realidad fáctica. Todo un complejo camino para rememorar a una mujer cuyo principal anhelo era volver a la sencillez y a la inocencia perdida; así, de uno de sus cuadernos de notas:

En el escenario

no me castigarán por ello

ni me azotarán

ni me amenazarán

ni me dejarán de amar

ni me mandarán al infierno a andar con los malos

haciéndome creer que yo también soy mala

ni tendré miedo ni vergüenza de que mis genitales

queden expuesto conocidos y vistos

y que ni los colores ni los gritos ni hacer nada

ni avergonzarme de mis sentimientos delicados

Como correspondía a su oficio el género privilegiado en la biblioteca Monroe era el teatro; en sus estanterías se cuentan la Antígona de Jean Anouihl;la adaptación de Medea de Robinson Jeffers; una curiosa selección de piezas isabelinas “escritas por los amigos, colegas,rivales y sucesores de Shakespeare”; seleccionados por Hazelton Spencer; algunas otras antologías de teatro norteamericano moderno o de otras europeas famosas; colecciones de piezas de autores como Henry James o John Arthur Chapman; y las obras para radio de Norman Corwin. Otros volúmenes son otros trabajos bien escogidos de entre los autores de su tiempo como “The potting shed” de Graham Green; de Eugene O’Neill, “El emperador Jones”, o “El largo viaje del día hacia la noche” de Tennesee Williams, “Un tranvía llamado deseo”, “El descenso de Orfeo”, “27 vagones cargados de algodón” y “Camino Real”.

De pronto, Marilyn se nos aparece desde una luz diferente, con una vida interior apenas comunicada y que contribuyó a la larga,no en una mejor adaptación al medio, sino en una dura batalla para la conquista de su lugar en el mundo, más allá de las expectativas que había creado su propio personaje. Asombra, sobre todo sus libros de psicología —“Moisés y el monoteísmo” y la correspondencia de Sigmund Freud—, como sobre el pensamiento de izquierda en Estados Unidos, una pequeña colección que al Senador McCarthy la habría encantado quemar —“The failure of success” de Esther Milner; “The unfinished country” de Max Lemer; “America the vincible” de Emmeth John Huques; “A socialist faith” de Norman Thomas, o “The roots of american communism” de Theodore Draper —nada mal para una mujer que dijo del Presidente de Estados Unidos “lo que me une a John es que él haría cualquier cosa por su país y yo también”.

Poseyó algunos libros de divulgación científica, sentía especial predilección por la física nuclear y poseía algunas obras de Einstein, incluso una dedicada; mismos que acompañaban a otros de decoración o cocina; como si quisiera apropiarse del mundo, se acercaba a culturas muy diferentes de la suya; nunca he podido dejar de pensar que el modelo de la Lula Mae de Capote debía ser Norma Jean pero que, una vez convertida en Marilyn —que no en Holly Golightly— habría abierto ventanas al mundo tan diversos como la cultura judía o la lengua francesa.

De varias formas Marilyn solía expresar su gusto por la cultura francesa; hablaba poco francés y su pronunciación distaba mucho de ser perfecta y, aunque era suficiente para darse a entender, no lo era para leer con fluidez suficiente, en su biblioteca se encontraban al menos dos diccionarios francés-inglés; pero es abundante su colección de literatura francesa en ediciones traducidas al inglés, por ejemplo, de Saint Exupéry, “La sabiduría de las arenas”; sobre ese libro en particular Les Harding recuerda que Marilyn le regaló a Di Maggio un reloj que tenía grabada la famosa cita del Principito: “Lo esencial es invisible para los ojos…”, luego de leerlo, el beisbolista le dijo estupefacto a su esposa: “Y eso que demonios significa”. Entre los clásicos franceses de su biblioteca se encuentran, además de Flaubert, “Lo rojo y lo negro” de Stendhal; “Camille”, de Dumas. Sin embargo, dentro de las letras francesas, Marilyn prefería las entonces nuevas tendencias que identificaban la literatura con la filosofía; sus librerías albergaron la biografía de Aragon y “La caída” de Camus, “La mujer pobre” de Léon Bloy y “La ley” de Vailland; aunque no se encuentra entre su colección ningún libro de Jean Paul Sartre, el filósofo hizo público su deseo de que fuera la Monroe la protagonista femenina para una versión cinematográfica de la vida de Freud que a principios de la década de 1960 estaba preparando, y que se filmó en 1962 con Susannah York en el papel que Sartre había ideado para Marilyn.

Salvo la literatura rusa y, desde luego la norteamericana, ninguna mas que la francesa ocupó un lugar tan importante entre sus libros; ahí podían encontrarse junto a Rabelais todos los volúmenes del tiempo perdido de Proust, también Zola y Molière.

Pero no todos sus reinos fueron de este mundo; la biblioteca de Marilyn presenta un fuerte contenido espiritual y religioso que fluye del cristianismo al judaísmo y que se manifiesta en distintos libros de oraciones, narraciones de contenido místico y estudios religiosos diversos; en ese sentido, uno de los libros más curiosos de la colección es un catecismo católico para niños que, con cierta seguridad, puede considerarse que acompañó a la diva durante casi toda su vida; otros cuantos libros más en torno a diferentes creencias incluida la Bahai.

Si bien es cierto que Miller no era un judío practicante y que nunca le pidió a Monroe que se convirtiera al judaísmo, para la actriz representó una especie de pausa en el camino y una inesperada oportunidad tanto de ingresar a un mundo de escritores, poetas e intelectuales, como de realizar, en sí misma una renovación  espiritual. Para ese momento la personalidad de MM  presentaba ya severas disfunciones pero es también un tiempo en que los libros están más presentes y los temas espirituales son más recurrentes en su conversación. La transición del cristianismo al judaísmo se vió reflejada en la biblioteca; además de dos ediciones de la Biblia que compartían espacio en una Torah que le obsequió la hija de Strasberg y tres diferentes libros de oraciones judías, Sidurim con y sin comentarios. De Marilyn puede decirse que era una mujer con una gran diversidad de intereses, no solo mundanos y aunque saltaba inconstante de uno a otro, tendía a profundizar en las relaciones con personas importantes en cada uno de sus temas; fue sobre todo, una magnífica coleccionista de personalidades, como si nunca hubiera logrado acabar con Norma Jean, coleccionista de autógrafos. En ocasión del octavo aniversario de la fundación del Estado de Israel, Abba Eban visitó los Estados Unidos; en aquella ocasión, el senador Kennedy le presentó a Marilyn al entonces ministro de exteriores del joven Estado judío; poco tiempo después, Eban recordaría que Monroe le había causado una impresión física más potente que el propio Kennedy.

Henry Miller presentó a su esposa con Saul Bellow; en la biblioteca de Marilyn no hay ejemplares de las obras de Bellow; sin embargo, se puede decir que entre ellos hubo un flujo de entendimiento; para Bellow, la esposa de Miller reunía dos características que llevadas al extremo, como en ella, eran una garantía de destrucción: sensibilidad y belleza; Isaak Dinesen es otro de los autores famosos que entraron a su vida a través de Miller y aunque ella, en algunas ocasiones dió cuenta de la lectura de las obras de Dinesen y que él mismo recordó haberlas comentado con MM, no hay ninguno de sus trabajos entre los 438 libros que se subastaron como su biblioteca; no resulta descabellado pensar que en los cincuenta y tres años que el acervo permaneció almacenado se hayan extraviado algunos volúmenes. Dinesen recordó siempre sus sesiones de baile con la esposa de su colega y de ella decía que irradiaba una vitalidad inagotable y una inocencia increíble. Un misterio aún irresuelto en torno a la relación con los escritores es su correspondencia con T.S. Eliot, pues aunque jamás hizo referencia a algún tipo de amistad con el poeta y que tampoco aparecieron libros de su autoría en la colección Monroe, cuando sus bienes fueron empacados, aparecieron varias cartas amistosas firmadas por Eliot; si bien algunos arguyeron que se trataba de alguna forma de fraude o broma, las firmas son bastante convincentes, algunas cartas, incluso terminan con la mención: “Con todo mi amor, T.S.Eliot”.

En la biblioteca de Marilyn hay dos volúmenes de William Faulkner: “Mientras agonizo” y “El sonido de la furia”; respecto de ésta última, Faulkner declaró que sería Marilyn la actriz ideal para su versión cinematográfica; la película se filmó en 1959 con Joanne Woodward en el estelar femenino.

Diversas notas demuestran que el ejemplar de “On the road” que Marilyn poseía fue leído varias veces, lo cual no deja de ser curioso especialmente si consideramos que ambos fueron alumnos de Strasberg y que lejos de cultivar una amistad, su relación fue una serie de desencuentros hasta que Kerouac abandonó la actuación; desde luego, ella no fue seguidora de los beatnicks y no existen en su acervo más volúmenes de sus autores. Por otra parte, si existió una relación de amistad con Somerset Maugham de quien leyó “The Summering”, “Of human bondage”, cuya versión cinematográfica, dirigida por Henry Hathaway y protagonizada por Kim Novak, había sido ideada originalmente para Monroe y James Dean; leyó también de Maugham una curiosa antología denominada “Three famous french Romances”. James Michener también gozó de su amistad, en la biblioteca se conserva autografiado “Hawaii” de su autoría.

Una de las amistades más entrañables que el matrimonio con Miller le trajo a Marilyn fue la de Carl Sanburg. El viejo poeta y la joven diva entablaron una relación muy profunda a la que ambos dieron públicamente el carácter de abuelo y nieta. Exenta de deseo aunque plena de seducción entre ambos, resultó una emanación de belleza y juventud para el hombre que era cuarenta y siete años mayor y que la sobrevivió cinco; para ella el resultado fue la paz y la comprensión que otros hombres le negaban o no podían darle; las fotografías que existen de ambos los presentan siempre en un ambiente distendido, informal y casi familiar; se los aprecia bailando o bebiendo un martini, ella abrazándolo mientras el poeta la mira con dulzura y condescendencia; en una de ellas, captada en la reunión que, entre otras, tuvieron en la casa del fotógrafo Arnold Newman en Nueva York, parece captar la naturaleza de su relación, el rostro de Marilyn está oculto por su rubia cabellera, su frente reposa sobre el hombro de Sandburg mientras él omite mirar al lente de Newman y avisora el horizonte como oteando cualquier peligro que pudiera aparecer; se le nota sereno  pero atento,dulce y seguro mientas su mano derecha reposa en la nuca de Marilyn sin alcanzar a convertirse en caricia pero transmitiendo protección y paz. Luego de la muerte de Marilyn, el viejo bardo publicó en la revista “Look” un artículo intitulado: “Tributo a Marilyn de un amigo”, en él, Sandburg describió las notas particulares de su relación con el mito buscando humanizarla y rescatando características y virtudes que solían omitirse en el momento en que el escándalo ensombrecía la memoria de la amiga. En su artículo, el escritor de ochenta y cuatro años decía: “No era la típica estrella de cine. Había algo  “democrático” en ella. Era el tipo de persona que después de cenar lava los trastes, aunque no se lo pida. Ella me hubiera interesado, incluso si no fuera una gran actriz”; esa relación sin poses ni estridencias arraigó muy profundo en el corazón de ambos, como como artistas y como humanos, por eso, del momento horrendo en que el viejo —que se supone más próximo a la muerte que su amiga— se entera del supuesto suicidio dice: “treinta y seis es simplemente demasiado joven… ojalá hubiera estado con ella ese día… creo que la habrían convencido de no quitarse la vida. Tenía mucho por qué vivir”; la sombra de la muerte de Marilyn acompañó a Sandburg durante los últimos cinco años de su vida, como si experimentara cierta culpa de haber sido el abuelo que no había podido estar en el lugar preciso y en el momento exacto para cuidar de su nieta; de ahí, tal vez, que Sandburg, desde entonces aprovechará cada ocasión posible para dar a conocer las virtudes de su nieta simbólica y que la prensa se empecinaba en ignorar: “tenía una mente fuera de lo común. Encontré que era bastante leída. Así que le regalé una edición de mi poesía completa. Yo quería que ella la tuviera”. En la biblioteca de Marilyn, además de ese libro que el abuelo le obsequió y autógrafió figuran “The family of Man” y la enorme biografía  de Abraham Lincoln y que Miller tanto ponderaba.

De otro de los grandes de la literatura de su tiempo, John Steinbeck, puede decirse que formaron importantes lazos de colaboración pero no de amistad, de cierta forma ambos se temían y se respetaban de modo que tendieron brechas insuperables que sólo podían colmarse en el trabajo donde la admiración debía ceder terreno a la eficiencia. Juntos trabajaron en una peculiar película que reunía cinco historias que él mismo narraba: “O. Henry’s full house”; la primera de las historias dirigida por Henry Koster con guión de Lamar Trotti, estuvo protagonizada por Charles Laughton, Marilyn y David Wayne. Se suele decir que el propio Steinbeck habría deseado que Marilyn actuara con James Dean en la adaptación de “Al éste del Edén”, el proyecto no fue posible y curiosamente en el estreno de la película, a la cual no asistió James Dean, hicieron de acomodadoras Marlene Dietrich —que para hacer más suculento el enredo, también había tenido un affaire con JFK— y Marilyn. En la biblioteca de Monroe figuran algunas obras del premio Nobel: “El corto reinado del Príncipe IV”, “Hubo una vez una guerra” y “Tortilla flat”.

A despecho y desagrado de Miller Marilyn compartió algunas borracheras con Dylan Thomas en el Hotel Chelsea de Nueva York; en ellas era costumbre que el galés leyera algunos fragmentos de su poesía a la norteamericana y aunque no hubo más que aquella camaradería alcohólica, Monroe se convirtió en una especie de promotora oficiosa de sus libros; en las estanterías del fondo de Marilyn se conservaron “Portrait of the artist as a Young dog” y “Under milk wood”.

Cuando Marilyn era discípula Strasberg en el Actor’s Studio, la estudiante interpretó a Blanche Dubois en una ejecución que le valió la admiración del maestro y que fue el arranque de una relación ardua y difícil que apenas podemos denominar amistad con el autor de “Un tranvía llamado deseo”.

Tennessee Williams era un hombre frágil y atormentado que solía impresionarse con la belleza y potencia de Monroe; para ella escribió “Baby Doll”  cuya puesta en 1956 no pudo ser protagonizada por Marilyn. Años después de la muerte de MM, Williams publicó un pequeño artículo en el que dio cuenta de su impresión sobre la muerte de una mujer que lo llenaba de sentimientos encontrados; desde su título se asoma la complejidad de esos sentimientos: “Marilyn Monroe tuvo lo que quería”. Un extraño homenaje a la muerte joven y a la belleza:

Está bien llorar por Marilyn Monroe. Lo hice y lo sigo haciendo, fue trágico pero también afortunado. Hay chicas hermosas, tristes y tontas por todo el mundo que lo soportan lo peor que pueden, pero que nunca darán vida en la pantalla, bañarse en perfume o colmar los sueños de quienes aman la belleza o el dolor o que se preguntan como sería ser poseedor de tal poder sexual…

Dejémoslo ahí, admiremos la belleza pero sigamos adelante. No hay nada más ahí. Una cara bonita con una historia triste. Marilyn siempre dijo que quería ser considerada, que quería ser amada, que quería estar en paz y sentirse segura…creo que Marilyn Monroe tuvo lo que quería…

No son pues las palabras de un amigo, pero sí de un admirador subyugado; si para Williams sólo queda ahí una cara bonita con una historia triste, no puede dejar de reconocer que esa muerte lo ha conmovido y más que eso, lo ha llenado de estupor porque esa chica contradictoria ha entrado en la eternidad en plenitud de gracia y belleza, algo que el artista no puede dejar de envidia. Su amargura radica también en su coparticipación en los crímenes simbólicos acometidos contra MM a lo largo de su vida, complicidad de silencio que ya no tenía remedio y que retornaría a Williams cada vez que los recuerdos le devolvieran una cercanía que nunca pudo ser plena; en su artículo, aunque disimulado y avergonzado, Williams confiesa su complicidad culposa, pero se escuda en la generalidad sistémica del abuso y aún se cubre con otros a quienes destaca como culpables en grados aún superiores a los suyos:

Si usted quisiera ser famoso, entonces debería construirse un mito o un producto, y Marilyn, rodeada de gente hambrienta de atención, decidió explotar su triste infancia, su incapacidad de amar y ser amada, la prisión de su belleza cremosa, y funcionó. Nunca lo hicimos y nunca lo haremos, mirarla y admirar su actuación —admiraremos su busto y su trasero y sus risitas estúpidas— Marilyn siempre fue y siempre será aquel angelical pastel rancio sobre el que escribió Truman; merengue que ocultaba una navaja de afeitar, lista para destruir el encanto o a la persona que se sumergía en ella. Nos detenemos y la observamos ahora a causa de la tragedia, el suicidio y las conspiraciones —de los estudios, y los reporteros y por los gurús y los asesores y por los Kennedy — para explotarla, abusarla y destruirla.

No deja de admirar la amargura bajo la que Williams oculta su propio sentimiento de injusticia y culpa; es completamente falso que Capote se refiriera a Marilyn de esa manera; es cierto, por otra parte que Williams jamás se refirió a MM en esos términos a lo largo de su vida; al contrario, la tuvo siempre como una magnífica actriz y, aparentemente, como una amiga querida aunque lejana.

En la biblioteca de MM hay tres obras de Tennesee Williams, “La primavera romana de la Sra. Stone”, novela perfecta sobre la condición de la mujer madura y que Monroe alcanzó a ver en la pantalla bajo la dirección de José Quintero y con guión de Gavin Lambart y Jan Read, protagonizada por Vivian Leigh y Warren Beatty, “Camino Real”, y “Un tranvía llamado deseo” que contiene las notas de Marilyn tanto de su preparación para encarnar a Blanche Dubois, como en otras épocas de su vida; la obra tiene un especial significado para Marilyn, particularmente en su relación con Strasberg, a quien en su momento nombró como único heredero.

Así pues, si es cierto, como señala el lugar común, una biblioteca es una radiografía íntima de su propietario, la de MM señalan espíritu complejo y una personalidad multifacética, algunos de sus libros son auténticas joyas poco comunes en bibliotecas más sencillas, como un ejemplar del “De humanis corporis fabrica” de Andrea Vesalius; otros, son obras de gran aliento y profundo sentido cultural; constan en su inventario los volúmenes del Cuarteto de Alejandría de Dwrrell; temas de análisis muy serio,sobre las preocupaciones que entonces reinaban en el debate intelectual como “Minister of death: The Adolf Eichman Story” del juez Quentin Reynolds —famoso por su célebre libro de memorias “Sala de jurados”—; contenía una pequeña pero muy selecta sección de literatura rusa que apreciaba especialmente por su sentido espiritual; en ella figuraban “Ana Karenina” de Tolstoi y “Humo” de Tuergeneiev; y muy próximos al centro de su corazón los libros de Dostoievsky: “La casa de los muertos”; “Crimen y castigo” y, uno de sus libros más queridos, “Los hermanos Karamazov” del que siempre acarició la idea de encarnar a Grushenka, sueño que nunca fue posible. Sobre la incomprensión que reinó en torno a Marilyn, está el hecho de que para Edgar Hoover, no solo la relación con Kennedy, hicieran a MM objeto de sospechas y espionaje, lo fue también su colección de escritos políticos en torno a la izquierda en Estado Unidos, su relación cercanísima con Sinatra  y con Elia Kazan, éste último que tuvo que comparecer frente a la comisión inquisitorial de McCarthy con el resultado ominoso de la delación del director de cine contra sus colegas y amigos. Para Hoover, Marilyn era comunista y sus películas estaban financiadas por sus correligionarios, sus sospechas —que en el caso del padre de la CIA y del FBI eran sentencias por sí mismas— se vieron acrecentadas con la visita de MM a México en la que , según él, se habían verificado reuniones con distintos grupos comunistas; la complicada relación de la actriz con los hermanos Kennedy, la patológica obsesión de John con las mujeres y las sospechas de Hoover son algunas de las razones que han inspirado las teorías que ven la muerte de Marilyn más como un homicidio de Estado, que como un suicidio.

Amigos, amantes, sueños, ídolos y fuentes de paz fueron los libros y los autores que MM conservó en su biblioteca; ahí están “Adiós a las armas” y “El sol también amanece” de Hemingway; ahí está “Suave es la noche” de Fitzgerald; leídos y releídos los ejercicios espirituales y “La última tentación de Cristo” de Kazantzakis; muestras de su vida cotidiana como “The new joy of cooking” de Inna S. Rombauer, que conserva manchas de aceite, harina y tomate, que muestra insistentes marcas en sus recetas favoritas y hasta una lista de compra de puño y letra de la cocinera aficionada; muestras de cariño indelebles como “ The flore in drama and Glamour” de Stark Young dedicado por Lee Strasberg en la navidad de 1955; un ejemplar de “Mujer” dedicado por la autora Lina Roland; la Torah que le dedicó Paula, la hija de su querido maestro en 1956, sus textos de estudio que la fueron convirtiendo en la actriz que un día llegó a ser, como el triple volumen de O’Neill que contenía “Anna Christie”, “The Emperor Jones” y “The Hairy ape”, de los que en 1956; Marilyn dió vida al personaje de Anna bajo el magisterio de Strasberg; el ejemplar de “Born Yesterday”, de Garson Kanin con el que preparó su audición para la versión cinematográfica que, sin embargo, perdió frente a Jully Holliday; incluso el que la acompañaba en el momento de su muerte, su última lectura: “Dr. Newmann, M.D.” de Leo Rosten.

Marilyn disfrutaba siendo fotografiada mientras leía, muchas de esas constancias gráficas son imágenes espontáneas y a diferencia de las que, en efecto fueron planeadas, se alejan del glamour y dejan ver a una mujer absorta, gozosa de aprender y exhibiendo una coquetería inocente y congénita; imágenes de Marilyn tendida en su sofá estudiando el método; leyendo los libros de Miller apoyada en las librerías de su marido, en la cama con la mirada fija en “Leaves of Grass” de Withman; leyendo a Joyce o a Proust en los descansos de una filmación, una curiosísima de ella, arrodillada casi como un gato leyendo un libro que yace en el suelo; en traje de baño leyendo sonriente a la orilla de una piscina y acaso la más hermosa de todas; ella, apenas maquillada, con el cabello corto y despeinada, su mirada absorta casi mística, en un traje de baño cómodo pero no sexy, sentada en un desvencijado juego infantil leyendo el Ulises de James Joyce. Esa es la imagen que mas quiero de esa mujer prodigiosa.

Hoy, cuando el tiempo ha pasado, cuando las décadas se han acumulado y las evidencias han destruido el prejuicio dejando ver no a una intelectual ni a la rubia tonta, sino a un ser humano complejo,rico y esperanzado; ahora que, cuando pienso en aquellas divas que formaron en mí el ideal de belleza, mis suspiros corren más hacia Audrey Hepburn, no dejo de pensar que nuestro prejuicio es error, que engendra condena y crueldad. No lo sé, tal vez, en realidad, los caballeros las prefieren rubias.

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Muerte súbita, de Álvaro Enrigue. La literatura como imaginario

Disfrute usted del fraseario de una de las mejores novelas de nuestra actualidad. La pluma de Álvaro Enrigue transforma la historia que toca en un ejercicio de imaginación en torno a nuestra identidad y nuestro lugar en el mundo.

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Se arreglaba con un gusto inesperado para alguien con el oficio de ángel asesino: portaba anillos caros, calzones entallados con brocados excesivos, camisas de terciopelo azul real que no correspondían a su condición de hijo de puta, literal en todos los casos. Tenía una melena castaña rajada por trazos claros en la que se trenzaba con gracia de payo las joyitas de poca monta que le estafaba a sus mujeres, sometidas con las distintas sobre armas las que Dios le había dado magisterio.

Ya no era cosa de vida o muerte, sino de victoria y derrota -valores mucho más complejos y duros de llevar porque el que pierde un duelo a espada no tiene que vivir con ello.

Gracias a la saliva el rebote salió raro. El lombardo ni siquiera fue por él a pesar de que claramente lo habría podido alcanzar. Esperó a que la pelota dejara de rodar, la levantó y la secó en sus calzones antes de devolverla, acusando la trampa del español, pero sin quejarse. El gesto surtió efecto: una cosa era faltar a la regla de la caballerosidad como un macho desbocado y otra hacer trampa a escondidillas, como una monja. Al poeta le supo mal ser sí mismo. El duque no cantó el punto. Se repite, gritó.

El 4 de octubre de 1599 fue un día soleado en Roma. No consta que Francisco de Quevedo haya estado ese día ahí, pero tampoco que estuviera en ningún otro lado.

Todo ese aparato para demandar que los Estados Generales coronaran a Isabel Clara Eugenia, cosa que simplemente no podía suceder. Francia no había sido gobernada por una mujer desde que en 1316 se implementó la ley Sálica. Menos si era española, zurda, gorda, padecía un ligero retraso mental y se comía las uñas y de los mocos.

A Osuna ni siquiera hubo necesidad de indultarlo. En los países en que se habla español, nunca le pasa nada a los dueños de grandes apellidos, a menos que se metan con gente de apellidos más grandes que los suyos -no era el caso de los pobres soldados degollados.

Los italianos, perfectamente relajados, se quitaron los sombreros al verlos acomodarse en la galería. Se acercaron todos a saludarse de mano. Aunque los españoles llevaban espadas -el papa le tenía prohibidas las armas a los ciudadanos de Roma-, no sólo fueron cordiales todos con todos, sino hasta cariñosos -a la manera en que lo son los desconocidos que sobrevivieron a una borrachera. Hubo abrazos. Los más fuertes del duque, para contar puñales debajo de las capas.

Juana no recordaba esa segunda parte que su madre enunciaba a carcajadas. La vieja pensó un poco y le dijo que la cláusula «juego con ellas cuando quiero» la había agregado ella, pensando que su padre se refería a las pellas con que solía jugar pelota vasca con otros veteranos de guerra. ¿Y lo extrañas?, preguntó Juana tocándose la barriga en la que ya chapoteaba Catalina, la niña que con los que años se casaría con Pedro Téllez Girón, duque de Osuna. ¿A quién? A papá. Ya me tocó viejo y rico, cuando el pobrecito se sentía un noble de verdad y trataba de comportarse como un caballero. Soltó otra risa un poco histérica para decir: Era un lobo con bonete. ¿Pero te gustaba? La viuda peló los ojos y dejó caer el bordado en su regazo para acentuar el dramatismo de la frase que seguía: A quién no le iba a gustar, era Hernán Cortés, se los xingó a todos.

Ni la viuda del conquistador ni su hija Juana regresaron nunca a México, pero tampoco desarrollaron mucho interés por el entorno peninsular en que pasaron el resto de su vida. Como toda la descendencia de Cortés, encontraban inexplicable que la Nueva España infinita dependiera de ese bodoquito de país en el que los hombres se vestían con medias y se daban de gritos hasta cuando estaban de buen humor. Se hablaban más lenguas en el jardín de la casa de mi padre que en toda la Vieja España, solía decir Juana a manera de ingrata explicación por su poco interés en Europa, donde en realidad había sido recibida magníficamente. No se volvió un florero como su madre, que aceptaba todas las invitaciones para luego no decir nada en los saraos, pero tampoco se distinguió por su entrega a la clase a la que pertenecía peculio y, a partir del parto de su hija Catalina-futura duquesa de Alcalá-, por sangre.

Con el tiempo las Descalzas le vendieron la casa del conquistador a las monjas de una orden irlandesa que la conserva y que, al parecer, ha integrado a las disciplinas de su enclaustramiento el considerable suplicio que representa soportar el asedio nocturno de las cuatro mil almas en pena reventadas a espada, lanza y arcabuz que los sueños de don Hernán dejaron embarradas en los muros.

Tres años después de haberse insubordinado al gobierno de Cuba no sólo era la máxima celebridad de Europa, se convirtió en el príncipe de todos los que le parten la madre a algo sin darse cuenta. Es el santón de los peleoneros, los litigiosos, los incapaces de reconocer su propio éxito. El capitán de todos los que habiendo ganado una batalla imposible pensaron que era sólo la primera y se hundieron en su propia mierda con la espada en alto. El conquistador no era el prohombre que la duquesa de Alcalá le vendía a su hijas, pero era un modelo indiscutiblemente más divertido que los almirantes de pedregales del otro lado de la familia.

Mandó llamar al duque de Osuna el día anterior al comienzo de las fiestas. Le dijo que cuando ella muriera las armas del conquistador iban a ser suyas porque ninguno de los Martines Cortés era tan tonto como para volver a España. Luego le extendió su mano de loca, que por un momento fue el nido en el que descansaban todos los infortunios pasados y futuros de la América inmensa: tenia en el puño un gorrioncito negro mate que enmarcaba una imagen irreconocible por el desgaste. Es el escapulario de Cortés, le dijo: tu regalo. El duque abrió las palmas para recibirlo como si fuera una hostia. No es que creyera el cuento del abuelo infinito de su prometida, pero entendía que la mujer le estaba entregando un alma. Está hecho con el pelo que le cortaron al emperador Cuauhtémoc después de asesinarlo, dijo; que te proteja: mi padre nunca se lo quitó y se murió de puro viejo debiendo más vidas que nadie. Osuna lo vio en sus manos con sensaciones que oscilaban entre el miedo y el asco. Póntelo, dijo la vieja.

Por la noche se sacó el escapulario la camisa para enseñárselo a Catalina. Se despedían después de cenar con los parientes que habían llegado al Palacio de los Adelantados para atender las fiestas. Ella lo vio con sorpresa. Raro que te lo haya dado, le dijo. El duque se alzó de hombros. En realidad es horrible, respondió. Era un rectángulo tejido con un hilo negro finísimo, muy resistente. Tenía incrustada una figura que ya no se podía identificar. Qué es?, le preguntó a su prometida. Una virgen extremeña, la Virgen de Guadalupe; se lo hicieron los indios; si lo pones junto a una vela, brilla solo. Osuna se acercó a un candelero y no notó nada. Movió el escapulario hasta que el golpe oblicuo de la luz lo encendió: reconoció de inmediato la figura de una virgen de manto azul, rodeada de estrellas. La iridiscencia del objeto era tan aguda que parecía que la estampa se movía. Lo soltó, asustado. ¿Quema? No seas bruto, le respondió su futura mujer. Ella lo tomó y lo hizo brillar de nuevo. Se ve así porque está hecho con plumas, le explicó. ¿Plumas? De ave, hacían así las imágenes, para que brillaran.

Se volvió a meter el escapulario bajo la camisa. Tenía que irse para descansar antes de que empezara los banquetes. Hizo una venia. Catalina todavía le preguntó, antes de que se retirara, de qué tanto había hablado con su madre por la tarde. De tu abuelo, de un jardín muy grande, de Cuernalavaca.Te acompaño al corredor, agregó. Bajaron del brazo las escaleras. Fue ya llegando a la puerta: en que se separarían para no volverse a ver hasta que estuvieran casados que Osuna le preguntó con curiosidad sincera y tal vez un poco alarmada: ¿Y tú qué dirías que quiere decir xingar?

Tampoco era que el profesor tuviera grandes pruritos sobre el ejercicio de la sexualidad: le parecía que en términos de textura y presión, no había gran diferencia entre el coño de una borrega madurita y el culo del artista más grande de todos los tiempos, así que igual se lo tiraba en nombre de la experimentación científica.

Cortés le pidió al indio Cristóbal Mexicaltzingo que, antes de acomodar la cabeza imperial en su clavo, le cortara la greña. Juntas todo el pelo y se lo llevas a doña Marina, le dijo al indio, desdoblándose las mangas para sentarse a tomar el desayuno en el jacal del cacique. Le dices siguió, que me teja con él un escapulario con el que me protejan mi Dios, mi virgen y los demonios de Guatemótzin. Se sacó del cuello una cadena de la que pendían un dije de plata que mostraba a la Virgen de la villa de Guadalupe

Un retrato que le hiciera justicia a Pío IV tendría que ser un retrato en la mesa -un cuadro de luz y sombra en el que estuviera presidiendo la gran cena del Barroco. Su párpado fue, después de todo, el aperitivo de todas las hogueras de la modernidad.

Buscas en Roma a Roma, ¡oh peregrino!, Y en Roma misma a Roma no la hallas.

Seguramente afuera los esperaban los demás actores de la pintura, todavía vestidos en personaje. El soplaculos y el tatuador deben haber cruzado la plaza, ya retacada de feligreses y comerciantes, ovacionados por los que se hayan emocionado pensando que lo que estaba sucediendo era de verdad importante -lo era, pero no lo podían saber porque el futuro no puede recordarse.

Cuando seis años después, el martes de carnestolendas de 1525, Cortés le dio al indio Cristóbal la orden de que degollara al emperador encadenado, ya todo se había jodido tanto y todos habían cambiado de cancha tantas veces que le decían Marina a Malitzin y era a él a quien llamaban Malinche. Ya todos hablaban las lenguas de todos y habían fundado sin darse cuenta una tercera nación ciega a su propia belleza que nunca nadie ha podido entender.

La conversación entre mexicanos y españoles siguió más o menos en ese tenor durante toda la primera etapa de la conquista de México, que concluyó con la estancia, ya reseñada un poco más atrás, de Cortés y sus hombres en Tenochtitlán. Es uno de los casos en que mejor se demuestra que a veces un montón de gente puede no entender absolutamente nada, actuar de manera impulsiva e idiota y aun así alterar el curso de la Historia severamente.

Hablaron sentados a la mesa, como los dos enemigos acérrimos que terminan siendo todos los que habiendo cogido mucho y muy bien dejaron de hacerlo.

En esos días, la punta del Sacro Imperio había dejado de ser un arma o un caballo y era el canto superior del ejemplar de Utopia de Vasco de Quiroga: la expansión de Europa llegaba hasta donde él apuntaba con su libro. Vamos a poner ahí un taller de orfebrería, le decía el obispo a los indios, que lo querían tanto que le llamaban Tata -<<abuelo>>-, y señalaba un solar con el canto de su tomo. Ahí nacía, sin que lo supieran los indios tal vez él tampoco, una nueva rama de ese árbol hospitalario que también quiso y supo ser el Sacro Imperio. Pónganme una escuela ahí. Un hospital. El canto de Utopia. Otra rama.

Pero todo esto lo sabemos nosotros, que vivimos en un mundo en el que el pasado y el presente son simultáneos porque las Historias se escriben para que creamos que A conduce a B y por tanto tiene sentido. Un mundo sin dioses es un mundo en la Historia, en las historias como esta que estoy contando: ofrecen el consuelo del orden. Entonces el mundo, el mundo que Quiroga había inventado, era un mundo alucinante y sin dirección, creciendo en la mano de un Dios reconocido y otros clandestinos, todos pujando por el significado de las cosas: la cuenca del lago Pátzcuaro una gota de saliva divina en la que, como en un sueño, los misterios estaban expuestos.

La descripción de una obra de arte, como la de un sueño, detiene y vuelve decrépito un relato. Una obra de arte sólo sería contable si modificara la raya que va dibujando la Historia, y si una obra de arte, como un sueño, vale la pena ser recordada, es precisamente porque representa un sitio ciego para la Historia. El arte y los sueños no nos acompañan porque tengan la capacidad de mover cosas, sino porque detienen el mundo: funcionan como un paréntesis, un dique, la salud.

El arte de conversar, de Oscar Wilde. Para disfrutar de nuestro fraseario

Ofrecemos el fraseario de un libro de excepción: El arte de Conversar de Oscar Wilde, traducido por Roberto Frías y editado en Barcelona por Ediciones Atalanta.

Sin gazmoñerías, reflexiones con una guía sutil y magnífica para adentrarse en los meandros de la naturaleza humana.

 

El debe ser muy respetable. Uno jamás ha oído su nombre antes, a lo largo de toda su vida, y eso, actualmente, enaltece a un hombre. Una mujer sin importancia 

CECILY: Un hombre del que se habla mucho es atractivo siempre. Después de todo, uno intuye que algo tendrá.  La importancia de llamarse Ernesto

SEÑORA ALLONBY: El hombre ideal […] debe decir siempre más de lo que quiere y querer siempre más de lo que dice. Una mujer sin importancia

SEÑORA ALLONBY: El hombre ideal […] nunca debería criticar a otras mujeres hermosas; eso mostraría su falta de buen gusto o haría sospechar que tiene demasiado. Una mujer sin importancia 

[…] un caballero natural, el peor tipo de caballero que conozco. El abanico de Lady Windermere

Llorar es el refugio de las mujeres sin gracia y la ruina de las bonitas. El abanico de Lady Windermere

Se necesita una mujer completamente buena para hacer algo completamente estúpido. El abanico de Lady Windermere

No creo que exista una sola mujer en el mundo que no se sienta halagada si uno le hace el amor. Es eso lo que hace a las mujeres irresistiblemente adorables. Una mujer sin importancia

Treinta y cinco años es una edad muy atractiva. La sociedad londinense está repleta de mujeres de la más alta cuna que, durante años y por propia voluntad, se han quedado en los treinta y cinco. La importancia de llamarse Ernesto.

No me importa que las mujeres simples sean puritanas. Es la única excusa que tienen para ser simples. Una mujer sin importancia.

Las mujeres nos aman por nuestros defectos. Si tenemos suficientes nos lo perdonarán todo, incluso un gran intelecto. Una mujer sin importancia

Las chicas estadounidenses son tan ingeniosas al ocultar a sus padres como las inglesas al ocultar su pasado. El retrato de Dorian Gray.

Ella fue hecha para ser la esposa de un embajador. Ciertamente, posee la inusitada facultad de recordar los nombres de las personas y olvidar sus rostros. Una mujer sin importancia

Estoy harto de las mujeres que me quieren. Las que me odian son mucho más interesantes. El retrato de Dorian Gray.

La única manera de comportarse con una mujer es haciéndole el amor, si es bonita, y si es fea, haciéndoselo a alguien más. La importancia de llamarse Ernesto.

Ser adorado es una molestia. Las mujeres nos tratan como la humanidad trata a sus dioses. Nos alaban y siempre nos piden que hagamos algo por ellas. El retrato de Dorian Gray.

Una mujer sólo puede reformar a un hombre aburriéndolo tanto que éste pierda todo posible interés en la vida. El retrato de Dorian Gray

Si una mujer no puede hacer que sus equivocaciones parezcan encantadoras, es sólo una hembra. El crimen de Lord Arthur Savile.

Sólo las mujeres muy feas o muy hermosas ocultan alguna vez su rostro. La duquesa de Padua

Hay sólo una verdadera tragedia en la vida de una mujer. El hecho de que su pasado es siempre su amante, y su futuro, invariablemente su esposo. Un marido ideal.

Prefiero a la mujeres con pasado; es muy divertido hablar con ellas. El abanico de Lady Windermere.

Uno siempre puede ser amable con la gente que no le importa. El retrato de Dorian Gray

Es absurdo dividir a la gente en buena y mala. La gente es encantadora o tediosa. El abanico de Lady Windermere

La gente de hoy se comporta con perfecta monstruosidad: habla mal de uno y a sus espaldas, diciendo cosas que son completa y absolutamente ciertas. Una mujer sin importancia

Estoy seguro de que no conozco a la mitad de la gente que visita mi casa, y ciertamente, por lo que me han dicho, no debería intentarlo. Un marido ideal

Me agradan los hombres con futuro y las mujeres con pasado. El retrato de Dorian Gray.

Ya no apruebo ni desapruebo nada. Eso es adoptar una actitud absurda ante la vida: no hemos venido a este mundo a pavonearnos de nuestros prejuicios. Nunca advierto lo que la gente común dice y nunca interfiero en las acciones de la gente encantadora. El retrato de Dorian Gray

Todo arte es inmoral. La emoción por la emoción es la meta del arte. Y la emoción por la acción es la meta de la vida. El crítico como artista

Podemos perdonar a un hombre por elaborar una cosa útil , siempre y cuando no la admire. La única excusa para crear algo inútil es que se lo admire intensamente. Todo arte es bastante inútil. El retrato de Dorian Gray 

Ningún artista tiene simpatías éticas. En un artista, una simpatía ética sería un imperdonable manierismo de estilo. El retrato de Doran Gray

Los únicos retratos creíbles son aquellos en los que queda muy poco del modelo y mucho del artista. La decadencia de la mentira.

La gran superioridad de Francia sobre Inglaterra se debe a que en Francia todo burgués quiere ser un artista, mientras que en Inglaterra todo artista quiere ser un burgués. (En conversación).

Mentir, decir cosas hermosas y falsas, ése es el verdadero objetivo del arte. La decadencia de la mentira

Es posible que un toque de naturaleza hermane al mundo entero, pero dos toques de naturaleza destruirían cualquier obra de arte. La decadencia de la mentira.

El arte es nuestra vigorosa protesta, nuestro heroico intento de enseñarle su sitio a la Naturaleza. La decadencia de la mentira.

Desvelar el arte y ocultar al artista, ésos son los objetivos del arte. El retrato de Dorian Gray

El secreto de la vida es no tener nunca una emoción poco elegante. Una mujer sin importancia.

El «Libro de la Vida» comienza con un hombre y una mujer en un jardín y termina en Apocalipsis. Una mujer sin importancia

La vida es sencillamente un mauvais quart d´heure, hecho de exquisitos momentos. Una mujer sin importancia

La vida jamás es justa … Y quizá eso es algo bueno para la mayoría de nosotros. Un marido ideal 

Uno puede tolerar las desgracias; vienen del exterior y son accidentes. Pero sufrir por los propios errores… ¡Ah, ahí está la gracia de la vida! El ábanico de Lady Windermere

La vida en la ciudad nutre y perfecciona los elementos más civilizados del hombre; Shakespeare no escribió más que pasquines chabacanos antes de venir a Londres, y no escribió una sola línea después de irse. (En conversación) 

Vivimos en una época que lee demasiado para ser sabia y que piensa demasiado para ser bella. El retrato de Dorian Gray.

Cuando los dioses quieren castigarnos responden a nuestras plegarias.  Un marido ideal. 

La ética, como la selección natural, hace posible la existencia. La estética, como la selección sexual, hace la vida más amable y maravillosa, la llena de nuevas formas, le aporta progreso, variedad y cambio. El crítico como artista.

[…] aunque lo intentamos, no podemos alcanzar la realidad que subyace a las cosas. Quizá la terrible razón de ello es que no hay más realidad en las cosas que su apariencia. (En conversación) 

El mundo es el escenario, pero la obra tiene un pésimo reparto.  El crimen de Lord Arthur Savile

Escribí cuando no conocía la vida. Ahora que entiendo su significado, ya no tengo que escribir. La vida no puede escribirse; sólo puede vivirse. (En conversación)

[…]  el mundo no me escuchará ahora. Es extraño lamentarse (antes no lo hubiera creído posible) de que uno haya tenido tanto tiempo libre: un ocio que me parecía tan necesario cuando yo mismo era un creador de hermosos objetos.

(En conversación)

El señor Zola está decidido a demostrar que si no tiene genio por lo menos puede ser insulso.  La decadencia de la mentira

Entre Hugo y Shakespeare se agotaron todos los temas. La originalidad es imposible, incluso al pecar. Así que ya no que dan verdaderas emociones, sólo adjetivos extraordinarios. (En conversación)

Matthew Arnold era un buen poeta, pero estaba muy equivocado; siempre intentaba alcanzar lo más difícil: conocerse a sí mismo. Y a veces por eso, a mitad de sus más hermosos poemas, dejaba de ser el poeta y se convertía en el inspector escolar. (En conversación)

Balzac: era una combinación extraordinaria de temperamento artístico y espíritu científico. El estudio formal de Balzac reduce a nuestros amigos vivos a sombras y a nuestros conocidos a sombras de las tinieblas. La decadencia de la mentira

Llamar a un artista morboso sólo porque su objeto de trabajo es la morbosidad es tan tonto como llamar a Shakespeare demente sólo porque escribió El rey Lear. El alma del hombre bajo el socialismo.

Hay dos maneras de despreciar la poesía: una es despreciándola y la otra es leyendo a Pope. (En conversación)

Si uno no puede disfrutar un libro una y otra vez, no tiene sentido leerlo. La decadencia de la mentira

Los libros que el mundo llama inmorales son los libros que muestran al mundo su propia vergüenza. El retrato de Dorian Gray

Sobre Charles Dickens: Hay que tener un corazón de piedra para leer la muerte de la pequeña Nell y no reírse. (En conversación)

Para conocer la cosecha y la calidad de un vino no es necesario beberse toda la botella. Media hora debe ser suficiente para decidir si un libro vale la pena o no. Diez minutos deberían bastar si uno posee el instinto para la forma. ¿Quién quiere vadear todo un libro insulso? Con probarlo basta.  El crítico como artista

Cuando el público dice que una obra es groseramente incomprensible quiere decir que el artista ha dicho o hecho algo hermoso que es nuevo. Cuando describe un trabajo como groseramente inmoral quiere decir que el artista ha dicho o hecho algo hermoso que es verdadero. El alma del hombre bajo el socialismo.

La literatura siempre se anticipa a la vida; no la copia, sino que la modela a su antojo. El siglo diecinueve, tal y como lo conocemos, es en gran medida una invención de Balzac. La decadencia de la mentira

Después de tocar a Chopin me siento como si hubiese llorado pecados que nunca cometí, como si me hubiese dolido de tragedias que no eran mías. Siempre me parece que la música produce ese efecto: crea un pasado que ignorábamos y nos llena con la sensación de pesares que se han escondido de nuestras lágrimas. El critico como artista 

El único encanto del matrimonio es que vuelve completamente necesaria una vida de engaños para ambas partes. El retrato de Dorian Gray

¿Cómo puede una mujer ser feliz con un hombre que insiste en tratarla como si fuera un ser absolutamente natural? Una mujer sin importancia.

Su capacidad para el afecto familiar es extraordinaria; al morir su tercer marido, el cabello se le puso rubio por la pena. El retrato de Dorian Gray 

DUQUESA DE BERWICK: De hecho, nuestros maridos se olvidarían de que existimos sino le fastidiáramos de vez en cuando sólo para recordarles que tenemos el derecho totalmente legal de hacerlo. El abanico de Lady Windermere

El amor puede canonizar a la gente, los santos son aquellos a quienes más se ha amado. (Carta a Robert Ross, 28 de mayo de 1897)

Siempre hay algo ridículo en las emociones de la gente a la que dejamos de amar. El retrato de Dorian Gray

Los hombres quieren ser siempre el primer amor de una mujer. Ahi está su torpe vanidad. Las mujeres tienen un instinto más sutil para las cosas: prefieren ser el último romance de un hombre. Una mujer sin importancia.

¡Los misioneros, querido! ¿No te das cuenta de que los misioneros son la comida que la divina providencia envía a los indigentes y desnutridos caníbales? Cuando están a punto de morir de inanición, el Cielo, en su infinita misericordia les envía un buen misionero carnoso.  (En conversación)

Ser natural es la pose más difícil de mantener. Un marido ideal 

Toda la mala poesía surge de un sentimiento genuino.  Ser natural es ser obvio, y ser obvio es ser inartístico.  El crítico como artista

Todos deberíamos llevar el diario de otro. (En conversación)

Apuñalaría a su mejor amigo con tal de escribir un epigrama en su lápida. Vera o los nihilistas.

EI primer deber en la vida es ser lo más artificial posible. No se ha descubierto el segundo deber.  Frases y filosofías para el uso de los jóvenes

Hay que ser siempre un poco inverosímil.  Frases y filosofías para el uso de los jóvenes

Nunca hay que debutar con un escándalo; eso se reserva para amenizar la vejez. El retrato de Dorian Gray 

Los ingleses poseen el milagroso poder de transformar el vino en agua. (En conversación) 

No creo que viva para ver el nuevo siglo: si comienza otro siglo y yo sigo vivo, será realmente más de lo que los ingleses pueden soportar. (En conversación) 

Actualmente lo tenemos todo en común con Estados Unidos, a excepción, por supuesto, del idioma. El fantasma de Canterville

Es una superstición popular que al visitante de los más lejanos rincones de Estados Unidos se le llama extranjero, pero cuando fui a Texas me llamaron capitán, al llegar al centro del país me decían coronel, y al acercarme a la frontera con México, general(En conversación; Estados Unidos) 

Quizá después de todo América nunca haya sido descubierta. Yo diría que sólo ha sido detectada. El retrato de Dorian Gray

Sobre las chicas estadounidenses: Hermosas y encantadoras: pequeños oasis de hermosa irracionalidad en un vasto desierto de práctico sentido común. (En conversación)

Al salir de su patria, algunas mujeres norteamericanas adoptan una apariencia de enfermedad crónica: creen que es una especie de refinamiento europeo. Una mujer sin importancia

No hay parafernalia ni pompa ni maravillosas ceremonias. Solo vi dos procesiones: en una iban los bomberos precedidos por la policía y en la otra iba la policía precedida por los bomberos. (En conversación; Estados Unidos)

El patriotismo es la virtud del vicioso. (En conversación) 

Hay que ser una obra de arte o llevar puesta una. Frases y filosofías para el uso de los jóvenes

No tiene nada, pero lo parece todo: ¿qué más se puede pedir? La importancia de llamarse Ernesto

Llevaba demasiado rouge y casi nada de ropa. En una mujer, eso suele ser un síntoma de desesperación. Un marido ideal

En cuestiones de suma importancia lo crucial es el estilo y no la sinceridad. La importancia de llamarse Ernesto 

Quizá haya dicho lo mismo antes, pero mi explicación será siempre diferente. (En conversación) 

El asesinato es siempre un error… Uno nunca debe hacer algo que no se pueda contar después de la cena. El retrato de Dorian Gray

Me gusta cuando sólo hablo yo; ahorra tiempo y evita las discusiones. El cohete excepcional

La mente de un hombre muy bien informado es algo terrible. Es como una tienda de baratijas, repleta de polvo y monstruos, donde todo cuesta más de lo que vale. El retrato de Dorian Gray

Un cigarrillo es el ejemplo perfecto del placer perfecto: es exquisito y lo deja a uno insatisfecho. El retrato de Dorian Gray

El alma nace vieja y se vuelve joven; ésa es la comedia de la vida. Y el cuerpo nace joven y se vuelve viejo; ésa es su tragedia. Una mujer sin importancia 

Hay muchas cosas que podríamos desechar si no temiéramos que otros las recogieran.  El retrato de Dorian Gray

Los parientes son sencillamente un tedioso grupo de personas que no tienen la menor idea de cómo vivir ni el más mínimo instinto de cuándo morir. La importancia de llamarse Ernesto

Después de una buena cena se puede perdonar a cualquiera, incluso a los amigos. Una mujer sin importancia 

En Inglaterra, a las personas de clase baja les pasa algo extraordinario: siempre están perdiendo parientes. Son muy afortunados en ese aspecto. Un marido ideal

El secreto de permanecer joven es una desmesurada pasión por el placer. El crimen de Lord Arthur Savile

Mi deber como caballero no ha ínterferido nunca, ni en lo más mínimo, con mis placeres.  La importancia de llamarse Ernesto

Ningún hombre civilizado se arrepiente de un placer, y ningún hombre incivilizado llega a conocerlo. El retrato de Dorian Gray

A veces se elogia a los pobres por ser ahorrativos, pero recomendar a los pobres el ahorro es grotesco e insultante. Es como aconsejara un hombre hambriento que coma menos. El alma del hombre bajo el socialismo

En cuanto a los virtuosos pobres, se les puede compadecer, pero no es posible admirarles. El alma del hombre bajo el socialismo 

La risa no es un mal comienzo para una amistad y es, con mucho, su mejor final.  El retrato de Dorian Gray 

Cuando conocemos a alguien por medio de un elogio es seguro que aflorará una amistad de verdad: todo ha comenzado de la manera correcta.  Un marido ideal

Cualquiera puede simpatizar con los sufrimientos de un amigo, pero se requiere de una naturaleza muy superior para simpatizar con el éxito de un amigo.  El alma del hombre bajo el socialismo 

Me atrevería a decir que si le hubiera conocido no sería su amigo en absoluto. Conocer a nuestros amigos es algo muy peligroso. El cohete excepcional 

Elijo a mis amigos por su buen aspecto, a mis conocidos por su buen carácter y a mis enemigos por su buen intelecto. No tengo ninguno que sea un tonto; todos son hombres de cierta. capacidad intelectual y, por consiguiente, todos me aprecian. El retrato de Dorian Gray

La moralidad es tan sólo la actitud que adoptamos hacia la gente que personalmente nos desagrada. Un marido ideal

Cuando uno lee la historia se siente absolutamente enfermo; no por los crímenes que los malvados han cometido, sino por los castigos que los buenos han impuesto. Se brutaliza infinitamente más a una comunidad mediante el empleo habitual del castigo que por el ocasional acontecer del crimen. (En conversación)

¿Quiere saber cuál es la tragedia de mi vida? Que he puesto mi genio en la vida y sólo el talento en mis obras.  (En conversacion)

La belleza es una forma del genio, aunque en realidad es más alta, pues no requiere explicación; El retrato de Dorian Gray

Una idea que no es peligrosa, no es digna de ser llamada idea. El crítico como artista

Sólo alguien superficial necesita años para despojarse de una emoción. Un hombre que es dueño de si mismo pone fin a una pena con la misma facilidad con que inventa un placer. El retrato de Dorian Gray

Un sentimental es sencillamente alguien que desea tener el lujo de una emoción sin pagar por ella.  (En conversación)

Experiencia es el nombre que todos dan a sus errores. El abanico de Lady Windermere

Los únicos escritores que han influido en mí son Keats, Flaubert y Walter Pater. Y antes de encontrarme con ellos ya había recorrido más de la mitad del camino con tal de conocerles. (En conversación)

Qué triste: la mitad del mundo no cree en Dios y la otra mitad no cree en mi. (En conversación)

Los perros de Padura, o la historia como novela

En algún momento de nuestras vidas, todos estamos llamados a testificar la grandeza y la miseria de nuestro tiempo; pero sólo unos cuantos tendrán la fortaleza de asumirlo, y nadie fuera de la perspectiva del tiempo que pasa, tendrá la capacidad de comprenderlo. Acaso los más geniales, los protagonistas y los privilegiados puedan atinar algunas conclusiones certeras, pero ninguno podrá entender del todo el magnífico y abigarrado mosaico de causas y azares al que llamamos realidad y al cabo del tiempo, denominamos historia. Es ahí donde la literatura se vuelve reconstrucción y supera a la historiografía en sus posibilidades totalizadoras.

No resulta extraño que el lector, frente a una buena novela histórica se sienta más cómodo que ante el libro de historia; no es raro que asuma como vivientes a los personajes y tampoco lo es que demos por cierta la historia que en realidad sólo lo es en parte.

1948, de Yoram Kaniuk y El hombre que amaba a los perros (http://www.tusquetseditores.com/titulos/andanzas-el-hombre-que-amaba-a-los-perrosde Leonardo Padura, por citar un par de magníficos ejemplos, enfrentan una paradoja habitual para quienes narran hechos enmarcados en la corriente general de la historia; el de la libertad del creador que aún siendo enorme, se encuentra limitada por hechos que van más allá de su deseo y voluntad.

Si el autor transgrede esos límites; cruza los linderos de la narración histórica, renuncia a la reconstrucción y recupera su absoluta facultad de novelar; si lo hace en el ámbito de lo ya sucedido, se ubica en la ucronía. Si es en lo inédito, en el de la novela en la más amplia de sus acepciones. En ambos casos, lo que parece desmitificación no es sino la creación de nuevos mitos; donde parece haber claridad y sinceridad histórica, lo que hay es intención literaria y oficio de escritor.

La libertad del autor nunca es absoluta, está ceñida por la lógica y por la naturaleza que él mismo ha creado para sus personajes. Ha de ser absolutamente fiel al mundo que ha creado, pero al tratarse de la reconstrucción histórica; debe ser fiel al destino de los personajes, de los incidentales que él mismo ha creado, como de los centrales cuyos hechos están determinados por la historia que lo precede. En el primero de los casos se comportará como el Dios del Antiguo Testamento, y en el segundo, como el coro de una tragedia griega, disipará las grujas del destino, pero no podrá alterarlo.

En la lucha por reconstruir el tiempo pasado y dotarlo de sentido, en ese esfuerzo por quebrantar la presencia de los espejos para entrar lisa y llanamente en la contemplación directa de lo sucedido; el autor no permanece insensible frente a la realidad que ha escogido y de la que se ha apropiado. Lo que el lector no puede olvidar es que la realidad reconstruida por el novelista vuelve a surgir y a ocurrir conforme la pluma va recreándola en el papel, una realidad a la que el propio autor no puede someterse sino de la cual se vuelve partícipe; por eso, la reconstrucción nunca es fiel ni aspira a serlo, pero siempre ha de ser convincente, y ante todo:creíble.

Es innegable, necesitamos la fidelidad del historiador para conocer los hechos, tanto como la narración para creérnosla y hacerla nuestra.

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