Cuenta la leyenda que Erasmo de Rotterdam solía viajar con su biblioteca embarcada en un carromato que lo seguía a donde quiera que iba; Quevedo, inmortalizó en un poema la fidelidad de la compañía que proveen los libros: “Retirado en la paz de estos desiertos/ con pocos, pero doctos libros juntos/ vivo en conversación con los difuntos y escucho con mis ojos a los muertos”.
Viajar en compañía de un libro es siempre una opción emotiva e inteligente; dispone de enormes ventajas, no gastará dinero en compras absurdas e innecesarias, no discutirá por la calidad o el servicio de nuestro restaurante favorito, no exigirá una sala más en un infinito museo en el que ya gastamos cuatro horas cuando la calle reclama nuestra presencia; será paciente, comprensivo, alentador y evocador. Pero en esa infinita bondad, tendrá, al menos una exigencia, que uno acepte, sin remedio que su presencia se infiltre, silenciosa y constante en la forma que vemos el lugar que visitamos y tiña de su color, para siempre, el recuerdo de ese viaje. Elegir un libro como compañero de travesía no es una elección que deba tomarse a la ligera.
Ginebra, hacia 1998, era un hervidero de diplomáticos, organismos no gubernamentales, y burócratas de las mas variopintas profesiones. Yo, entre los de esa última especie, iniciaba una carrera como enviado del gobierno mexicano a la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual; tenía entonces 27 años una imaginación febril y una ansia lectora ya afianzada y de la que todavía no puedo ni quiero escapar.
Cuando me notificaron que debía hacer mi primer viaje a Ginebra, luego de recibir instrucciones precisas, de recoger el material donde constaban las partes medulares de lo que debía hacer, de aquellas otras que podría hacer solo si era necesario y de las que nunca, por ningún motivo podría hacer o decir, mi principal preocupación era elegir un libro para aquel viaje. La elección no era fácil.
En mi imaginación me veía como un misterioso emisario latinoamericano dispuesto a exponer mi vida para defender nuestras revoluciones frente al embate reaccionario del imperialismo yanqui; lamentablemente la cortina de hierro se había venido abajo casi diez años antes y mi Mata-Hari cubana no tuvo la gentileza de aparecer. Me imaginé como un valiente enviado del gobierno mexicano encargado de rescatar cuantas víctimas de las dictaduras, fascismos, guerras e invasiones necesitaran el abrigo generoso de la República que me honraba en representar y que mi augustos predecesores habían salvado en tiempos de la Segunda Guerra Mundial; sin embargo para mi decepción, no había conflictos candentes en el mundo y el único que se me acercó para solicitarme auxilio fue un colega nicaragüense que me pidió prestados cinco francos para el transporte porque esa mañana había olvidado el monedero en el hotel y no quería repetir la hazaña de volver andando hasta su habitación. Esta romántica pero imprecisa lógica tal vez habría sido útil para escribir una novela, pero no para elegir a un compañero para este tipo de viaje; de haberla seguido había elegido, “El pasajero de Frankfurt”, de Agatha Christie; tal vez, “La Tempestad”, de Manuel de Prada o alguna clásica como “¿Arde París?” de Le Carré y Collins, pero preferí dejarme llevar por otros instintos.
Antes y después de la estancia en Ginebra estaría unos días en Paris, debía hacer no una sino dos elecciones, la suiza era un acertijo pero la financiera no admitía dudas, me hice acompañar de “Rayuela” de Julio Cortázar.
Tomé mi viejo ejemplar de “Rayuela”, la mítica edición de Alfaguara que nos acompañó a los lectores cortazareanos de la década de 1980; aún lo conservo y contiene tanto mis subrayados originales como los apuntes de aquel viaje. De las dos lecturas posibles que ofrece Julio Cortázar para sus libros, elegí, desde luego la mas larga, el acento no lo puse ni en Oliveira ni en la Maga; para esos días yo ya había renunciado a ser Oliveira y mi mujer superaba a la Maga y no tenía tantas manías. El acento debía ir en el personaje principal: la ciudad; con la ruta previamente diseñada y armado con mi volumen, comencé a andar desde el Quai de Conti para cruzar el Pont des Arts, límpido entonces antes de que algún humorista neurótico con visas de turista de guía mínima comenzara a arruinarlo con un candado alentando a miles de imitadores; me esperaban las vitrinas de la sala egipcia del museo de Louvre y más adelante me detuve en el barrio de Les Halles, ocupe un lugar en Le Chien qui fume y leí presa de un frenesí que no pude detener sino hasta garrapatear algunas notas en los márgenes del libro, la Rue Dauphine, la de la Huchette, la plaza de Nôtre Dame, la Rue Sommerard, hogar de Oliveira, cada cansancio un café y un par de capítulos; Rue Valette -la de los primeros amores -, la Monje, hogar de la Maga, y el reposo en el kiosko a unos pasos de la fuente de Médicis en el Luxemburgo, acompañando al cigarrillo con el París-Mente, la sempiterna bebida esmeralda hecha de jarabe de menta y agua mineral; la Rue Monsieur le Prince ya casi agotado pues embebido en un mundo que habiendo nacido ficticio se tornaba real a cada paso que daba, el Carrefour de L’ Odéon en el corazón de Saint Germain y la noche parisina me había ya emboscado con su peculiares encuentros hacia un gran final por la Rue de Tournon sin encontrar las huellas de Berte Tiepat, me acerco al final, Rue Madame, tierra de escritores, para culminar en Sévres-Babylone; recojó el día en Closerie de Lilas, el queso de Brie y la copa de Médoc. He cumplido con Cortázar, Mañana será Ginebra.
La elección de un libro apto para ir a Ginebra no había sido sencilla; desfilaron opciones, pensé en la poesía de Blaise Cendrars, pero me remitía más a París que a Ginebra; en Rousseau, invocado y desechado ambos por obvios motivos. La respuesta vino de pronto y el feliz resultado fue producto de un accidente prodigioso.
Jorge Luis Borges estuvo muy ligado a la ciudad de Ginebra a todo lo largo de su vida; ahí llegó en 1914 buscando refugio en una Europa ya envuelta en la Gran Guerra, acompañando a su padre en la búsqueda de una cura para su propia ceguera; ahí cursó sus estudios secundarios en el liceo Jean-Calvin, que aún existe y funciona y cuyo tejado es inconfundible. Volvió a Ginebra en 1986, ya enfermo de cáncer y casado con María Kodama, para morir en la ciudad de su adolescencia. Sus restos reposan en el cementerio de Plain-Palais y su tumba es por sí misma, un acertijo literario y anglosajón que, sin duda, hubiera probado.
La lápida que señala el lugar de reposo del maestro es la señal de uno de sus mejores cuentos: Ulrica. En su parte frontal se lee, “De Urica para Javier Otálora”, los protagonistas del cuento y al mismo tiempo, una dedicatoria de Kodama para Borges, en la parte posterior, una cita en anglosajón, tomada de la saga Volsunga, que sirve de epígrafe en Ulrica.
Visitar la tumba era uno de mis principales objetivos en la ciudad. Si ya había cumplido con el seguimiento puntual de los pasos de Cortázar optar por Borges me parecía una necesidad imperiosa, me decidí por “El libro de arena”, que entonces aún no había leído.
En los ratos libres de las maratónicas sesiones de trabajo que muy lejos estaban del imaginario que me había construido, avanzaba en el libro, dando saltos entre los lugares donde podía retirarme a beber un café, fumar un cigarrillo y leer; entre los cafés y restaurantes del Plain-Palais, los otros de la Rue de Mont Blanc y los de la plaza del Palacio de Justicia, me enamoré de una ciudad que no dispone de muchos admiradores pero sí de fieles fanáticos de la relojería y defensores acérrimos de su tranquilidad, a la que muchos llaman aburrimiento, de ahí que una muy querida colega brasileña solía decir que los funerales en Río eran más divertidos que los carnavales de Ginebra; pero a mi me pareció una ciudad íntima aunque cosmopolita, austera gracias a la pureza de su lujo y sobre todo, uno de los lugares más favorecedores para un amante en la lectura y de los libros. Andando así, sin mapa ni rumbo fijo, el viernes que las dependencias de la ONU cierran sus puertas temprano me encontré en un cementerio hermoso y sin otro sobreviviente más que yo, en ese momento, dentro del tomo borgiano me encontraba leyendo “Ulrica”; ahí tuve la revelación que sólo me ha sido concedida en dos ocasiones más, en Barcelona y en Madrid. De pronto me di cuenta que estaba leyendo justo en el lugar, precisamente en el mismo sitio donde sucedían los hechos que Borges narraba en su historia y me sucedió lo que Homero narra en la Odisea: “Blando sopor se apoderó de mi”. Porque si en el París de Rayuela todo acontece puertas afuera de la novela; si la literatura se ha comido el mundo; “Ulrica” operaba al revés; es el libro el que crea la realidad, cifrada en la tumba y en el lugar donde se encuentra.
En 1975, Borges publicó en la editorial Emecé, el libro de Arena, esta serie de relatos reflejan un autor en la plenitud de su obra; con un perfecto dominio de su arte y con un control absoluto de la imaginación; según el autor se trata de su mejor libro y aunque muchos lectores avalamos esa opinión, la critica se divide y algunos proclaman a “Ficciones” como el mejor de sus trabajos; en un fenómeno común, para Gabriel García Márquez, su mejor libro era “El amor en los tiempos del cólera” y no “Cien años de Soledad”.
No requerí pues, de artificios colosales para sentirme el sagaz diplomático que nunca fui y el artero espía que nunca pude ser; supe al fin que esa ciudad de intriga y refugio estaba construida en mi imaginación cultivada con el amor de los libros que nos prepara la vista para recibir las imágenes que la vida nos tiene reservadas.