Viajero al Microscopio: De París a Ginebra dos argentinos en busca de lector

 

Cuenta la leyenda que Erasmo de Rotterdam solía viajar con su biblioteca embarcada en un carromato que lo seguía a donde quiera que iba; Quevedo, inmortalizó en un poema la fidelidad de la compañía que proveen los libros: “Retirado en la paz de estos desiertos/ con pocos, pero doctos libros juntos/ vivo en conversación con los difuntos y escucho con mis ojos a  los muertos”.

Viajar en compañía de un libro es siempre una opción emotiva e inteligente; dispone de enormes ventajas, no gastará dinero en compras absurdas e innecesarias, no discutirá por la calidad o el servicio de nuestro restaurante favorito, no exigirá una sala más en un infinito museo en el que ya gastamos cuatro horas cuando la calle reclama nuestra presencia; será paciente, comprensivo, alentador y evocador. Pero en esa infinita bondad, tendrá, al menos una exigencia, que uno acepte, sin remedio que su presencia se infiltre, silenciosa y constante en la forma que vemos el lugar que visitamos y tiña de su color, para siempre, el recuerdo de ese viaje. Elegir un libro como compañero de travesía no es una elección que deba tomarse a la ligera.

Ginebra, hacia 1998, era un hervidero de diplomáticos, organismos no gubernamentales, y burócratas de las mas variopintas profesiones. Yo, entre los de esa última especie, iniciaba una carrera como enviado del gobierno mexicano a la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual; tenía entonces 27 años una imaginación febril y una ansia lectora ya afianzada y de la que todavía no puedo ni quiero escapar.

Cuando me notificaron que debía hacer mi primer viaje a Ginebra, luego de recibir instrucciones precisas, de recoger el material donde constaban las partes medulares de lo que debía hacer, de aquellas otras que podría hacer solo si era necesario y de las que nunca, por ningún motivo podría hacer o decir, mi principal preocupación era elegir un libro para aquel viaje. La elección no era fácil.

En mi imaginación me veía como un misterioso emisario latinoamericano dispuesto a exponer mi vida para defender nuestras revoluciones frente al embate reaccionario del imperialismo yanqui; lamentablemente la cortina de hierro se había venido abajo casi diez años antes y mi Mata-Hari cubana no tuvo la gentileza de aparecer. Me imaginé como un valiente enviado del gobierno mexicano encargado de rescatar cuantas víctimas de las dictaduras, fascismos, guerras e invasiones necesitaran el abrigo generoso de la República que me honraba en representar y que mi augustos predecesores habían salvado en tiempos de la Segunda Guerra Mundial; sin embargo para mi decepción, no había conflictos candentes en el mundo y el único que se me acercó para solicitarme auxilio fue un colega nicaragüense que me pidió prestados cinco francos para el transporte porque esa mañana había olvidado el monedero en el hotel y no quería repetir la hazaña de volver andando hasta su habitación. Esta romántica pero imprecisa lógica tal vez habría sido útil para escribir una novela, pero no para elegir a un compañero para este tipo de viaje; de haberla seguido había elegido, “El pasajero de Frankfurt”, de Agatha Christie; tal vez, “La Tempestad”, de Manuel de Prada o alguna clásica como “¿Arde París?” de Le Carré y Collins, pero preferí dejarme llevar por otros instintos.

Antes y después de la estancia en Ginebra estaría  unos días en Paris, debía hacer no una sino dos elecciones, la suiza era un acertijo pero la financiera no admitía dudas, me hice acompañar de “Rayuela” de Julio Cortázar.

Tomé mi viejo ejemplar de “Rayuela”, la mítica edición de Alfaguara que nos acompañó a los lectores cortazareanos de la década de 1980; aún lo conservo y contiene tanto mis subrayados  originales como los apuntes de aquel viaje.  De las dos lecturas posibles que ofrece Julio Cortázar para sus libros, elegí, desde luego la mas larga, el acento no lo puse ni en Oliveira ni en la Maga; para esos días yo ya había renunciado a ser Oliveira y mi mujer superaba a la Maga y no tenía tantas manías. El acento debía ir en el personaje principal: la ciudad; con la ruta previamente diseñada y armado con mi volumen, comencé a andar desde el Quai de Conti para cruzar el Pont des Arts, límpido entonces antes de que algún  humorista neurótico con visas de turista de guía mínima comenzara a arruinarlo con un candado alentando a miles de imitadores; me esperaban las vitrinas de la sala egipcia del museo de Louvre y más adelante me detuve en el barrio de Les Halles, ocupe un lugar en Le Chien qui fume y leí presa de un frenesí que no pude detener sino hasta garrapatear algunas notas en los márgenes del libro, la Rue Dauphine, la de la Huchette, la plaza de Nôtre Dame, la Rue Sommerard, hogar de Oliveira, cada cansancio un café y un par de capítulos; Rue Valette  -la de los primeros amores -, la Monje, hogar de la Maga, y el reposo en el kiosko a unos pasos de la fuente de Médicis en el Luxemburgo, acompañando al cigarrillo con el París-Mente, la sempiterna bebida esmeralda hecha de jarabe de menta y agua mineral; la Rue Monsieur le Prince ya casi agotado pues embebido en un mundo que habiendo nacido ficticio se tornaba real a cada paso que daba, el Carrefour de L’ Odéon en el corazón de Saint Germain y la noche parisina me había ya emboscado con su peculiares encuentros hacia un gran final por la Rue de  Tournon sin encontrar las huellas de Berte Tiepat, me acerco al final, Rue Madame, tierra de escritores, para culminar en Sévres-Babylone; recojó el día en Closerie de Lilas, el queso de Brie y la copa de Médoc. He cumplido con Cortázar, Mañana será Ginebra.

La elección de un libro apto para ir a Ginebra no había sido sencilla; desfilaron opciones, pensé en la poesía de Blaise Cendrars, pero me remitía más a París que a Ginebra; en Rousseau, invocado y desechado ambos por obvios motivos. La respuesta vino de pronto y el feliz resultado fue producto de un accidente prodigioso.

Jorge Luis Borges estuvo muy ligado a la ciudad de Ginebra a todo lo largo de su vida; ahí llegó en 1914 buscando refugio en una Europa ya envuelta en la Gran Guerra, acompañando a su padre en la búsqueda de una cura para su propia ceguera; ahí cursó sus estudios secundarios en el liceo Jean-Calvin, que aún existe y funciona y cuyo tejado es inconfundible. Volvió a Ginebra en 1986, ya enfermo de cáncer y casado con María Kodama, para morir en la ciudad de su adolescencia. Sus restos reposan en el cementerio de Plain-Palais y su tumba es por sí misma, un acertijo literario y  anglosajón que, sin duda, hubiera probado.

La  lápida que señala el lugar de reposo del maestro es la señal de uno de sus mejores cuentos: Ulrica. En su parte frontal se lee, “De Urica para Javier Otálora”, los protagonistas del cuento y al mismo tiempo, una dedicatoria de Kodama para Borges, en la parte posterior, una cita en anglosajón, tomada de la saga Volsunga, que sirve de epígrafe en Ulrica.

Visitar la tumba era uno de mis principales objetivos en la ciudad. Si ya había cumplido con el seguimiento puntual de los pasos de Cortázar optar por Borges me parecía una necesidad imperiosa, me decidí por “El libro de arena”, que entonces aún no había leído.

En los ratos libres de las maratónicas sesiones de trabajo que muy lejos estaban del imaginario que me había construido, avanzaba en el libro, dando saltos entre los lugares donde podía retirarme a beber un café, fumar un cigarrillo y leer; entre los cafés y restaurantes del Plain-Palais, los otros de la Rue de Mont Blanc y los de la plaza del Palacio de Justicia, me enamoré de una ciudad que no dispone de muchos admiradores pero sí de fieles fanáticos de la relojería y defensores acérrimos de su tranquilidad, a la que  muchos llaman aburrimiento, de ahí que una muy querida colega brasileña solía decir que los funerales en Río  eran más divertidos que los carnavales de Ginebra; pero a mi me pareció una ciudad íntima aunque cosmopolita, austera gracias a la pureza de su lujo y sobre todo, uno de los lugares más favorecedores  para un amante en la lectura y de los libros. Andando así, sin mapa ni rumbo fijo, el viernes que las dependencias de la ONU cierran sus puertas temprano me encontré en un cementerio hermoso y sin otro sobreviviente más que yo, en ese momento, dentro del tomo borgiano me encontraba leyendo “Ulrica”; ahí tuve la revelación que sólo me ha sido concedida en dos ocasiones más, en Barcelona y en Madrid. De pronto me di cuenta que estaba leyendo justo en el lugar, precisamente en el mismo sitio donde sucedían los hechos que Borges narraba en su historia y me sucedió lo que Homero narra en la Odisea: “Blando sopor se apoderó de mi”. Porque si en el París de Rayuela todo acontece puertas afuera de la novela; si la literatura se ha comido el mundo; “Ulrica” operaba al revés; es el libro el que crea la realidad, cifrada en la tumba y en el lugar donde se encuentra.

En 1975, Borges publicó en la editorial Emecé, el libro de Arena, esta serie de relatos reflejan un autor en la plenitud de su obra; con un perfecto dominio de su arte y con un control absoluto de la imaginación; según el autor se trata de su mejor libro y aunque muchos lectores avalamos esa opinión, la critica se divide y algunos proclaman a “Ficciones” como el mejor de sus trabajos; en un fenómeno común, para Gabriel García Márquez, su mejor libro era “El amor en los tiempos del cólera” y no “Cien años de Soledad”.

No requerí pues, de artificios colosales para sentirme el sagaz diplomático que nunca fui y el artero espía que nunca pude ser; supe al fin que esa ciudad de intriga y refugio estaba construida en mi imaginación cultivada con el amor de los libros que nos prepara la vista para recibir las imágenes que la vida nos tiene reservadas.

Tras los pasos de Alfonso Reyes en Madrid. 100 años después. Jornada final

Sexta jornada. Noviembre 12. Jueves.

De cualquier manera despertar temprano hubiera sido imposible; hemos abierto los ojos cuando nuestros cuerpos así lo han querido, tomamos el desayuno y los diarios dan cuenta de la espiral de confusión y abulia en que va cayendo tan rápido la cuestión catalana; de la cascada de notas que inundaron las primeras planas de ayer se redujeron apenas a una sola noticia predominante sobre la notificación del Tribunal constitucional por la que se hace saber a los líderes soberanistas, Mas y Forcadell, la situación de ilegalidad en la que han incurrido; aunque la Generalitat promete seguir adelante ignorando las suspensión de la declaración de independencia; Artur Mas sigue persistiendo su intento de hacerse proclamar presidente. El intento se va convirtiendo en una penosa comedia de enredos, cada minuto más lejana de los ciudadanos.

Pasear por Madrid disfrutando del buen tiempo es uno de los placeres vedados al turista obligado a cumplir con las escenas de colección cuyos espacios aguardan en la memoria de su dispositivo móvil; libres de cualquier deber recorremos el centro de la ciudad hasta en tanto llega la hora de la recepción en la residencia de la embajadora. Pero antes, sólo para saludar a Pablo y para verificar si no hay ninguna disposición o algún cambio en la agenda. Apenas llegamos cuando se percibe cierta actualidad que antes no habíamos visto; la embajadora acaba de recibir una llamada importante: le han concedido el Premio Cervantes a Fernando del Paso. Aunque todos en la embajada corren apresurados se percibe su ambiente festivo al que somos tan adeptos los mexicanos, una mezcla peculiar de orgullo y asombro que estalla en abrazos y sonrisas.

Aunque hay siempre una diminuta e involuntaria virtud que consiste en tener la fortuna de estar presentes en los momentos históricos o sencillamente peculiares y hemos acumulado ya dos en el transcurso del viaje. Una señal inequívoca de sabiduría es darse cuenta cuando se cumple el supuesto de un viejo dicho: “mucho ayuda el que no estorba”; así es que recojo mi libro y mi libreta y nos despedimos en la puerta de la oficina de Pablo; instantes antes de marcharnos acuña una de esas genialidades verbales que son parte de su talento:

  • ¿Te fijas? Esto hace de Del Paso el príncipe de las “p”.
  • ¿Por?
  • Poniatowska, Pitol, Pachecho, Paz … y Fuentes…
  • ¿Fuentes?
  • Pues sí, Fuentes que nació en Panamá.

Celebro la broma que hará nota mañana cuando se haya publicado; mientras tanto nos vamos pasear sin rumbo y a comprar algunas cosas que nos han quedado pendientes; una vuelta más por las librerías pero no con exceso porque en la noche tenemos cita después de la clausura del coloquio con Raquel y Ricardo para tomar chocolate en Valor y a mirar libros en La Central; compramos unos suéteres en Canalejas, una pequeña tienda de antes de la guerra en uno de los enclaves madrileños de más sabor y solera, la diminuta plaza de Canalejas donde un estupendo como espeso chocase – sí, otra vez el chocolate que no podré tomar igual sino hasta que regrese a Madrid -, una hermosa confitería especializada en los caramelos de violentas que popularizó Alfonso XIII y que son tan bonitos que da pena comerlos y, cerrando la plaza, las confecciones Canalejas cuyo mobiliario es por sí mismo una razón suficiente para visitarla; hemos parado también en Casa Yustas, en Plaza Mayor, una especie de museo dedicado a las gorras, boinas y sombreros, establecida desde finales del siglo XIX y que forma parte de la historia de la capital de todas las españas; fue ahí donde don Alfonso recuerda haber visto un letrero que anunciaba: “ sombreros para hombres de paja” y si mi memoria no me traiciona o me juega alguna mala pasada, se trataba del mismo llamado al que hace referencia Mesonero Romanos en sus “escenas matritenses”; error común y que causa simpáticos equívocos, en un barecito por ahí alguna vez me ofrecieron “ración de calamares grandes” y que alguna vez Pablo y yo, que no acostumbrábamos las hamburguesas, la adaptamos a los tiempos que corrían cuando McDonald’s era nuevo en México y hacía furor en toda la Ciudad de México; en plan de franca broma le preguntamos al cajero si tenían refresco de manzana chica, a lo que el confundido muchacho respondió que uno podía servirse refresco tantas veces como uno quisiera.

En Casa Yustas, después de mucho cavilar me ha decidido a honrar a mis Ruelas, Aranzolos y Mondragones; mis ancestros donostiarras y me he decidido por una txapela de Elósegui; es decir, la más tradicional de las boinas vascas, las mismas que usaba Unamuno y dicen que también Émile Zola; las mismas de las que habla don Alfonso en su crónica de vacaciones por Elogio, en el país vasco. Algún día habré de hacerme tiempo  para recuperar aquellos mis orígenes y también para procurarme el día y el momento para salir de casa portándola con orgullo ya sea en un jubiloso 14 de abril o en una intensa tarde de toros.

Hemos vuelto a tiempo, dejamos nuestros paquetes y un taxi nos deja, puntuales en la residencia de la embajadora. Tranquilos y joviales llegamos para una comida cuyo menú es una sorpresa; la residencia es elegante sin ser suntuosa, es precisa y bonita como un muy prospero hogar mexicano, en el que hay más sinceridad que resunción. Para los mexicanos hay una especie de regocijo mezclado con calidez y orgullo, como si pudieran fundirse el sentimiento de estar un poco en casa con el orgullo de saberse bien representado y la alegría de verse entre compatriotas; este es un sentimiento nacionalista limpio y sano que apela al corazón sin pudor pero sin estridencias.

Hemos comido una excelente carne de puerco en salsa verde con nopalitos, tortillas de maíz a las que los meseros llaman “tortitas” y resulta que uno que viene por unos días y no quiere perderse plato alguno que luego ya no encontrará en México, se encuentra con que ha comido en Madrid uno de los más sabrosos banquetes mexicanos de su vida.

Ya desde la apertura del Coloquio, la embajadora Lajous había dado cuenta del busto de don Alfonso que preside los jardines de la residencia, encontrarlo ha sido como una confirmación de la visita, una especie de palmada en el hombro que certifica el valor de estos días.

Por la tarde, luego de la última mesa en la que Jorge F. Hernández ha estado  más que brillante, al final nos hemos trasladado a un salón poco más amplio  donde todo culmina en fiesta, un recital de canciones de época en en el que “ojos verdes” la copla inmortal que me ha quedado tatuada en el alma, como santo y seña de momentos absolutamente memorables.

Nos iremos en un par de días, mañana sí veremos Aranjuez, no pudo ser antes y es claro  porque, cosa rara, Reyes no recuerda nunca haberlo visitado.

Tras los pasos de Alfonso Reyes en Madrid. 100 años después. Quinta Jornada

Quinta jornada. Noviembre 11, miércoles.

La cuestión catalana sigue sin impresionar al gran público madrileño; anoche el noticiero asturiano fue omiso en el tema – aunque dieron las noticias internacionales en bable – tampoco el servicio de información gallego parece dar mucha importancia al impasse que vive el embrión de la República catalana o del Reino Unido de España y Cataluña.

La edición de hoy de El País, da cuenta del fracaso de Artur Mas para dirigir el proceso soberanista; los días transcurren y no hay investidura de un presidente del Parlament; el supuesto apoyo que todos los partidos habían ofrecido a Mas no ha quedado sino en curiosos jugueteos políticos, el gobierno central se detiene promoviendo una moción constitucional para detener cualquier intento cesesionista, incluso se ordena a los Mossos que denuncien cualquier asomo de delitos de sedición. Para los observadores que no tenemos intereses en los hechos, las cosas van pareciendo claras: todo ha sido una especie de carnaval desaprensivo para no tocar los temas profundos de la vida institucional catalana como la corrupción; además, como latinoamericanos tenemos claro que las secesiones y las independencias no se tramitan en los tribunales constitucionales y es claro que Cataluña no desea tanto su independencia como para llegar a los extremos; el rey por su parte no ha dado pinta de estar enterado. La prensa nacional ha llamado a todo esto: independencia, pan y circo.

El día ha comenzado temprano, hoy es la cita que ha aguardado por semanas, el momento de mi homenaje de gratitud al autor que más he leído, al que más debo no sólo en mi formación intelectual sino, sobre todo, como ser humano: Alfonso Reyes.

Cada vez que  volvemos a algunos de nuestros escritores más queridos le rendimos un homenaje a su presencia y a su transcendencia en nuestra vida; pero en muy raras ocasiones podemos hacer una ofrenda de gratitud a quienes, mediante su literatura nos han hecho la vida más llevadera, los sueños más intensos y los amores más delectables. Eso es lo que me propuse hacer desde que Pablo Raphael, en su misterioso primer mensaje me anunció la posibilidad de participar en el coloquio eso y no más que eso es lo que quise hacer desde que abrí los ojos por la mañana.

Apenas al despertar, Alejandro Pascal, uno de esos amigos queridos que se encuentran a la edad en la que uno no cree que podrían ya hallarse, nos ha llamado para encontrarnos; desde luego, mi estado de ansiedad requiere de un pequeño paseo antes del desayuno; Alejandro que es generoso siempre, ha accedido y nuestros pasos nos llevan, guiados por cierta inercia, como debe ser, al barrio de las letras. Después de una buena tasa de chocolate en Lhardi, las monjas de clausura que guardan la tumba de Cervantes me dicen que no se puede visitar la última morada de nuestro padre sino de 9:00 a 9:30, así que seguimos de frente, doblando esquinas y siguiendo rutas sin sentido, me acompañan mi mujer y mi amigo, se los agradeceré después porque en este momento soy una pésima compañía. Creo buscar los pasos de Reyes, andados hace cien años, busco sus lugares y sus instantes como si su obra y su memoria por partes iguales fueron placas fotográficas abandonadas al azar en los rincones de esta ciudad, su hogar adoptivo; tal vez lo que busco sea algo más, el paso de las letras por mi conciencia, marcas de sus placeres y las cicatrices de sus ideas, la herencia de una República que no pudo ser; así, de pronto, la efigie de Federico García Lorca nos sale al paso, no me atrevería a decir que se trata de una escultura excepcional, ni siquiera sobresaliente, pero tiene, sin duda una particular capacidad de evocación o tal vez sea que la efigie de Federico no resulta sencilla de retratar y no hay monumento suyo en el mundo que alcance a captar su sutileza que de tan liviana resulta enorme; en todo caso, ahí estaba Federico – el poeta que me abrió los ojos a la belleza de mi idioma – con su sonrisa traviesa de niño rico y una paloma en las manos; no pude evitar, en una situación así volver a actuar de una manera descortés y poco sondeada con quienes amablemente me acompañaban, pero tampoco podía evitar detenerme frene al poeta – el autor al que nunca he podido llamar por sus apellidos sino simplemente, Federico – y recordar los primeros versos que leí de él y que me subyugaron para siempre:

Quisiera estar en tus labios

para apagarme en la nieve

de tus dientes…

Al girar a mi derecha el cuadro del prodigio se completa, en el Teatro Español de la plaza, presidido por una foto monumental de la diva casi olvidada, campea el nombre de Margarita Xirgú. Desde niño, nunca he dejado la absurda práctica de considerar los hechos como presagios del futuro cercano: la fortuna de un personaje en el libro que estoy leyendo puede significar que tendré suerte en la primera cita del día; si mis hijos aciertan la frase correcta al despedirse por la mañana significa que encontraré aquello que llevo meses buscando o que encuentre de pronto lo que había renunciado a buscar  hace semanas, un beso puede así, ser el mejor de los presagios; de ese modo, en presencia de dos buenos y entrañables amigos de don Alfonso no podía pensar sino que el día estaría cerca de mi idea de una jornada memorable.

El día de la raza de 1922, como aún entonces de le llamaba  al 12 de octubre, Alfonso Reyes pronunció el discurso en nombre del cuerpo diplomático; por la tarde, la compañía teatral de Margarita Xirgú interpretó un acto de “La niña de Gómez Arias” de Calderón. Esta suerte de coincidencias, de proximidades y colaboraciones durante décadas forjaron una amistad tan larga como profunda. Federico García Lorca, por su parte, representó para Reyes no un amigo cercano, pues en realidad no lo fue, pero sí fue mucho más que eso, una especie de tenue fortaleza en el idioma, la señal de una renovación vital y en un ser humano esplendoroso. Fue en aquellos años del primer Madrid reyesiano que Juan Ramón Jiménez y don Alfonso publicaron Índice en la que Federico hacía sus primeras armas junto a Pedro Salinas, Antonio Espina, José Bergamín, Jorge Guillén, Dámaso Alonso y Gerardo Diego entre otros. Reyes admiró siempre en Federico su infinita capacidad para construir nuevos símbolos y para renovar los existentes, como Doña Rosita la soltera o el idioma de las flores. Por eso, tras su asesinato compuso la cantata ante su tumba:

Madre de luto, suelta tus coronas

sobre la fiel desolación de España

sacudido rosal, zarza entre lumbres.

De pronto, la cariñosa mano de mi esposa me vuelve a la realidad y reemprendemos el camino al Ritz, al desandar lo caminado voy recuperando mi cuerpo, voy regresando al mundo de los vivos, a girones, la literatura se me va desprendiendo de la piel;  recuerdo, al cruzar frente a las cortes, a la Emperatriz de Lavaréis de Jorge Hernández, a quien parece voy a conocer esta tarde. Con mi tropa, no diré que alegre, sino apenas ensimismada,he vuelto al hotel a tomar un fantástico desayuno y he aquí que he vuelto a ser yo entre los míos; mientras el café termina de dar de sí sus últimas partículas de vida, aparece, con la fresca de las once de la mañana Pablo Raphael, con su sonrisa casi infantil que da cuenta de los casi treinta años que ya dura nuestra amistad, me cae de pronto la memoria de una tarde en la casa familiar de los Raphael, el sol cayendo sobre la Bahía de Santiago en Manzanillo, cuando nos pensamos como escritores y nos llamamos por primera vez con la manera que lo hicieron otros viejos amigos, José Vasconcelos y Alfonso Reyes: “hermano mayor y menor”. No he tenido más remedio que desayunar de nuevo y Pablo nos dice que tenemos que ir a nuestra embajada a finiquitar algunos detalles burocráticos, volvemos una vez más a caminar la carrera de San Jerónimo y la plática en la oficina de Pablo fluye con ligereza y alegría, me obsequia con un libro fotográfico de los años de don Alfonso en Madrid. Entre tanto nos ha llegado la hora de comer, nos detenemos en un café cercano a la Embajada y cuando el carillón suena, nos indica que hay que prepararse; ya sólo Adriana y yo caminamos al hotel y me preparo.

Hubiera querido ir andando, pero quiero llegar un poco antes y ella no quiere que arribe perlado de sudor, así que nos llaman un taxi, minutos después estamos a las puertas de la Casa de América; nos hacemos las fotos rituales, nos reciben con afabilidad, somos por primero y me acomete el mismo terror que a todos los que participamos en actos como éste: ¿llegará alguien más?

Aunque hay unos cuantos adelantados y puntualmente personal de la Embajada; en los primeros cinco minutos la sala, impresionante por su arte, está llena hasta la mitad, mi querida amiga Raquel Sánchez, recién casada con el entrañable don Ricardo Ruiz de la Serna, ya llegó. Al final del acto la sala estará llena en su totalidad y habrá llegado también Ricardo.

Palabras de la embajadora Lajos que hacen que los mexicanos nos sintamos orgullosos de nuestra representación, palabras de Pablo que me introducen a la charla y entonces, ha llegado el momento.

Detrás de mí las banderas de México y de España me hacen pensar en que podría haber sido que las dos banderas que están ahí podrían ser tricolores; con este pensamiento que me ha tomado por asalto comienzo mi lectura. Hablo de Reyes y de cómo el exilio convirtió al hijo de familia en un adulto, de cómo el hombre y la necesidad trasformaron al personaje de la provinciana escena cultural mexicana en un auténtico escritor; de cómo el hombre aprendió a diferenciar entre la vocación y el oficio; de la manera en que la generosidad y la amistad españolas que acogieron a do nAlfonso en sus momentos de mayor penuria tuvieron tanto significado para las dos repúblicas y par quienes quedaron huérfanos de la española. Conforme avanzo en mi lectura me doy cuenta que no es de Reyes de quien estoy hablando sino que a través de su modelo, estoy dando cuenta de mi ideal de hombre de letras; cuando dejo atrás los datos históricos y me adentro en la personalidad del escritor, descubro en su pasión por la vida, en su nunca oculta lealtad por los placeres me doy cuenta, en un chispazo de conciencia, del profundo placer que me causa hacer lo que estoy haciendo, de que en realidad Serrat tiene razón cuando dice que “de vez en cuando al vida afina con un pincel, se nos eriza la piel y faltan palabras para nombrar lo que ofrece a los que saben usarla”.

Para que pueda cumplir los tiempos, para no perder la pista y no me olvide que estoy hablando para un público y no pensando en voz alta, Adriana me hace una seña discreta que tenemos convenida desde hace veinte años y que significa que estamos cerca de los límites; justa y oportuna me pone en camino de terminar mi texto y digo, por el placer de decirlo ahí y en ese momento:

Mar adentro de la frente,

por dondequiera que voy,

aunque haya nubes cerradas,

¡Oh cuánto me pesa el sol!

¡Oh cuánto me duele adentro

esa cisterna de sol

que viaja conmigo!

Cuando salí de mi casa

con mi bastón y mi hato

le dije a mi corazón:

– ¡ya llevas sol para rato!-

Es tesoro – y no se acaba

no se me acaba – y lo gasto.

Traigo tanto sol adentro

que ya tanto sol me cansa.

Yo no conocí en mi infancia

sombra, sino resolana.

Las conferencias se suceden, se aparece la imagen de don Alfonso, nos despedimos en la puerta de la casa de Pablo luego de conocer a su hija. Volvemos caminando al hotel, estoy dulcemente satisfecho. Un día entrañable para guardar todo el resto de la vida.

Tras los pasos de Alfonso Reyes en Madrid. 100 años después. Cuarta Jornada

Cuarta jornada. Noviembre 10, martes.

El día de hoy, no sé si felizmente, que eso nunca se sabe sino al paso de muchos años, ha sido histórico. Las cosas son como son y el ejemplar del diario El País que amablemente me han dejado en la habitación del hotel y que, seguramente conservaré por algunos años, da cuenta de algo que podríamos llamar la independencia de Cataluña pero que el rotativo enuncia como un desacato: “La mitad de Cataluña rompe con la democracia española…”, “El Parlament aprueba por nueve votos de diferencia la declaración de secesión…”, “Rajoy se reúne hoy con Sánchez antes de recurrir al Tribunal Constitucional…”, “Mas se ofrece para dirigir el proceso aunque carece de apoyos para ser elegido…”, y aún más: “Firmeza y política ante la insurgencia…”. Aunque el voto dividido parece equivaler numéricamente a un 50 y 50% a favor y en contra, don Ricardo Ruiz de la Serna me explica que, como en tiempos de la proclamación de la República, algunas cuestiones electorales relacionadas con el voto urbano favorecen a los nacionalistas.

Salvo el revuelo que presentan los noticiosos de la televisión y los titulares de los periódicos en Madrid, la calle luce como siempre y los hechos no parecen interesar a nadie con especial énfasis. No puedo dejar de pensar que una historia así, de peculiares identidades regionales, podría solucionarse con una república federal y aunque yo, que no soy español – aunque me gusta decir que no soy “completamente” español, celebro con mis hijos el 14 de abril, como una celebración de libertad, de justicia y de ideal humano, como diría don Alfonso, hecho de bien y de belleza, y creo que del mismo modo en que Reyes lo vio en su tiempo, la república no garantiza el desarrollo económico, ni la estabilidad de los gobiernos pero sí se basa en un principio ético – político y es consecuente con la igualdad de los ciudadanos y con el imperio soberano de la Ley. Hay una gran diferencia con el intento de independencia catalana de 1934 y el de esta ocasión; después de la opresión franquista, tanto España como Cataluña han optado por las vías legales y pacíficas o tal vez, sólo tal vez, no existe en Cataluña un consenso tan amplio como el que había en la era republicana o lo nuevos líderes no han logrado estar a la altura de las circunstancias, en estos días ya se verá como evoluciona la situación; si a don Juan Carlos de Borbón eso de salvar las situaciones – aunque también fabricarlas – era parte de su imagen y tarea, por ahora don Felipe no se ha dejado ver y parece que no es Barcelona el lugar donde tiene su mayor grupo de admiradores.

Hoy hemos tenido que arreglar algunos asuntos pendientes que Aranjuez ha tenido que quedar, de nuevo, para más adelante, así nos hemos dedicado a rastrear los pasos de Reyes en dos de los lugares más familiares para él durante su estancia madrileña: el barrio de Salamanca y el Parque del Retiro.

El parque del Retiro era un lugar habitual para don Alfonso, lo tenía a tiro de piedra de su trabajo y de su casa y es, para todo habitante de la ciudad, un paseo privilegiado, un punto de encuentro y un remanso en esta orbe que, a veces, se afana en ponerse difícil aunque no siempre lo logre. Del verano en el retiro decía Reyes:

Finalmente – último atractivo de la estación  ir a gozar la tibieza de la noche en el Retiro, donde le cine al aire libre calmará con sus luces verdes nuestra sensibilidad fatigada…”

Ahora aunque estamos en otoño, vivimos un fenómeno climático de esos que aparentemente no tienen explicación aunque sin embargo, suceden. Durante unos cuantos días el frío concede una tregua, los cielos se abren con su azul profundo que sólo puede verse en Madrid y se goza de un verano en miniatura que, con toda su dulzura es apenas un aplazamiento del fío que implacable se presentará con el otoño. La dulzura del tiempo nos ha ayudado a caminar y a recorrer Madrid en condiciones más agradables pero no para revivir la tradición del cine al aire libre en el parque; pero sí se encuentran, en profusión, niños en visitas escolares, personas de todas edades haciendo ejercicio y parejas caminando mientras conversan en voz baja; si alguna vez alguien quisiera hacer una paleta de colores ocres y dorados bien podría emprenderla copiando los miles de colores de las hojas caídas de los árboles del Retiro.

Del Ritz al Retiro no hay más de cien pasos; para quien toma la calle de Maura y se dirige a la puerta de España, en tan breve trayecto, ya se encontrará con más hullas del paso de don Alfonso por la capital española; para empezar, el nombre de la calle. Antonio Maura no fue propiamente amigo de Reyes, al mexicano como diplomático y crítico de su tiempo, lo conocía y aunque no parecía compartir sus ideas por completo y manifestar en sus informes diplomáticos ciertas dudas sobre su efectividad política, sí lo muestra como un elemento importante en el lento ascenso del liberalismo frente al desgaste de la corona.

Conforme se avanza hacia el retiro, pero antes de llegar a la esquina, una placa elegante y sobria nos informa que estamos frente al edifico donde María Zambrano vivió sus últimos años. Zambrano, ella sí amiga de don Alfonso, fue una de los más importantes tesoros que el exilio llevó a México; setenta cartas se escribieron entre 1939 y 1959. Por la edad no correspondía a su generación, él era quince años mayor que ella, pero la inteligencia de la filósofa era deslumbrante, fue el propio Ortega y Gasset quien la introdujo en el círculo de Reyes.

Rafael Serrano Figueroa, cuando tuvo en sus manos la publicación que hizo el diario El País del discurso de agradecimiento de María Zambrano al recibir el Premio Cervantes, me obsequió con una frase que desde entonces he atesorado y que puedo citar de memoria:

Para salir del laberinto de la perplejidad y del asombro, para hacerme visible y hasta reconocible, permitidme que una vez más, acuda a la palabra luminosa de la ofrenda: Gracias.

La elegancia de la pluma de María Zambrano es una rara mezcla de ritmo y concepto, no siempre fácil pero siempre provista de profundidad y de cierta serenidad no exenta de melancolía. La colaboración de Reyes y de Daniel Cosío Villegas pudieron salvaguardar la vida de la filosofa y ubicarla en el Colegio de San Nicolás de Hidalgo, en Morelia; el vientecillo que había sido antes tibio y que en la proximidad del retiro se tornaba casi fío, me regala lamedora de la primera lección de Zambrano en su Cátedra del Colegio de San Nicolás:

Por amor a tales recuerdos y a vuestra generosa compañía, seguidme hasta una hermosa ciudad de México, Morelia, cuyo camino no busqué, sino que él mismo me llevó a ella, igual que a tantos otros españoles recién llegados al destierro. Allí me encontré yo, precisamente a la misa¡ma hora que Madrid – mi Madrid – caía bajo los gritos bárbaros de la victoria. Fui sustraída entonces a la violencia al hallarme en otro recinto de nuestra lengua, el Colegio de San Nicolás de Hidalgo, rodeada de jóvenes y pacientes alumnos. Y, ajena desde siempre a los discursos, ¡sobre qué pude hablarles aquél día a mis alumnos de Morelia? Sin duda alguna, acerca del nacimiento de la idea de la libertad en Grecia.

El paso de María Zambrano por México no fue tan prolongado como el de muchos otros, pero sí fue muy fructífero; dejó tras de sí toda una cauda de lectores y de discípulos, también, como pocos, logró volverá a España a disfrutar la paz hasta el último de sus días.

La diferencia entre el viajero y el turista es el instrumento con el que cada cual observa su entorno; el primero es el hombre del microscopio, el segundo prefiere el telescopio; para éste último lo que vale es la distancia, el sello en el pasaporte y la colección de fotos en los lugares que son insignes por el número de visitantes que recibe cada año pero para el otro, lo que en realidad vale es el detalle, el sitio preciso y el mecanismo adecuado es el que encuentra las maravillas donde habitualmente nadie busca; es el hombre de los rincones ocultos y las esquinas con historia. El viajero atento podrá maravillarse con la cantidad de historia acumulada que hay en esos escasos metros del Ritz al Retiro. Siguiendo esa ruta, cuando se ha llegado a la avenida que delimita el parque y uno dobla a la izquierda como dirigiéndose al barrio de Salamanca por la Calle Serrano, como si quisiera llegar a la que fuera casa de Alfonso Reyes, se encontrará con el lugar donde nació Ortega y Gasset. En efecto, Ortega fue un gran amigo de Reyes aunque no siempre compartieron ideas los unía un afecto profundo. Ortega no sólo lo presentó con María Zambrano, sino que don José fue uno de sus primeros benefactores en Madrid al invitarlo a colaborar en el Semanario España, luego en El Imparcial y también en El Sol, como en leal justicia reconoció Reyes en el prólogo a sus Vísperas de España; incluso, Ortega lo llamó para integrarse a los fundadores de la legendaria Revista de Occidente. Tampoco puede olvidarse que fue en el Semanario España donde Reyes y Martín Luis crearon Fósforo y con él la crítica cinematográfica en lengua castellana. Aunque Reyes, en tiempos de la rebelión franquista ofreció a Ortega asilo en México, el español prefirió quedarse en su tierra sin que ello fuera obstáculo para que don Alfonso le dedicara uno de las más hermosas despedidas de cuantas tuvo que realizar para sus amigos que partieron antes de que él mismo se marchara para siempre:

Yo quiero evocar sobre su tumba las palabras de Horacio a Hamlet, envolviendo así en cortesías poéticas las asperidades de la desgracia: “Buenas noches, dulce príncipe; los coros de ángeles arrullen tu sueño”.

De aquel Retiro de su tiempo Reyes recuerda una anécdota singular:

Cuando el escritor José María Chacón era segundo secretario de la Legación de cuba en España, salía de su casa (General Pardiñas 32, barrio de Salamanca). Caminaba a pie hasta el Retiro, tomaba una barquita, cruzaba el lago y , ahí pasar la calle, estaba en su oficina. – yo voy todos los días a mi legación en barca – solía decir. Y era verdad”.

Mañana, al fin, estaremos en el coloquio sobre la vida y la obra de Alfonso Reyes a cien años de su llegada a Madrid; los catalanes – para decirlo con propiedad: algunos catalanes – seguirán amenazando en esa comedia de enredos y bueno, el mundo seguirá rodando para que, dentro de muchos años, alguien pueda escribir una crónica.

Quinta jornada. Noviembre 11, miércoles.

La cuestión catalana sigue sin impresionar al gran público madrileño; anoche el noticiero asturiano fue omiso en el tema – aunque dieron las noticias internacionales en bable – tampoco el servicio de información gallego parece dar mucha importancia al impasse que vive el embrión de la República catalana o del Reino Unido de le España y Cataluña.

La edición de hoy de El País, da cuenta del fracaso de Artur Mas para dirigir el proceso soberanista; los días transcurren y no hay investidura de un presidente del Parlament; el supuesto apoyo que todos los partidos habían ofrecido a Mas no ha quedado sino en curiosos jugueteos políticos, el gobierno central se detiene promoviendo una moción constitucional para detener cualquier intento cesesionista

Tras los pasos de Alfonso Reyes en Madrid. 100 años después. Tercera Jornada

Tercera jornada. Noviembre 9, lunes.

Hubiéramos querido ir hoy a Aranjuez, será mañana. Los lunes, como en gran número de las ciudades del mundo, los museos cierran sus puertas; tanto para dar descanso a sus trabajadores como para realizar tareas que aún cuando no están a la vista, son absolutamente indispensables.

Una curiosa conjunción de coincidencias nos pusieron en camino al museo Thyssen-Bornemisza; primero, porque  era el único abierto en Madrid; además, de 12.00 a 16.00 horas era gratuito por cortesía de una tarjeta de crédito y, tercero por la cantidad de amigos de don Alfonso cuyos pasos no pueden seguirse en Madrid pues son más visibles en Buenos Aires, en Río de Janeiro o en París; pensando en ellos nos venía como regalo darnos una vuelta par visitar a los amigos franceses de don Alfonso. Desde luego, Reyes no podía haber conocido el Thyssen que abrió sus puertas apenas en 1992; sin embargo, el museo como una casa simbólica, alberga el paso de una buena parte de sus amigos de la época parisina.

La relación de Alfonso Reyes con la plástica es importante, comienza desde México a través de Julio Ruelas y principalmente de Diego Rivera, amigo de toda la vida con quien compartió el amargo pan del exilio; fueron muchos los artistas con los que Reyes cultivó su amistad, aún en condiciones muy difíciles; Alfonso Reyes pudo sostener afectos y amistades más allá del paso del tiempo y de las circunstancias como la de una de las primera s mujeres de Diego: Angelina Beloff.

Para el escritor la convivencia con los pintores significaba participar de una existencia más combativa y arriesgada de lo que su docta condición de escritor le permitía y su prudente papel de diplomático le autorizaba; el mundo de los pintores, particularmente en París, era la oportunidad de participar en pequeñas batallas que resultaban graciosa para un hombre que poco antes había dormido acompañado de un fusil, había sido exiliado político y estado en presencia de un general golpista, ebrio y reconocido por sus excesos asesinos; tal vez a muy pocos como él podía aplicarse el título de la magnífica novela de Hemingway, “París era una fiesta”.

El rostro de la amistad de Reyes con los pintores tenía nombre: Diego Rivera; en aquella época el regiomontano veía al guanajuatense no como el monstruo sagrado de la plástica fundacional en México, ni como el azote dude la burguesía internacional y de sus buenas conciencias, sino como el gigantón dulce y sonriente que retrató Amedeo Modigliani, aquel Rivera de entonces era el mismo que expuso por primera vez en Madrid y que Reyes nunca olvidaría:

Cuando el mexicano Diego Rivera expuso en Madrid cuadros cubistas, hubo que pedirle que, al menos por respeto de policía, no exhibiera en el escaparate sus pinturas. Cierto retrato que estuvo expuesto en la callecita del Carmen por milagro no provoca un motín. ¿Dioses! ¿Por qué no lo provocó?, ¡Sus amigos lo deseábamos tanto! Adoro la bravura de Diego Rivera. Él muerde, al pintar, la materia misma; y a veces, por amarla tanto tanto, la incrusta en la masa de sus colores, como aquellos primitivos catalanes y aragoneses que ponían metal en sus figuras. Pintar así es, mas bien, desentrañar la plástica del mundo, hundirse en la fuerza de la forma, acaso intentar una nueva solución al problema del conocimiento.

Aquel Diego había llegado a Madrid como una bomba desmadejada y ocurrente que gozaba, como lo hizo siempre y más a su retorno a México, de escandalizar a las buenas conciencias; muestra de aquel tiempo queda aún en los muros de la Capilla Alfonsina de México, bajo la adveración de la célebre “Plaza de toros” que prácticamente acompañó a don Alfonso toda la vida. Rivera, además fue un puente entre Reyes y Picasso; o tal vez resulte más propio decir que fue el escritor quien sirvió de vaso comunicante entre ambos pintores; no es casual si se considera que los tres huyeron del manierismo y el retoque hacia las fértiles tierras de la sencillez genial; el escritor caminaba así entre los pintores a los que se sumaba Juan Gris, cuya casa sigue siendo para mi una especie de faro en mis andares madrileños, uno de esos puntos de referencia diminutos pero certeros; ubicada detrás de Puerta del Sol, a unos pasos de la Calle Salud que guarda para siempre el secreto del asombro azorado de mis primeras visitas y convive con una sidrería asturiana magnífica y en toda regla que hoy, como hace doscientos años, ofrece un rarísimo y delicioso licor de violetas.

En París, Reyes cultivó la amistad de los cubistas y de los surrealistas, de Cocteau y e Picasso, si con “La Cena” se había adelantado al movimiento surrealista, el cubismo lo toma por asalto y más que su expresión plástica, su capacidad para convocar el genio de su tiempo; ese ambiente creativo lo hizo transitar entre el cine, el teatro, la literatura y el arte; sin embargo, esas experiencias no se quedan para el goce y el crecimiento personal, sino como un camino para servir a sus amigos y para construir indelebles puentes de comunicación con los demás, será cerca del final de su vida cuando se ponga de manifiesto su enorme capacidad para crear redes de amistad y colaboración.

Esa capacidad, por ejemplo, le permitió servir de salvoconducto y auxilio entre el furor de Rivera y la disciplina casi militar de las vanguardias francesas. Recordaba Ryes que cuando Rivera presentó su primera exposición en París y estaba a punto de partir hacia Madrid, se suscitó un malentendido entre los dos pintores; esto debido a que Will, la dueña de la galería donde exponía el mexicano se había expresado en el texto de la invitación, en términos poco amables sobre Picasso; al español aquello lo tenía enfurecido mientras que al mexicano lo había hecho presa de una angustia sin descanso, tanto por no saber como podía reaccionar si Picasso lo encaraba o si trataba de sabotear la exposición como por el riesgo eque, en ambos casos, corría la carrera del aún incipiente genio frente al poder del semidiós que ya entonces era el malagueño. Alfonso echó mano de sus amistades, de su proverbial don de gentes y logró aproximar a los pintores y los puso en camino de una relación duradera, el punto en que solemos atribuir a Diego aquella frase que nos gusta tanto a sus seguidores: “nunca he creído en Dios, pero creo en Picasso”.

En París, en aquel París cubista, el regiomontano circulaba en encuentros e ideas entre Waldo Frank y Guillaume Apollinaire y, de hecho, para don Alfonso, aquella ciudad será siempre cubista:

Mi imagen de Paris, con la moda de aquellos días, es cubista. Cierro los ojos, y miro un París fragmentario, dispuso en diminutos planos que no encajan unos en otros: como dividido y entrevisto por las cuatro patas de la Torre Eiffel…

Y arriba, una danza de chimeneas, y abajo, avenidas, bulevares, calles, callejas, callejones, callejuelas, escaleras, subidas, bajadas, puentes, túneles…

En aquel mundo que abría el universo a Reyes, estuvo plagado de encuentros y proyectos comunes; así Ángel Zárraga introdujo a Reyes en la amistad de Fujita, el fantástico pintor japonés que igual que Bonnard – pero desde el otro lado del mundo – trató de hermanar las tradiciones pictóricas oriental y europea y que realizó magníficos retratos de Reyes y de doña manuela su esposa; también fue Zárraga quien lo presentó con Ilya Ehrenburg que entonces escribía su peculiar “Julio Jurenito” en el que, bien visto, pueden encontrarse algunas pistas de la presencia de Alfonso. En fin, que e toda esta pléyade hay constancia en las primeras plantas del Thyssen, pero en realidad, a quien buscaba es a una mujer: Kikí de Montparnasse.

Kikí pasó a la historia por su exótica belleza, algo gruesa y bárbara para los gustos actuales y, si se me permite, también para los gustos más acuciosos que luego iría tomando en términos femeninos don Alfonso; también por haber sido la principal modelo de Man Ray; sobre ella, diecisiete años después de conocerla, don Alfonso escribiría líneas surrealistas maravillosas:

De niño, me picoteaban las urracas porque les andaba en los nidos, y los pavos reales, porque los imitaba el lenguaje sin saber bien lo que decía. Después he equivocado los sobres de las cartas, y nadie me lo había querido advertir. En París, Kikí me ha seguido desnuda hasta media calle, y yo sin saberlo. Me ha pasado de todo.

La modelo ejerció una potente fascinación sobre Reyes a lo largo de toda su vida y aunque no tenemos constancia dique entre ellos hubiera hechos de sábanas, no resulta descabellado pensar que así haya sido. No a todas las mujeres con las que se relacionó – que no fueron pocas – las imaginó desnudas durante décadas; con su nombre bautizó a una gatita que le regaló as hijo y de la que decía que su única gracia era “llamarse igual que la inmortal y llorada model Mode Montparnasse”, de su Kikí contaba una anécdota que la relacionaba nada menos que con Miguel de Unamuno:

La Closerie des Lilas es todo un monumento de la poesía y evoca el crepúsculo del Simbolismo. En la Coupole, se trazaba el nuevo mapa del mundo, entre estudiantes y desterrados políticos: Lenin y su época. Y cuando Unamuno escapó a París, de la isla donde lo tenía confinado el Directorio Militar, siempre convidaba a los espías encargados de vigilarlo, que pasaban en su compañía muy buenos ratos. El Jockey vio nacer el suprarrealismo por los días en que el barrio artístico de Montparnasse, heredero del Quartier Latin ya estaba invadido de “vikingos” y cuando Kikí, grande hija de Chatillon-sur-Seine, cantaba sus aires marineros.

Su descripción, por otra parte, coincide con la que hace Fargue del traslado de la intelectualidad y del ambiente, desde Montmartre al Latin y de ahí a Montparnasse.

A Kikí la hemos  encontrado, de hecho, como si ella reclamara su lugar en las memorias de Reyes; así, se nos mostró de frente, con su peinado a lo garrón, en todo su glamour, envuelta en pieles y con un cigarrillo pendiente de sus labios rojos granate; la mano sutil ayuda a arroparía mientras sus ojos entornados dan cuenta de su personalidad. Se trata de una acuarela de Kees van Dongen pintada entre 1922 y 1924, pero no puede decirse de ella que hubiere perdido en nada la belleza que contempló don Alfonso. Muy cerca de ella otro retrato, casi inacabado, de la autoría de Modigliani, la muestra en el tiempo en que el escritor y la modelo cruzaron sus caminos; si el primero triunfa en fidelidad, el segundo predomina en intención pues parece haber sido dibujado con estrellas y haber captado la etérea y perpetua esencia de la mujer; habida cuenta de la relación entre Reyes, Modigliani, Rivera y Kikí, no puedo sino dejar de imaginar que el propio Reyes conocía la existencia de ese cuadro y me atrevo pensar que él mismo habría sido un buen instigador de su creación.

Hoy no ha podido ser, tal vez sea mañana que nos demos una vuelta por Aranjuez. El miércoles será ya más difícil porque comienza el coloquio y continuará el jueves. De nos er posible Aranjuez, esperará hasta el viernes, si no es que Burgos o Toledo se nos presentan como opciones más apetitosas.

Tras los pasos de Alfonso Reyes en Madrid. 100 años después. Segunda Jornada

Segunda jornada. Noviembre 8, 2015.

El día de la Almudena es fiesta en Madrid. Hoy, la virgen se da un paseo desde la muralla en donde milagrosamente un día como hoy fue descubierta, hasta Plaza Mayor repitiendo el camino que emprendió en la fecha de su vuelta a la vida. Anoche hubo celebración por todo Madrid de modo que si los madrileños son de suyo trasnochadores y malos madrugadores, en un día como hoy las diez de la mañana ofrecen todavía un tiempo fresco, de calles semidesiertas antes de que, como se espera, la ciudad se transfigure por la tarde cuando las multitudes salgan al paseo y a la compra dominical.

Antes de acudir al Prado es necesario un ritual previo, hay que acudir a Lhardy, restaurante de tradición, en el que no hay desayunos, ni churros siquiera, pero la bollería es soberbia y su chocolate tan rico, potente y espeso que apenas un grado más lo haría un plato de ternera. En ese restaurante, durante una reunión del Ayuntamiento de Madrid, Alfonso Reyes pronunció su ofrecimiento heroico:

Cuando un día, cierto acto municipal yo me declaré, invocando la memoria de Ruiz de Alarcón, “un voluntario en Madrid…”

Y fue ahí mismo, en su salón que era ya famoso en el reinado de Alfonso XII, que tuvo días de gloria durante la era republicana, resistió los amargos días de la guerra y el asedio y, después de unos años de castigo durante el afianzamiento de la dictadura, con el tiempo fue recuperando su antiguo esplendor; Reyes fue despedido al final de su misión diplomática, en una comida celebrada el 12 de abril de 1924, a la una y media – recordaría siempre Reyes – a la que convocaron Eduardo Gómez de Baquero, Francisco de Icaza, Azorín, Enrique Díez Canedo, José María Chacón y Calvo, Manuel Azaña, Ramón Gómez de la Serna, Melchor Fernández Almagro, Antonio Marchamar, Edgar Neville y Cipriano Rivas Cheriff y a la que asistieron amigos, compañeros de prensa, cuerpo diplomático y algunos políticos republicanos, el conde de Romanones con un mensaje de Alfonso XIII, Luis G. Urbina, Eduardo Marquina, Eugenio D’Ors, José Ortega y Gasset y Jean Cassou de paso por la ciudad. Lhardy es uno de esos rincones de Madrid que sólo puedo evocar en referencia a Don Alfonso, es para mí el restaurante de su despedida, como Salamanca es su barrio de residencia.

Volvemos sobre nuestros pasos; apenas cruzamos la pala de Canalejas, se mira en la proximidad el Prado de los Jerónimos; descendiendo la carrera, calle angosta pero elegante, el augusto edificio de las cortes enfrente de la embajada de México y la Plaza de las Cortes, se logra una vista privilegiada; ahí sucedieron hechos históricos, algunos vergonzosos como el ridículo conato de golpe de Estado de Tejero, otros gloriosos como la instalación de los leones fundidos con el metal de los cañones arrebatados al enemigo en las guerras de África; en fin, un universo de memorias que adornan un paseo en el que se experimenta el peso de una devenir que es el de nuestra cultura. Pasos más adelante se divisa el Hotel Palace y enfrente el carillón de la aseguradora que da vida y recuerdo a este rincón luminoso de España; como escasos pájaros escapados de sus jaulas, se escuchan unos cuantos vocablos en inglés y en francés sobrehilando el océano de los cien acentos de la hispanidad. En la glorieta de Neptuno, la cuesta se ha vuelto loma y a la memoria acude la imagen del dios de los mares protegidos con sacos terreros y privado de su tridente soportando heroico y firme el asedio de Madrid en los peores días de la guerra; la esquina del Museo Thyssen es uno de los vértices de la encrucijada que ahí se forma, quien da vuelta a la izquierda alcanza las salas prodigiosas del museo, quien a la derecha se dirigirá a la estación de Atocha y quien siga adelante encontrará de nuevo el Ritz y el Prado, desde ahí la vista se corona con la cúpula del hotel y la aguja de la Iglesia de los Jerónimos.

En la esquina del Ritz ya se encuentra en uno de los espacios privilegiados de la ciudad; enfrente del Museo del Prado, una pequeña plaza donde gobierna un monumento a Goya, desde ahí, tornando la mirada a la derecha se descubre la dulce pendiente que da nombre a este rincón del mundo y más arriba, la señorial casona que alberga la Academia de la Lengua y la Iglesia donde la tradición impone sean proclamados los reyes de España que desde hace setecientos años carecen de corona. Del otro lado del edificio del museo se encuentra el Jardín Botánico, donde Alfonso Reyes rindió un peculiar homenaje a Mallarmé; más allá del jardín termina el Prado con la Cuesta de Moyano, hogar de los libreros de ocasión. Durante los años de su estancia en Madrid, don Alfonso dispensó muchas horas a este lugar que, para mí, es una de las capitales de la geografía de mi memoria y mi corazón.

Desde su llegada a Madrid, Reyes hizo del Prado uno de sus lugares predilectos y lo convirtió en parte central de su vida familiar e íntima; en sus diarios no son pocas las alusiones que hace de sus paseos en el museo y no sólo para admirar los cuadros sino como lugar de reflexión, espacio abierto para estimularan nostalgia o tomar decisiones, para matar la soledad, pensar en sus letras y hasta como calefacción. Hoy, cuando las puertas de acceso al museo han cambiado – no dejo de sentir cierta melancolía cuando recuerdo que aún utilicé las históricas puertas que miraban al Jardín Botánico -, entramos por el lucidor nuevo acceso cuyo moderno diseño contrasta con el edificio clásico pero no rompe su unidad; ahí están la librería y la tienda, los servicios modernos y la cafetería bañada de sol; cruzando la puerta se abre el paraíso de quienes amamos el arte y para quienes pensamos que gran parte de la historia de México está congregada en España.

Reyes no sólo utilizó el Prado en términos espirituales sino también en los más prácticos y mundanos que puedan imaginarse; en su era pie pobreza lo usó para darse calor, por ejemplo, él mismo lo recuerda:

La sensación de penuria se acentuaba con el frío. Para defenderme, aprendí a cubrirme el pecho y la espalda con papel de periódico, y descubrí que un rato junto a la boca de calefacción en el Museo del Prado me daba calor para un par de horas.

Cuando llegó a España, don Alfonso estaba huyendo de la Primera Guerra Mundial y del desempleo en que lo había dejado la cesantía de todo el personal diplomático mexicano que decretó el Presidente Carranza en el año de 1914. En Madrid, el que había sido hijo de familia rica e influyente, caído ya en desgracia por la participación de su padre en el golpe de Estado contra Madero, aprendió a ganarse la vida con la pluma, a escribir la nota diaria del periódico mientras investigaba para el Centro de Estudios Históricos bajo la dirección de Menéndez Pidal en el viejo núcleo de Madrid de los Austrias que hoy mismo buscamos y hallamos antes de la hora de la comida en la que honramos a los dioses tutelares de Reyes: la amistad, al reencontrarnos con la familia de Catalina Alba, amiga ya de muchas décadas.

Mientras paseaba por la tienda de los recuerdos y las reproducciones del museo me acorde que Reyes había inventado, para entretener a su hijo y a los de otros refugiados mexicanos, un jueguito que ahora se vende por diez euros en la tienda del museo; se basa en sustituir las tradicionales tarjetas del juego que en México llamamos “memoria”, por postales de los cuadros del Prado, lo que ahora es un recurso común para iniciar a los nos en el mundo del arte, en manos de don Alfonso eran la demostración que el ingenio no tiene límites para un padre que desea divertir y educar a sus hijos aún con el más pobre presupuesto. El juego de don Alfonso no se limitaba a la exhibición de las tarjetas; su objetivo principal era la escena, en compañía de Martín Luis Guzmán y de Antonio Acevedo hacían reproducciones escénicas de las pinturas donde, por ejemplo, Reyes era el Condeduque de Olivares, Acevedo su caballo y Martín Luis el fondo de la escena; años después en la Residencia de Estudiantes, Federico García Lorca jugaría una macabra variante del entretenimiento; en compañía de Luis Buñuel y de Salvador Dalí que lo llevaban, Federico actuaba su muerte y lograba que Dalí saliera huyendo pues afirmaba que García Lorca era capaz de simular su propia descomposición. El día de hoy frente al retrato de Olivares, debo confesar, me fue imposible imaginar a Martín Luis haciendo el papel de floresta y menos a Federico pudriéndose en una mesa de la Residencia.

Desde luego, Reyes tenía sus obras favoritas en el Museo; al visitarlas uno puede enterarse de como el escritor apreciaba la realidad; Alfonso huía de los cuadros obscuros y dramáticos y entra siempre por una puerta de luz como se entra en esta especie de paraíso. Ahí están las majas de Goya, el Jardín de las delicias, los bufones de Velásquez y las Meninas; ahí está lo que don Alfonso llamó la vulgaridad consentida y que no es otra cosa que la alegría popular manifiesta en el entierro de la sardina.

Rematamos el día paseando por el Madrid de los Austrias; por sus callejuelas que tanto frecuentó Reyes, por los cafés donde pasó el tiempo en compañía de Unamuno y de Valle Inclán, por el Café de San Ginés, en cuya esquina decía Alfonso, don Ramón ebrio de mariguana esperaba que su casa viniera a por él como un barco; atracamos en un café de la Plaza Mayor puesta ya muy guapa para la fiesta de la Almudena; me he surtido de gorras en la histórica casa Yustas en donde Reyes decía que, antes de la guerra, campeaba un anuncio que rezaba: “sombreros para hombres de paja”; ahí mismo en una mesa similar a la de los cambistas de la Edad Media he comprado cinco monedas de la era republicana que me tenían guardadas desde 1939 y que tardíamente viajarán rumbo a México a reunirse con otros recuerdos en el exilio.

La ciudad se me va confundiendo con las letras de Reyes y a cada paso me toman por asalto citas, ideas, versos y anécdotas, como esta sobre el arte, el Museo del Prado y su no siempre bien querida monarquía española:

Cuando el Rey Leopoldo de Bélgica visitó España, paseaba por el Museo del Pardo en compañía del Rey Alfonso y del Duque de Alba. El Rey, que era travieso, se detuvo ante la maja desnuda de Goya y le dijo a Leopoldo: “la abuela del duque”. El duque se la guardó. Cuando llegaron a la familia del Rey Carlos IV pintada por Goya, se detuvo ante la espantosa bruja con chiqueadores, reina entonces y protectora del favorito Godoy y dijo: “la abuela del Rey”. Entre la puta y la bruja, la duda no era posible.

Mañana, tal vez, Aranjuez.

Tras los pasos de Alfonso Reyes en Madrid. 100 años después. Primera Jornada

Primera Jornada. Noviembre 7, 2015. Sábado.

De la ventana de mi habitación en el hotel Ritz se muestra discreta la Plaza de la Lealtad. No ha llegado aún el mediodía y el clima es de una temperatura magnífica; el azul del cielo tiene una claridad cristalina que sólo puede encontrarse en Madrid en días como estos. La paz de la mañana no es completa, ese espíritu de andar por casa, tan despreocupado, se interrumpe por la contundente gritería de una manifestación en contra de la violencia de género; no es una de esas marchas de la Ciudad de México que arrasan todo cuanto encuentran a su paso, o de las que los chilangos odiamos por lo habituales, crónicas y rutinarias que son; es más parecida a aquellas otras que en México rompen las clases sociales y que, en pocas ocasiones, convocan a todos los estamentos sociales; es un mar de gente que camina a punto de bravura contenida. Miles de banderas se agitan al paso de la marcha, una de Asturias, otra más de Galicia y un par de catalanas y no pocas republicanas; no me extraña, en España, la República fue el primer régimen político en legislar sobre la igualdad entre mujeres y hombres, estuvo poblada de mujeres gigantescas como Dolores Ibárruri, María Zambrano o Victoria Kent; todo cuanto entonces se avanzó en materia de libertad e igualdad se vino abajo con el régimen de Franco; además, desde que volvió la democracia a España es muy común que las causas progresistas estén acompañadas por la bandera republicana.

Miro las tricolores, pienso en los que no pudieron volver a verlas en suelo español, aunque no fuera estas mínimas y multitudinarias y no la monumental de la Plaza de Colón; aspiro el aroma de Madrid y caigo en cuenta de que Reyes no tuvo tanta suerte como yo la he tenido: él hizo más de dos días en su viaje desde París a Madrid y yo hice once horas de vuelo desde la Ciudad de México, he contemplado banderas republicanas en Madrid mientras él, que pudo ver cómo crecía el ideal republicano bajo la blanda bota de un rey venido a menos y con el impulso de partidos liberales que hicieron crecer aquel ideal pero nunca estuvo en Madrid cuando aquello fue gobierno y Estado. Reyes vivió desde Brasil y México la caída de la República y estuvo presente para salvar a todos aquellos sus amigos que lo habían salvado antes, cuando la violencia revolucionaria lo arrojó lejos de la patria y que luego, ya en París lo privó de empleo; sus amigos siempre presentes que lo acogieron como a uno más cuando la Gran Guerra lo llevó a huir de la capital francesa. Yo sólo he tenido que asomarme a la ventana para comprobar que ese ideal no está del todo muerto.

Al fondo de la habitación mi mujer se repone del vuelo; estar en el Ritz es una de esas experiencias que ya no hay, como si el reloj volviera atrás y se encontrara uno protegido de los avatares cotidianos en medio de muebles y decorados perennemente hermosos; el personal se adelanta a nuestros deseos y uno se siente personaje de una buena película; han llamado a la gobernanta para que planchen mi ropa para el día del Coloquio y apenas al bajar del taxi el botones me ha saludado con un sonoro y castizo, “don César, bienvenido de nuevo a casa”, su expresión logra su objetivo. El hotel resulta importante para los tiempos de Alfonso Reyes en España; lo inauguró Alfonso XIII en 1910 y ejercía para el monarca una peculiar atracción; Reyes, una vez recuperado su cargo diplomático, solía encontrarse con el tocayo en el místico bar de este hotel y cuenta el mexicano que en el jardín donde se ubica una de las terrazas más envidiables de la ciudad, un diplomático polaco perdió su empleo por un gesto de buen gusto que no supo atinar y que no hizo gracia la último monarca anterior a la República. Recordaba don Alfonso que el Borbón solía bromear sobre el oficio que podría ejercer si se venía abajo la corona; el buen diplomático polaco en una de esas melancólicas diatribas reales respondió: “usted podrá ya no ser Alfonso XIII, pero siempre, Señor, será Alfonso”; como Reyes levantara su copa con una sonrisa, al monarca le pareció poco ser sólo Alfonso y pidió que removieran al polaco de su cargo.

Cada visita a Madrid, a España, la comienzo presentando honores a Santa María la Real de la Almudena; nada mal para un ateo y republicano para mayor seña; lo que sucede es que, como diría Serrat, entre la Almudena y yo hay algo personal.

La salida natural de la Almudena es descansar en “El anciano, rey de los vinos”, comer algo y admirar, como si de un pequeño espectáculo familiar se tratara, a los “gatos” – aquellos madrileños de muy antigua solera -, que lo han visto todo, ataviados par la verbena en honra a la Virgen; todos maduros, casi viejos, regodeándose con sus vestidos tradicionales, en sus claveles – una nota más de don Alfonso  que amaba esa flor – frente al carrito de los barquillos haciendo de fondo a los que pasan ejercitando el deporte típico de la ciudad: la charla, pues como decía Reyes:

En Madrid todo sitio público tiende a convertirse en casino y tertulia, en centro de curiosos parlantes. A veces estos casinos no tienen más que un socio en los bancos de los paseos por ejemplo, mas no importa, porque la tertulia va implícita en el curioso parlante que la trae a cuestas por donde quiera, a modo de un nuevo misterio teologal.

Es cierto que como dice Fargue, el parisino va al café sólo por ir al café, también lo es que, en cambio, el madrileño no conoce esa práctica y va al café aunque haya café, es decir, acude al escenario de sus mejores ocupaciones: las tardes de plática y debate. Todos quienes dejaron testimonio de su trato con Reyes dicen de él que fue un conversador ameno e intresante, platicador y buena escucha pues, como se nota en sus letras la mejor cantera de sus textos era el trato con los otros. Si no pude platicar con don Alfonso, si que puedo testificar el otro extremo; siendo estudiante en España, solía tomar el café saliendo de la universidad, una tarde y otra también los temas de la mañana eran debatidos por la tarde, de inmediato me di cuenta que un colega argumentaba a favor y en contra sucesivamente los mismos temas:

  • Pero escucha, ayer mismo decías sobre ese punto exactamente lo contrario.
  • Pues claro.
  • ¿Cómo es eso posible?
  • Pues nada, que a mi lo que me gusta es discutir.

Echando a andar topamos con la Plaza de España, la ciudad está pletórica de vida y las mujeres de la manifestación de esta mañana han encallado en la Plaza como veleros a los que ha abandonado el viento; depuesta la actitud de lucha vuelven a la natural indolencia del madrileño y disfrutan de un verano en miniatura incrustado en el otoño que ya se está convirtiendo en invierno.

Descendiendo por Gran Vía salimos al encuentro de la Casa del Libro que aún cuando es una librería gigantesca que domina el comercio de la zona, no deja de tener su encanto de mercado donde se expenden letras, un lugar de sabores, aromas y colores.

La protesta ha dejado su huella con una sucesión de pegatinas republicanas, al llegar a la librería me encuentro con la “Historia de la guerra civil contada para jóvenes y niños” que acaba de publicar Pérez-Reverte; un libro peculiar, excelentemente editado y bien ilustrado que aspira a liquidar viejas cuentas históricas y que nos permite hundirnos, de cuerpo entero en un fenómeno complejo y doloroso en el que el rencor, la memoria insatisfecha y el miedo a la violencia aparecen como fantasmas omnipresentes en las más terroríficas advocaciones; en lo íntimo, pienso que los libros de historia que pretenden ser “imparciales” y “equilibrados” son más bien reconstrucciones literarias y que no existe algo así como la historia sin adjetivos; al contrario, más respeto y gusto encuentro en los libros que toman partido y sin mentir ni ocultar, exponen el mundo desde la óptica particular de un narrador con sentimientos e ideas; José Bergamín decía “soy subjetivo porque soy sujeto, si fuera objeto podría ser objetivo” y por más esfuerzos que haga don Arturo, a quien tanto respeto y admiro, nada me quita de la convicción de que al sueño de la segunda República española lo aniquiló un artero golpe de Estado, ilegal e injusto, con todo su caudal de dolor, pena y vergüenza.

Lo que me resulta muy interesante es que, igual que en los tiempos de don Alfonso, hay que venir o encargar a Madrid libros que no llegan a México a tiempo, que nunca llegarán o que no volverán; claro, la Internet es un recurso, aunque no tan grato como la visita a las librerías. Reyes, en su momento, visitaba “la librería del Caballero de Gracia, que los aficionados llamamos “los alemancitos”, que ya no existe y que estaba por Castellana.

Madrid es una ciudad plena de librerías, dieciséis por cada cien mil habitantes – mientras que en México el cuarenta por ciento de los habitantes de todo el país afirman no haber visitado alguna librería nunca, y se les puede creer porque apenas contamos con una librería por cada doscientos mil habitantes -. En Madrid es notorio que, aun cuando cada librería tiene su carácter peculiar, algo que les da cierto sentido de fraternidad es que están llenas de vida, que siempre hay compradores ávidos de novedades que hablan y discuten como si los libros fueran parte del atuendo de moda de cualquiera con un gusto mínimamente educado.

Aprovisionado ya con mi compra, descubro a unos pasos frente de mi a un grupo de chicas que recién salen de la adolescencia discutiendo sobre no sé qué autor de moda en la ciudad que escribe un raro género, mezcla de novela romántica y de misterio y que, a decir de una de ellas – que habría vuelto loco a don Alfonso – tiene un enorme sex-appeal; es verdad que los madrileños también practican el legendario deporte de la queja sistemática, sobre sus servicios, sobre el clima, sobre la política o sobre el sistema educativo y sin embargo, los veo como buenos lectores que siguen, igual que hace cien años, siguiendo a sus autores como si estrellas de cine se tratara.

Rematamos el día, ya vencidos por el cansancio, en el Círculo de Bellas Artes; hay que dormir, mañana temprano tenemos una cita en el Museo del Prado con algunos de los cuadros favoritos de don Alfonso; mientras disfrutamos de un magnífico atardecer y comprendo porqué Reyes pudo escribir algo como esto:

Madrid que cambias luces con las horas: Madrid nerviosa exhalación de vidas: con ímpetu de lágrimas golosas interrogo la cara de tus días.

Siguiendo los pasos de Alfonso Reyes en Madrid. Crónica de viaje

Convocatoria.

Hace algunas semanas Pablo Raphael me envió un mensaje, escueto cool todos los suyos, pero que era de esos que uno espera toda la vida aunque no sepa que está aguardándola cada día de cada año. Me invitaba a participar en un coloquio a celebrarse en Cada América, sobre el Centenario del exilio de Alfonso Reyes en España. Si estaba interesado debía decírselo para que entrara en detalles.

La pregunta parecía incluso un poco obscena por varias razones, era como preguntarle al creyente, luego de una vida de santidad, si le interesaba de ventas entrar al paraíso para que San Pedro buscara la llave correcta. No había nada que pensar y aunque respondí de inmediato, fiel a su personalidad, a Pablo le tomó sus buenos ocho días entrar en detalles; a mi, esa tregua representó la oportunidad de replantearme mi relación con Alfonso Reyes, revisar sus días en Madrid y hacerme a la idea de que algo muy deseado estaba por sucederme.

Si me interesaba era una pregunta pueril, al menos por tres razones: por venir de Pablo, por tratarse de Reyes y por situarse en Madrid.

Que la invitación viniera de Pablo representaba el cumplimiento de un sueño difuso pero común. Con Pablo Raphael me une una amistad muy honda, larga ya de mucho más que la mitad de nuestras vidas y que desde que nos conocimos estuvo marcada por la literatura y por la presencia de Alfonso Reyes. Recuerdo que desde siempre, lo que ambos queríamos era escribir; hablábamos de ello en los cálidos inviernos en su casa familiar en Manzanillo y tuvimos en conjunto con otros amigos, una revista con presupuesto, tiraje y éxito limitados; ambos probamos suerte por primera vez juntos en el taller literario de Alicia Reyes y juntos nos vimos, cada quien por su cuenta, publicar nuestros primeros libros.

Cuando Pablo entró en detalles sobre la invitación, la claridad meridiana de un sueño que amenazaba con cumplirse era razón suficiente para hacer cualquier cosa con tal de estar ahí. Después de leer su siguiente mensaje me acordé de Truman Capote recordando a Santa Teresa de Ávila: “se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las que son ignoradas”.

Que se tratara sobre Alfonso Reyes era más que un sueño, era un compromiso conmigo mismo. Para un lector hay distintas categorías de autores: los que no gustan y de los que se huye como de la mala suerte: los gacetilleros de la amargura, los poetastros del desengaño perpetuo y los ingeniosos narradores del lugar común; le siguen aquellos cuyos nombres fueron olvidados, no necesariamente por faltas en su talento y cuyas palabras se integraron al sustrato de nuestra cultura, aquellas sensaciones, datos y expresiones cuyo origen olvidamos pero que están ahí cuando es necesario echarles mano; en seguida, los autores que nos gustan, recordamos sus nombres y a cuya obra recurrimos con gusto y confianza, autores de uno o más textos que no sólo soportaron la prueba de la lectura sino que se quedaron como parte de la grata compañías de la que sólo pueden gozar los auténticos lectora; después, nuestro Olimpo particular compuesto por los autores que más nos significan y que nos han señalado como parte de su tribu lectora; a ellos no los elegimos, se nos imponen y nos marcan, contemplamos sus obras, las conocemos y cazamos cualquier novedad editorial que sale al mercado, incluso repitiendo libros si alguna nueva edición así lo amerita, los volvemos a leer en tomos completos o en pequeños fragmentos, los recordamos como a buenos amigos. En la cima, celosamente guardada por valladares hechos de admiración y afecto, está nuestro autor, nuestro guía, aquel ala no sólo leemos sino al que estudiamos y respetamos, indagamos sobre su vida, nos adentramos en su pensamiento y en algunos aspectos lo tomamos como ejemplo; no acontece con todos los lectores, pero cuando pasa se está en presencia de una extrañísima relación que va de la filiación a la amistad, de la fascinación al diálogo y de ahí al pensamiento crítico. Esa es mi relación con Alfonso Reyes. Lo descubrí a los dieciocho años, me lo presentó Jorge Luis Borges y ha cumplido en mi vida el papel que difícilmente habría desempeñado alguien vivo; por eso, la convocatoria de Pablo Raphael se me presentó como un deber moral de gratitud.

Que el coloquio fuera a celebrarse en Madrid cerraba el círculo y me dejaba sin salvación ni recurso. Los viajeros somos un clan sumamente extraño, a diferencia de los turistas que constituyen una secta de culto a lo prefabricado, no nos atenemos a lo que las listas dicen ni nos calen mucho las estrellas y los tenedores más allá de la más elemental función orientadora; así, construimos nuestras preferencias por razones más bien cronópicas, como diría Cortázar, y que están más relacionadas con la satisfacción y dicha que nos ha deparado la literatura, el arte, el cine o el amor. En mi caso personalísimo, que no significa apenas algo, salvo que es mío, diría que en mi mundo de recuerdos y anhelos por volver, por encima de muchas otras ciudades que mi memoria atesora y a las que retornaría con gusto, están dos lugares que cifran mi sitio en el mundo además de mi hogar: Madrid y París.

De mi propia Ciudad no diré nada ahora porque es mi padre y mi madre, mi hijo y mi hija, mi mujer y mi caverna con toda su grandeza y con toda su miseria. Madrid y parís me han deparado momentos cruciales en mi vida, me han enseñado cuanto sé del nómada placer de vivir, una he sentido la sensualidad de la belleza ni la majestuosidad de la historia como en París, en ningún otro lugar – salvo en Madrid – he disfrutado de la contradicción de los lugares más íntimos y secretos a un paso de las regiones irónicas del imaginario occidental, pero hay una diferencia fundamental, en París me siento como en mi casa y en Madrid estoy en casa; es verdad, no en mi hogar, no en donde reposan mis dioses tutelares, per sí donde viven mis ensueños de lector, mis esperanzas de escritor y la poderosa suma de mi España que es también mi pasado remoto, mi presente idiomático y mi frente de batalla republicano, mi museo favorito, el del Prado, y la mesa dulce de mis churros con el espeso chocolate. Es cierto, mis gustos son irracionales pero es que así son los gustos que nos son causas sino enamoramientos; ahí está la Almudena con la que tengo una relación personalísima a tal grado que si tuviera que elegir una religión me mantendría alerta del catolicismo pero me haría almudentista; ahí está mi Carrera de Jerónimos, mi Retiro y mi Café Gijón. Ahí está, linda y bonita, dulce y un tanto hosca, la ciudad que no sé seis la que más me gusta, pero sí la que mas quiero y ahí estaba Pablo invitándome a hablar sobre don Alfonso, en esa circunstancia, ¿podría haber hecho yo alguna cosa distinta?

Me acordé entonces de una frase de Reyes sobre Madrid, Ciudad que amó como a ninguna:

En el paisaje fino y exquisito de Madrid, el Manzanares, a la hora del crepúsculo, haciendo al peinar las jarcias, un órgano de agua casi silencioso, pone un centelleo de plata.

Viajero al microscopio: Saint Germaine-des-Prés

¿Dónde se extingue el turista para ceder su lugar al viajero? Cada que subo a un avión me hago la misma pregunta. No es que me cause conflicto; de hecho, como decía Alfonso Reyes: sí en la naturaleza no hay nada en estado puro, tratándose de lo humano, menos aún; pero me importa sí, su captura para la alforja de las vivencias y los recuerdos.

Atrapado como Jonás, en el vientre de la bestia, el pasajero se enfrenta a la duda y al desafío; sabe a dónde llegara, con cierta aproximación, nunca precisa, la hora en que descenderá a tierra, pero no puede prever todo lo que se encontrará.

La diferencia entre el turista y el viajero es apenas una inflexión de actitud, un instante, una mirada que crea un cambio en el ser y en el estar en un entorno distinto al habitual; el turista envuelve, conquista, desplaza y se apropia del lugar que visita, prístino e inocente puede convertir París en un enorme parque temático donde colecciona las “selfies” obligatorias, los clichés de rigor y los recuerdos consoladores; hasta el Marco Polo más experimentado puede ser víctima de esta tentación y tiene su encanto caer en ella de cuando en cuando.

El viajero, en cambio, aunque esta hecho de la misma materia que el turista: asombro y curiosidad, posee proporciones distintas y con una preparación diferente, lo que hace diferentes los resultados. El viajero se rinde, sucumbe y se deja maravillar descubriendo aquello que los otros, apurados por un guía pendiente de los minutos que quedan en su horario de servicio, dejan escapar.

El turista es el hombre del telescopio, busca las enormidades, se guía por las estrellas y se maravilla con las magnitudes. El viajero, en cambio, pasa por el microscopio, se detienen en los detalles, sigue su intuición y se asombra con las cualidades, esto es, dos maneras, distintas pero no excluyentes, de ver el mundo.

Detengámonos un instante en una sola cuadra de una calle – importante, pero no principal – de París; es temprano por la mañana, ya volveremos para descansar por la noche. Es Saint-Germaine-des-Pres entre el diminuto jardín, enfrente de la vieja iglesia de Saint-Germaine y poco más allá de la librería L’Écume de Pages; apenas, tal vez, poco más de cien metros. Es uno de los núcleos de la vida la ciudad; con un toque turístico pero lo suficientemente adentrada en el alma de la urbe para seguir siendo sobre todo, un viejo barrio parisino.

Aún antes de llegar, la fama precede a esa fracción del bulevar; a cada paso la sombra del mayo del 68, la presencia viva de Sartre, de Beauvoir y de Camus, nos acompañan y uno siente estar en presencia de aquello indefendible, casi inasible pero constante, que llamamos cultura francesa.

Las apariencias engañan, la iglesia de Saint-Germaine palidece frente a Nôtre-Dame y a Sainte-Ettiene-du-Mont; pero es la última muestra del románico francés, una de las más antiguas parroquias de la ciudad que todavía funcionan como lugar de culto y centro comunitario; su jardín es apenas un rincón pero posee una soberbia fuente de porcelana de Sévres; el viajero hace un alto y en la reja del diminuto jardín encuentra un letrero que honra la enormidad de la lengua francesa: “En caso de tormenta el parque será cerrado al público”, de este modo se ha adentrado en uno de los detalles que escaparán sin duda al turista, la magnificación de París radica no en sus grandes monumentos, sino en los pequeños detalles que recuerdan la gloria de una ciudad antiquísima y sus modos de vieja aristócrata.

Unos pasos delante de la fachada de la iglesia, el viajero topa con uno de los icónicos letreros con las nomenclaturas de las calles que le informa que se encuentra en la Plaza Simone de Beavoir y Jean Paul Sartre, la plaza no supera los cien metros cuadrados pero linda con uno de los cafés literarios más celebrados del mundo, el «Deux Magôts»; protegido de la mirada desaprensiva del turista, el viajero sabrá que está frente a un monumento aunque en apariencia no parezca sino un café más, sabrá que se encuentra en uno de los lugares principales de las vanguardias artísticas y literarias que dieron forma y vida a la cultura del Siglo XX. El viajero entra al salón principal sólo para contemplar las esculturas que, empotradas en un pilar, representan a dos mandarines que son las deidades del local y a las que debe su nombre pues la tradición popular los ha tomado por magos, tal vez por la usanza de los espectáculos del principio del siglo pasado, pero no tomará mesa en el salón porque sabe que, como diría Kundera, la vida  está en otra parte, así que saldrá de nuevo del local, atravesará la primer terraza, cerrada y en la que no se puede fumar, para ocupar una pequeña mesa en la exterior y ya ahí, como es temprano, asistirá a dos espectáculos vedados para el turista y reservados para el viajero: la situación de las sillas en  la terraza y la entrada de los niños al liceo que se encuentra justo detrás del café; el primero no dejará de maravillarlo por la enorme sabiduría humana que encierra, las sillas no están vueltas al interior de la mesa como en un café comercial de la Ciudad de México, sino dirigidas a la calle pues es ahí donde, al modo Calderón de la Barca, se presenta el gran teatro del mundo, y en él observará el ingreso de los niños a la escuela, tendrá frente a sí un muestrario de la diversidad al interior de la sociedad francesa y, no sin nostalgia, contemplará a una niña de diez años que lleve al liceo a su hermano de siete, caminando solos, como antaño hacíamos los niños del D.F. bien equipados con mochila y lonchera.

Es temprano y no se usa el pantagruélico desayuno a la mexicana; no abrirá la carta, no la necesita aunque por sí misma es una joya editorial, pedirá la fórmula del “petit dejeuner”, le llevarán tanto café como pueda beber, un jugo de naranja recién hecho, la mejor mantequilla que pueda imaginar y mermeladas para aderezar las pequeñas baguettes que conviven, como parientes pobres, en la misma canasta del pan dulce y de los proverbiales croissants de mantequilla. El viajero suspira, saca su diario de viaje, planea la jornada y de pronto se da cuenta que con la pluma en la mano y la libreta abierta se ha convertido, sin quererlo, en uno de los clichés que el turista anhela ver cuando el autobús lo regurjite justo enfrente de la mesa del viajero; para ese momento ya ocupará un anónimo lugar en varios álbumes fotográficos del lejano oriente. Al terminar su desayuno el viajero desea acudir al baño y entrará al salón, pasara frente a la mesa que solía reservar Jorge Luis Borges y luego del retrato, como ícono, de Colette, bajará las escaleras para aliviarse. Al salir, justo enfrente de la puerta del toilette, encuentra una encantadora vitrina en la que se exhiben las mismas tazas, platos, ceniceros y azucareros que acaba de usar; en su alma librará una diminuta y colosal batalla en la que el viajero será derrotado por la ambición acumulativa del turista y comprará dos juegos de café para llevar a casa como trofeo de la conquista emprendida esa mañana.

El viajero deberá marcharse, caminará en el sentido de los autos y en la esquina se detendrá atraído por un peculiar kiosco de periódicos; de nuevo, el camuflaje será la cifra secreta que oculta el París viajero del parque temático del turista, estará a punto caer en la trampa, pero armado de su curiosidad y de su terca costumbre de observar, se detendrá para descubrir una pequeña hemeroteca que contiene las mejores revistas y periódicos literarios e intelectuales del mundo, hará su selección y el mismo vendedor que atiende en su silla desde tiempo inmemoriales lo atenderá esforzándose en hablar un español que no ha mejorado en décadas.

Ahí se detiene. El viajero hace un esfuerzo sobrehumano; si camina unos pasos más sobre el bulevar Saint-Germaine y cruza la Rue Saint-Benoît, se habrá lanzado como un nuevo Napoléon en la campaña de Rusia. Se detiene y dirige sus pasos a otras regiones de la ciudad.

Es de tarde, casi noche, el viajero está cansado, ha visto mucho, ha aprendido un poco y ha vivido más que en cualquier día común de su existencia; está parado en la misma esquina en la que lo dejamos por la mañana pero ya está listo para cruzar la calle y aventurarse en la media cuadra por conquistar que aún le resta; le duelen los pies porque, como viajero que en realidad es, ha desdeñado taxis, autobuses y metro y ha caminado al límite de sus fuerzas así que, aún cuando tendrá que esperar para ocupar mesa a que una anciana pareja termine su café, pague y se marche,  pues en los cafés parisinos no existe la práctica americana de la lista de espera, – así se fían de la cortesía de los parroquianos -, se dejará caer en la silla del primer café que encuentra a mano, se trata del Café de Flore y su instinto le avisa que aún, a no más de cuarenta pasos de Deux Magôts, ha entrado en un terreno del todo distinto, la sillas son también butacas del espectáculo callejero pero la hora es otra y el elenco ha cambiado, no verá niños, tal vez algún turista equipado con bermudas y camisa hawaiana buscando una hipotética playa y seguramente grupos de orientales presididos por la sinfonía de sus cámaras fotográficas apurados por un guía que enarbola  victorioso un largo paraguas rematado con un pañuelo rojo como llamado para que no se pierda ninguno de los que han sido confiados a su poco atenta custodia, pero no se dejará engañar, su ojo viajero descubrirá que el barrio se ha volcado sobre la calle reclamando a los turistas su derecho ancestral de ocupación; es posible que sea testigo de alguna pequeña batalla en la que el orgullo parisino, forjado en cientos de años, de asedios militares, barricadas callejeras y millones de días enteros en las plazas como afirma Marguerite Duras, le haga una mala pesada a algún turista inocente, no se molestará por ello ni tomará partido, sabe que todos los pueblos tenemos nuestras manías, en la Ciudad de México muy pocos resisten la tentación de inventar las indicaciones que solicita un turista antes de reconocer que no se sabe del lugar por el que se le pregunta o que, de plano, no ha comprendido media palabra de lo que le preguntaron, aunque después sea presa de un ataque de risa  al caer en cuenta en la barbaridad cometida.

El viajero contempla el misterio de la belleza parisina que consiste más bien en su facilidad de andar por el mundo con una comodidad infinita que en una sofisticación afectada, en la sencillez y transparencia de los maquillajes y en una complicadísima combinación de técnicas en la elección del vestuario que lo hace parecer la cosa más sencilla del mundo; oficinistas que salen de sus empleos, jubilados que matan la tarde, algún empresario cerrando el último trato del día y el estudiante afanado en su lectura; aquí tampoco requiere el viajero del auxilio del menú aunque sea todavía más hermoso que el de Deux Magôts; como todavía no es hora de cenar y acaso solo desee un bocado para calmar el hambre, pedirá una copa de Médoc y un plato de quesos; así armado, podrá darse cuenta de la enorme variedad que encierran los pocos pasos que ha dado. Flore, menos solemne que Deux Magôts, es también otra catedral de la historia cultural de nuestro tiempo, pero aquí hay menos reverencia y tal vez, sólo tal vez, más vida; las charlas son más altas en su tono, escuchará menos palabras en lengua distinta de la francesa y aunque uno de cada tres meseros habla español, sentirá el golpe de la cotidianeidad parisina cuando cualquiera de ellos se entienda a gritos airados, con cualquier motivo con quien se pueda y obtendrá un nuevo botín de experiencia y comprensión, el parisino no está enfadado, es sólo que ha recurrido al método de una ciudad apresurada que lleva cientos de años tratando de aparentar una serenidad que nuca ha tenido. El viajero mira esa parcela de humanidad que se ofrece ante sus ojos.

Desde su mesa podrá ver la puerta de una librería, custodiada por dos llamativos exhibidores de cromos y postales, observará el ir y venir de muchos que entran con las manos vacías y salen con algunos paquetes, unos lo harán con rostros meditabundos, otros con enormes sonrisas y algunos más leyendo ya el botín que no tuvieron paciencia de dejar para más tarde. Se trata de la librería L’Ecume de Pages y es, sin duda, una de las mejores de la ciudad. Se trata de la última batalla en la campaña por la conquista de esos doscientos metros; dudará un poco, una librería parece todavía un reto mayor que un café y aunque su yo turista lo apremia para que corra a abordar el último bateau mouche de la tarde y primero de la noche, su yo viajero ha decidido aceptar el reto. Pagará su cuenta, caminará con paso sereno y cinco segundos serán suficientes para que el hechizo de esta librería surta efectos. No es Shakespeare and Co., no es el cubil felino del bouquiniste, sus credenciales no alcanzan a reputarla como una de las antiguas librerías parisinas, ni como pieza de museo de las librerías de antigüedades, no tiene el descomunal tamaño de Gibert Joseph con dos edificios de cinco pisos, pero tiene – eso sin duda –  el encanto suficiente para convertirla en una de las librerías más importantes y selectas de la ciudad, es decir, del mundo.

Al cruzar la puerta, a la derecha contemplará un librero con los sacramentales tomos de la colección La Pléiade, en seguida, las mesas de novedades con lo último y más granado de la literatura en lengua francesa; poco más allá, un pequeña papelería que guarda tesoros inimaginables conviviendo con buenos artículos de oficina; rodeará los espacios, se perderá entre los libreros, descubrirá pocos libros en español, un buen montón en inglés y varios bilingües. Elegirá un block de Vergé de France, el delicioso papel de correspondencia, dos crayones Moleskine para marcar textos con sacapuntas incluido, una libretita japonesa y un libro en francés que relata la historia del barrio de Saint-Germaine, pagará; el viaje de diez segundos lo hará en cinco y ya estará sentado en la misma mesa que había ocupado cuarenta minutos antes, entonces, leerá en su libro recién adquirido cómo, en el mismo lugar que ahora ocupa, Hemingway, sin saberlo compartió la mesa con Alfonso Reyes.

Viajero al microscopio: Fumando espero

En su novela Neuromante, de 1984, William Gibson, acuñó la palabra ciberespacio; imaginó mundos fabulosos en los que el sueño y la realidad se mezclaban, en la que la interacción entre máquinas y personas ocurría en lugares fabulosos, en la red virtual y más allá de las estrellas; imaginó transportes vertiginosos en los que sus personajes viajaban para encontrarse con su destino.  Lo que no pudo imaginar en que en esos mundos del mañana, en esos rincones de absoluta libertad, no se pudiera fumar. Yo todavía no me lo creo.

Soy fumador, quiero obviar toda discusión sobre la maldad intrínseca del tabaco, tampoco quiero discutir sobre la idoneidad de las reglas que protegen a quienes no fuman; por mi parte, me atengo a los hechos, al mundo como es y a los cada vez más reducidos espacios de que disponemos quienes queremos, todavía, ejercitar el delicioso arte del tabaco. Comparto la suerte de miles de viajeros fumadores que apresurados dan las últimas caladas al cigarrillo antes de instalarse en las entrañas de la bestia por algunas horas; los mismos que bajan azorados del avión y antes de preguntar por el equipaje indagan el lugar reservado para los fumadores; esos, para los que la conquista de la ciudad inicia en una zona reservada o en la acera del aeropuerto, tomando impulso al calor de la brasa del cigarrillo para entrar a sangre y fuego en la satisfacción de su curiosidad.

Los menos jóvenes aún recuerdan los tiempos, ahora míticos, del final del siglo XX, que en los aviones había filas para fumadores; en algunas naves que aún surcan el cielo quedan, como muestras arqueológicas, inútiles ceniceros, huellas de hermosos tiempos pasados; mis hijos, que no vieron aquellos días, se preguntan por el destino de esas inútiles cajitas y hasta llegan a deducir que son compartimientos para guardar el medicamento de quienes sufren de mareos.

Establecidas las primeras restricciones, durante poco tiempo, tan poco que sólo algunos cuantos lo vivimos, algunas aerolíneas dispusieron en la cola del avión de una pequeña habitación casi cerrada, en la que los fumadores podíamos concurrir a saciar nuestro apetito de humo.  El resultado no podía ser más infame para fumadores y para abstemios. Confinados, como especie acorralada, los consumidores perdimos la cortesía a que nos obligaba la estancia compartida con los demás y nos alentaba, rodeados de nuestros iguales, a fumar el doble y el triple lo que habitualmente acostumbrábamos; el humo, así multiplicado y confinado, se desparramaba del deficiente encierro y como una marejada, desagradable aún para el más empedernido de los fumadores, invadía la cabina y generaba así, más quejas de las que hubiera querido evitar. La experiencia de fumar también era lamentable, el fumador satisface una adicción, es decir, una necesidad; pero también un enorme placer, aquellos cuartos improvisados, en los que la densidad de la población era absurda, recordaban más bien un tugurio de los bajos fondos patibularios de la época de los gángsters, que un idílico salón fumador de la era victoriana.

Luego vino la era dela prohibición absoluta. Andando los meses algunos aeropuertos se apiadaron del triste destino de la especie perseguida y crearon, con más ni menos fortuna, reservaciones para satisfacer sus anhelos.

El aeropuerto de Barajas en Madrid, fue un pionero en las zonas reservadas pero con tan mal tino que su área de fumadores incitaba más a la risa que a disfrutar un buen ducado; se trataba de un corralito, sin puertas, muros o ventanas, que pusieran límites al humo frente al aire común; se encontraba frente a las bandas transportadoras de equipaje. La experiencia fue tan mala que nunca más volví a buscar ahí un lugar para fumar  y retome la decadente práctica de fumar mientras aguardaba el taxi.

La práctica se generalizó de acuerdo a la imaginación, presupuesto y patrocinio de cada puerto aéreo; es cierto que  aún quedan en el mundo algunos paraísos que como Xanadú o Shangri-La; están aislados y sólo son accesibles para algunos privilegiados; así, por ejemplo en el aeropuerto regional de Loja, Ecuador, en donde coinciden las fuentes del Amazonas y el nacimiento de los Andes, en un claro de la Cordillera, entre un circo de fantásticas montañas, están fijos en la pared los señalamientos de no fumar, pero a nadie parece preocuparle; la cantidad de fumadores invita a degustar unos peculiares cigarrillos liados en mano que se expanden en la cafetería del aeropuerto que más bien se parece a uno de aquellos restaurantes familiares que por décadas animaron los barrios de la ciudad de México. Después del cigarrillo, el viajero se acerca a un funcionario y le pregunta que, dada la niebla que decora la pista, si cree que el avión saldrá a tiempo rumbo a Quito; con una cara de serenidad andina, el funcionarios responde: -pues si el avión no sale en cuarenta y tres minutos no saldrá hasta mañana; presa de un pánico incipiente el viajero pregunta la razón y el funcionario con más flema que un ministro británico, luego de consultar su almanaque contesta: -porque la pista no tiene luces y es el tiempo que nos queda de  luz de día. Quince minutos después, entre una bruma que apenas permite ver las líneas amarillas de la pista, el viajero aborda su avión en los últimos instantes de esplendor solar para llegar a tiempo a su cita en Quito.

Aeropuertos como el de México no conceden el privilegio de los espacios reservados, tampoco el de Tocumén en Panamá; aunque tengo el vago recuerdo de que, en alguna esquina casi oculta del área comercial de la sala de espera de la terminal dos del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México, existió un mitológico espacio de tolerancia, sin indicación alguna y que el tiempo extinguió.

Zonas reservadas hay de muchos tipos; existen los cubos confinados cuyo mejor ejemplo es la sutiliza y la elegancia que provee el aeropuerto Charles de Gaulle de París, cuyos cristales con calcomanías que imitan biselados que dibujan un tupido bosque y en cuyo interior cómodos sillones y anaqueles repletos de revistas para todos los gustos, hacen más placentero el tabaco, protegen a los no fumadores y hacen más grata la espera; me atrevo a decir que son la élite de las reservaciones para los de mi especie y sólo son superados por aquellos aeropuertos que ofrecen cafeterías para fumadores.

Heathrow, en Londres, también tiene cabinas de fumadores, sin el encanto del de París, tienen en cambio un artilugio que los fumadores conocemos bien y que nos funciona igual que los monigotes de ropa vieja inútilmente tratan de asustar a los cuervos, o los policías de cartón en los cruces de las carreteras de Ohio para disuadir a los traileros de violar los reglamentos; lejos de ahuyentarnos nos causan una amarga sonrisa; el vicio es eso, una mala inclinación a la que no se renuncia, al menos no con facilidad, y el placer es algo similar, una inclinación sublime a la que esta prohibido abandonar; la cabina inglesa de fumadores carece de mobiliario –hay que disuadir al fumador- no importa, el gusto esta en la aspiración, no en el reposo-, los ceniceros son industriales, rebosan de colillas y cenizas en faraónicas pirámides –hay que castigar al fumador- pero tampoco importa, los fumadores inveterados hemos desarrollado nuestra actividad en lugares más sórdidos aún, en el locutorio de una cárcel o a las puertas de un refugio antimisiles en Sederot, a unos metros de la franja de Gaza; unos cuantos cientos de colillas amontonadas no nos desaniman perp eso sí, la eficiente higiene británica no se hace esperar, gigantescos aspiradores no dejan huella del olor del tabaco quemado, lo cual se agradece y es que si el francés ama las libertades y más que ellas el placer; el inglés, insular al fin, deviene estoico y no puede vivir sin reverenciar las normas.

El aeropuerto de Frankfurt tiene también un reducto cerrado para fumadores, está patrocinado por la marca de tabaco que fumo desde los veinte años –fumador tardío según las estadísticas- lo que produce, la extraña sensación que hemos desarrollado en occidente y a la que llamamos “lealtad de marca” y que se parece mucho a cierto sentimiento, si bien artificial, de comunidad; fuera de eso, además de pulcritud y funcionalidad, ese espacio carece de cualesquiera otras señas particulares.

Un área rara, entre la pecera del fumador y la cafetería libre de restricciones, es la habitación de fumar del aeropuerto de Washington D.C.; sin encanto, como olvidada de otros tiempos en una terminal de lo más moderno: ahí, sin embargo, el viajero deja escapar una risa ineludible cuando cierra la puerta, se deja caer en la austera butaca y se da cuenta que el espacio que ahora ocupa está a cargo del heroico departamento de bomberos del distrito de Columbia.

El viajero encuentra su legítimo paraíso en las cafeterías libres de restricciones; la primera de ellas, escondida en lo más profundo del aeropuerto de Quito, Ecuador; carece de ventanas, tiene muebles suficientemente cómodos y modernos, y está patrocinada por una marca de refrescos vituperada pero consumida por casi todos los seres humanos del planeta. Expende un café delicioso y en la compra de una cajetilla de cigarrillos obsequia con una cajita de cerillos de madera que se conserva de puro gusto. A miles de kilómetros de ahí, en la ciudad de Atlanta, Estados Unidos, el aeropuerto es una urbe por sí mismo; dispone de una sórdida cafetería como arrancada de una película de Tarantino; un rincón oculto tras de una puerta anónima y sólo le faltan las escupideras en el suelo, el forzudo con chaleco de piel y los brazos íntegramente tatuados y un buen pleito a sillazos para completar el estereotipo; dispone sin embargo, de tres encantos magníficos; dos para la memoria y uno permanente; el último es una estupenda vista sobre las pistas de los aviones mercantes, resulta fascinante el lento movimiento de esas ballenas que se enfilan, como en una migración prehistórica a las pistas, donde, dotadas de una gracilidad inimaginable abandonan su condición cetácea para volverse gigantescas bestias voladoras con sus vientres repletos de riqueza; de las dos primeras, una es apenas un guiño que escapa del turista para impactar al viajero: una bellísima chica mexicana, que no tiene cigarrillos pero cuya sonrisa le garantiza que podrá fumar gratis cuantos quiera, viene de Islandia y se dirige a Berlín, ha dado ese gigantesco rodeo porque los recursos de su año sabático preuniversitario no son ilimitados y está dispuesta a cazar las ofertas más descabelladas con tal de seguir conociendo el mundo; el viajero reconoce de inmediato a uno de los miembros más jóvenes de su tribu y luego de compartir el tercer cigarro con ella, sin dejar señas ni coordenadas, se despiden y desean suerte porque el avión que lo llevará de vuelta a casa esta próximo a partir; el último de los tres encantos es histórico y ha ocurrido simultáneamente con el anterior, los soldados que el presidente Obama prometió traer de vuelta a sus hogares regresaron por fin. El viajero habría pensado en el alegre retorno de los soldados que habían dejado hijos incógnitos y novias hermosas en París, Berlín o Roma al final de la Segunda Guerra Mundial, pero con lo que se encuentra es con fantasmales soldados –hombres y mujeres-, con su impecable uniforme de faena y rostros en los que la sonrisa se niega a aparecer y el tedio y aburrimiento ahuyenta el sentimiento de gloria y orgullo que parece no han conquistado.

El último y mejor de todos los espacios fumadores es una pequeña y muy completa cafetería en el aeropuerto Václav Havel de Praga; sencillo con claridad meridiana, con un bar bien aprovisionado de buenos sándwiches y bebidas y un delicioso café –anunciado como colombiano- de calidad mucho más que suficiente, grandes ventanales a pie de pista por los que se dejan ver rápidos e incesantes , pequeños aviones para vuelos domésticos y sobre todo, la dulce sensación de estar, con enorme nostalgia, en un viejo restaurante,  de aquellos que eran comunes cuando las libertades aún eran prioritarias y resultaba natural fumar un cigarrillo acompañando al café; es ahí donde, como dice la canción, fumando espero.

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