Para comenzar el fin de semana, una selección de los mejores momentos de esta magnífica novela que nos cuestiona sobre el destino de los niños que una vez fuimos. Que ustedes lo disfruten.
Gran cabaret, de David Grossman, Editorial Lumen.
Soy el primer hombre de la historia con depresión posparto. Cinco veces he caído en la depresión posparto. En realidad han sido cuatro, porque unos fueron gemelos. Aunque sí, pensándolo mejor, sí han sido cinco veces, si contamos la depresión posparto que tuve al nacer yo.
Has venido, dicen sus ojos, mira lo que el tiempo nos ha hecho, aquí estoy, no tengas piedad de mí.
¿Por qué se habrá empeñado en hacerme venir? ;Para qué habrá necesitado invitar a un adversario, me pregunto yo, si él ya se basta a sí mismo?
Y de repente, unas risitas ahogadas: parece un niño en el sillón de un gigante. Me doy cuenta de que algunos se cuidan mucho de reírse abiertamente y que además le rehúyen la mirada, como si temieran meterse en un lío entrometiéndose en alguna cuenta pendiente que el hombre pueda tener consigo mismo. Quizá sean conscientes, como yo, de que les habría gustado. Poco a poco sus botas se alzan, mostrándonos los tacones, altos, algo femeninos. Las risitas aumentan, encadenadas, hasta que de algún modo ya se han metido en esa cuenta pendiente del hombre más de lo que una risotada general inunda la sala.
Procuré tranquilizarme. Hace tres años, que por repetidos ataques de ira como este, perdí mi puesto de trabajo, así que, todavía al teléfono pensé: qué habré perdido en esta ocasión?
Lo oía respirar. Sentí a Tamara encogerse dentro de mí. Estás lleno de odio, me dijo. De lo que estoy lleno es de añoranza, pensé, ¿no te das cuenta? Estoy envenenado de añoranza.
Gracias a sus preguntas empecé a ser consciente de poseer un raro tesoro: experiencia en la vida; que mi existencia, que hasta entonces había vivido como un fastidio de vertiginosos viajes, constantes traslados de casa y de cambios de colegio, de idiomas y de rostros, había sido, en realidad, una enorme aventura.
Y siempre, cuando nos despedíamos, revoloteaban entre nosotros unas posibilidades que ninguno de los dos se atrevía a formular en voz alta, como si todavía no confiáramos en que nuestra frágil amistad pudiera resistir la realidad, de manera que dejábamos en el aire preguntas como: ¿y si quedamos porque sí, sin que tenga que ser al salir de la clase de matemáticas?; ¿ si vamos al cine? ;Vamos a tu casa?
En honor a la verdad se ha tratado de un casi imperceptible movimiento de cabeza, aunque también se me ha escapado un pequeño guiño, el guiño que siempre nos hacíamos ella y yo, incluso cuando reñíamos, dos chispas volando de un ojo al otro, la chispa -yo que ella llevaba dentro y la chispa- ella que llevo yo.
Nada, que no. Habéis visto alguna vez reírse a un izquierdista? Os apuesto lo que queráis a que no, que no se ríe ni cuando está solo, y eso que normalmente está solo, pero por lo que sea nada les hace gracia. No los entiendo…
Con mi padre no podía jugar, y en nuestra casa, por si todavía no lo habéis captado, éramos monoteístas: solo existía él; solo contaba su voluntad, y si te atrevías a chistar, se quitaba la correa y ¡zas! Azota el aire con con la mano, los tendones del cuello se le tensan y el rostro se la deforma en una mueca que refleja pavor y odio. Solo los labios sonríen, o intentan esbozar una sonrisa. Por un momento veo a un niño pequeño, el niño pequeño que conocí o, mejor dicho, que no conocí. A medida que pasa el rato me doy cuenta de que no lo conocí en absoluto menudo actor, Dios mío, qué bien sabía actuar ya entonces y qué terrible esfuerzo tuvo que hacer para aparentar aquella amistad conmigo!- un niño atrapado entre espada y la pared con un padre que lo azotaba con la conca del cinturón.
Cada vez entienden menos cuál es su papel en esta actuación en la que participan a supesar. No me cabe la menor duda de que hace ya rato que se habrían levantado para marcharse, o que lo habrían echado a él del escenario a abucheos, si no fuera por la tentación a la que tantísimo nos cuesta resistirnos, la tentación de asomarnos al infierno de los demás.
Nosotros solo nos teníamos a los tres, padre-madre-hijo, y cuando estábamos allí junto al camión, la verdad es que me entró muchísimo miedo, no sé, era como si algo no me cuadrara, como una premonición, no lo sé bien, pero tuve muchísimo miedo de dejarlos allí solos, el uno con el otro…
Hubo en todo aquello, sin embargo, cierto engaño por mi parte, una especie de trampa de la que jamás he llegado a entender sus recovecos. La artimaña del empleo de una ganzúa. Noté que revivía de nuevo al Dóvaleh de antes para servirme de él en aquel momento con Liora y dejarlo fluir por mi garganta, aunque con sangre fría más espantosa, porque sabía perfectamente que después de aquello volvería a borrarlo de mi vida.
Ahora ha adoptado un aire paternal, ven conmigo, muchacho, que el coche te está esperando, y al que solo le falta decirme gracias por habernos escogido, muchacho, porque somos muy conscientes de que podías haber escogido cualquiera otra de nuestras bases para quedarte huérfano…
Se queda callado un momento, sonriéndole a un recuerdo lejano, puede que a la imagen de sus padres preparándole el petate. Se da una palmada en el muslo se ríe, ¡se ríe! Con una risa normal, desde dentro, muy distinta de su risa profesional, tan venenosa y falsa. Ahora se ríe como una persona sencilla, lo que provoса que al instante, entre el público, unos cuantos se rían con él, como yo, ¿por qué no?, aunque no sea más que por apoyarlo en uno de los pocos momentos en los que ha tenido piedad de sí mismo.
Dóvaleh tiene que dar tres vueltas enteras al escenario para que le vuelva el alma al cuerpo, y durante el tiempo que tarda en hacerlo me veo repentinamente acometido por un dolor que no parece de este mundo: si por lo menos me hubiera quedado un hijo de ella, pienso por enésima vez, aunque en esta ocasión me duele muchísimo más pensarlo, como si me clavaran algo en un lugar mucho más recóndito de mí; un niño que me recordara a ella en algún detalle, por pequeño que fuera, un hoyuelo de la mejilla, un gesto de la boca. Nada más. Juro que no necesitaría más que eso.
En su vida había ido a un partido, porque le parecía una pérdida de tiempo. ¿Para qué hay que jugar noventa minutos si con veinte basta? ;Por qué no terminar el partido al primer gol? Pero se le había metido en la cabeza que como yo era pequeñito y debilucho, si tenía conocimientos de fútbol, los chicos me respetarían, me protegerían, no me pegarían demasiado. Así funcionaba su mente, siempre movida por algún interés oculto, una mente al acecho, nunca sabías del todo cómo tratarlo ni si estaba contigo o contra ti. Y creo que así me educó también, creyendo que al fin y al cabo todo el mundo hace sus cuentas, porque ese era su mantra en la vida, la esencia que mi padre le dejó en herencia a su hijito.