Nuestra breve ruta se acerca al final, en los infiernos creativos, de la locura, una de sus cumbres más excelsas, la locura del Quijote, que ustedes disfruten estas perlas:
Porque ¿cómo queréis vos que no me tenga confuso el qué dirá el antiguo legislador que llaman vulgo cuando vea que, al cabo de tantos años como ha que duermo en el silencio del olvido, salgo ahora con todos mis años a cuestas, con una leyenda seca como un esparto, ajena de invención, menguada de estilo, pobre de conceptos y falta de toda erudición y doctrina, sin acotaciones en el fin del libro, como veo que están otros libros, aunque sean fabulosos y profanos, tan llenos de sentencias de Aristóteles, de Platón y de toda la caterva de filósofos que admiran a los leyentes y tienen a sus autores por hombres leídos, eruditos y elocuentes? Pues ¿qué, cuando citan la Divina Escritura? No dirán que son unos Santos Tomases y otros doctores de la Iglesia; guardando en esto un decoro tan ingenioso, que en un renglón han pintado un enamorado distraído, y en otro hacen un sermoncico cristiano, que es un contento y un regalo oílle y leelle. De todo esto ha de carecer mi libro, porque no tengo qué acotar en el margen, ni qué anotar en el fin, ni menos sé que autores sigo en él, para ponerlos al principio, como hacen todos, por las letras del A, B, C, comenzando en Aristóteles y acabando en Xenofonte y en Zoilo y Zeuxis, aunque fue maldiciente el uno y pintor el otro. también ha de carecer mi libro de sonetos al principio, a lo menos de sonetos cuyos autores sean duques, marqueses, condes, obispos, damas o poetas celebérrimos;: aunque si yo los pidiese a dos o tres oficiales amigos, yo sé que los darían, y tales, que no les igualasen los de aquellos que tienen más nombre en nuestra España…
“Díjole como ya le había dicho que en aquel castillo no había capilla, y para lo que restaba de hacer tampoco era necesaria; que todo el toque de quedar armado caballero consistía en la pescozada y en el espaldarazo, según él tenía noticia del ceremonial de la orden, y que aquello en mitad de un campo se podía hacer; y que ya había cumplido con lo que tocaba al velar las armas, que con solas dos horas de vela se cumplía, cuanto más que él había estado más de cuatro. Todo se lo creyó Don Quijote… Advertido y medroso desto el castellano, trujo luego un libro donde asentaba la paja y cebada que daba a los harrieros, y con un cabo de vela que le traía un muchacho y con las dos ya dichas doncellas, se vino a donde Don Quijote estaba, al cual mandó hincar de rodillas; y, leyendo en su manual (como que decía alguna devota oración), en mitad de la leyenda alzó la mano y dióle sobre el cuello un buen golpe, y tras él, con su mesma espada, un gentil espaldarazo, siempre murmurando entre dientes, como que rezaba. Hecho esto, mandó a una de aquellas damas que le ciñese la espada, la cual lo hizo con mucha desenvoltura y discreción; porque no fue menester poca para no reventar de risa a cada punto de las ceremonias pero las proezas que ya habían visto el novel caballero las tenía la risa a raya…”
“En este tiempo solicitó Don Quijote a un labrador vecino suyo, hombre de bien (si es que este título se puede dar al que es pobre), pero de muy poca sal en la mollera. En resolución, tanto le dijo, tanto le persuadió y prometió que el pobre villano se determinó de salirse con él y servirle de escudero. Decíale, entre otras cosas, Don Quijote que se dispusiese a ir con él de buena gana, porque tal vez le podía suceder aventura que ganase en quítame de allá esas pajas alguna ínsula, y le dejase a él por gobernador della. Con esas promesas y otras tales, Sancho Panza, que así se llamaba el labrador, dejó su mujer y hijos y asentó por escudero de su vecino…”
Y el primero que maese Nicolás le dio en las manos fue Los cuatro de Amadís de Gaula, y dijo el Cura:
Parece cosa de misterio esta; porque según he oído decir, este libro fue el primero de caballerías que se imprimió en España, y todos los demás han tomado principio y origen deste; y así me parece que como a dogmatizador de una secta tan mala, le debemos sin excusa alguna, condenar al fuego.
No, señor – dijo el Barbero -; que también he oído decir que es el mejor de todos los libros que de este género se han compuesto; y así, como a único en su arte, se debe perdonar…
Este es -respondió el Barbero – Don Olivante de Laura.
El autor de ese libro -dijo el Cura fue el mesmo que compuso a jardín de flores, y, en verdad, que no sepa determinar cuál de los dos libros es más verdadero, o, por decir mejor, menos mentiroso; solo sé decir que este irá al corral, por disparatado y arrogante.
La Galatea, de Miguel de Cervantes – dijo el Barbero.
Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos. Su libro tiene algo de bueno invención; propone algo, y no concluye nada; es menester esperar la segunda parte que promete, quizá con la enmienda alcanzará del todo la misericordia que ahora se le niega; y entre tanto que esto se ve, tenedle recluso en vuestra posada.
Señor compadre, que me place respondió el Barbero-. y aquí vienen tres, todos juntos: La Araucana de don Alonso de Ercilla; La Austríada, de Juan Rufo, jurado de Córdoba, y el Monserrate, de Cristóbal de Virués, poeta valenciano…