La experiencia lectora me ha obsequiado con uno de los libros más memorables que recuerde, aquí diez de sus momentos estelares:
Heigo Kurosawa fue un admirado benshi, narrador de películas mudas para el público japonés. Se convirtió en una estrella; la gente acudía en masa a escucharlo. Introdujo a su hermano pequeño Akira que por entonces quería ser pintor, en los ambientes cinematográficos de Tokyo. En torno a 1930, con la vertiginosa llegada del sonido, los benshi perdieron su trabajo, su fama se eclipsó y fueron olvidados Heigo se suicidó en 1933. Akira dedicó toda su vida a dirigir películas como las que aprendió a amar en la voz de su hermano mayor.
Los imperios jóvenes tienen apetitos simples; sencillamente, lo quieren todo. Aspiran a la pujanza militar, al poder económico y, también, a los esplendores del viejo mundo. Con ese afán los Escipiones trasplantaron la biblioteca real de Macedonia a Roma y, al calor de aquellos valiosos libros, atrajeron a un círculo de escritores griegos y latinos. Por la fuerza de las armas y del dinero, estaban intentando desplazar los centros de gravedad de la creación literaria. Ha sucedido muchas veces: la política redibuja los mapas culturales.
El coleccionista romano recuerda al de los ricos capitalistas estadounidenses, que, maravillados ante los largos siglos del arte europeo y por un puñado de dólares, expoliaban retablos, frescos arrancados de los muros, claustros completos, portadas de iglesias, frágiles antigüedades y lienzos de los grandes maestros. También bibliotecas enteras. Así imaginó Scott Fitzgerald al joven millonario Jay Gatsby. Su fortuna, procedente de oscuros contrabandos, brillaba en una gran mansión de Long Island donde no faltaba.ningún lujo ni refinamiento. Gatsby era conocido por sus fiestas carísimas y extravagantes en las cuales nunca participaba. En realidad, un amor infantil y conmovedor latía detrás de sus exhibiciones de opulencia. El derroche, la luz, los bailes hasta la madrugada, los coches llamativos y el arte europeo eran fuegos de artificio para deslumbrar a la chica que lo abandonó años atrás, cuando aún no era lo suficientemente rico. En el palacio que Gatsby había construido como celebración kitsch de su ascenso social no podía faltar «una biblioteca gótica, artesonada con roble inglés tallado, que probablemente había sido trasladada completa desde alguna ruina situada al otro lado del mar.
Desde aquel tiempo hasta el presente, nuestra fe candorosa en las recetas para la vida ha dado de comer a muchos charlatanes de la retórica. Hoy nos inundan decálogos de autoayuda que ofrecen sus milagrosas listas del éxito: diez fórmulas para salvar nuestro matrimonio, para esculpir nuestro cuerpo o para convertirnos en personas altamente efectivas; diez claves para ser buenos padres, diez trucos para hacer el chuletón perfecto, diez frases brillantes para acabar un capítulo. El último, por desgracia, no lo compré.
Por eso, debemos considerar un pequeño milagro colectivo -gracias a la pasión desconocida de muchos lectores anónimos- que una obra tan extensa como las Historias de Heródoto, y por tanto tan vulnerable, haya llegado hasta nosotros bordeando el desfiladero de los siglos. Como escribe J. M. Coetzee, lo clásico es «aquello que sobrevive a la peor barbarie, aquello que sobrevive porque hay generaciones de personas que no se pueden permitir ignorarlo y, por tanto, se agarran a ello a cualquier precio».
Los escritores antiguos comprendieron muy pronto que los caminos más fascinantes son aquellos que nacen en las grietas, en los puntos ciegos y en las manipulaciones del relato. ¿Penélope esperó fielmente a Ulises o lo engañó en su ausencia? ¿Helena estuvo o no estuvo en Troya? ¿Abandonó Teseo a Ariadna, o fue raptada? ¿Orfeo amaba a Eurídice más que a su vida o fue el primer pederasta? Todas estas variantes coexistieron dentro del enmarañado laberinto de la mitología griega. Como en Rashomon, debemos elegir entre relatos incompatibles entre sí. Aquella primitiva literatura europea nos legó ese gusto por la multiplicación de los puntos de vista, por las variaciones y diferentes lecturas, por las narraciones tejidas y destejidas una y otra vez.
El microscopio y el telescopio son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación».
Al adoptarlo, le dijeron una frase inquietante: «Sabemos contar mentiras que parecen verdades, y sabemos, cuando queremos, proclamar la verdad». Es una de las reflexiones más antiguas sobre la ficción -esa mentira sincera- y, tal vez, también una confesión íntima. Me gusta pensar que Hesíodo, el niño poeta rodeado de silencio, balidos y boñigas, como siglos más tarde Miguel Hernández, revela aquí su obsesión por las palabras. Las palabras que ama y le aterran por el poder que tienen en el mundo, por el mal uso que se puede hacer de ellas.
El escritor italiano Vasco Pratolini dijo que la literatura consiste en hacer ejercicios de caligrafía sobre la piel. Aunque no pensaba en el pergamino, la imagen es perfecta. Cuando triunfó el nuevo material de escritura, los libros se transformaron en eso precisamente: cuerpos habitados por las palabras, pensamientos tatuados en la piel.
Los detalles más precisos sobre una biblioteca egipcia los relata un viajero griego, Hecateo de Abdera, que en tiempos de Ptolomeo I consiguió una visita guiada por el templo de Amón en Tebas. Describe como una experiencia exótica su recorrido por el laberinto de salas, patios, pasillos y habitaciones del recinto. En una galería cubierta dice haber visto la biblioteca sagrada sobre la cual se hallaba escrito: «Lugar de cuidado del alma». Más allá de la belleza de esa idea -la biblioteca como clínica del alma-, apenas sabemos nada sobre las colecciones de libros egipcios.