El compás de las letras: diez encuentros entre literatura y música

  • Octubre 25 a Diciembre 27
  • Diez sesiones vía zoom
  • Grabación de las sesiones
  • Publicación de trabajos de los participantes
  • Material audiovisual para cada sesión
  • Una visita desde la música isabelina en la obra de Shakesperare, el poema sinfónico, el enorme mundo de la ópera, el Jazz de Cortázar y el Rock de los Beatniks y de la literatura de la Onda; el camino de Proust y Nietszche en la música y el cine, la música y la literatura.
  • Costo: 1,200 pesos (Mx)
  • Inf. Whatsapp: 5535154057
El compás de las letras

El vals del minuto: Manjar de dioses, literatura y gastronomía

Un minuto y un poco más para hablar de comida, banquetes, cocineros y platillos en la enorme mesa de la literatura

Manjar de dioses, una mirada a la gastronomía en la literatura

Lo que hay en la Cisterna: El tiempo perdido de Proust para libre descarga

Feliz cumpleaños Marcel Proust, padre de la novela moderna, creador de imágenes imperecederas.

Para celebrarlo, por estar en dominio público, su inmortal obra: El tiempo perdido.

Que ustedes la disfruten:

Por el camino de Swann

A la sombra de las muchachas en flor

El mundo de Guermantes

Sodoma y Gomorra

La prisionera

La fugitiva

El tiempo recuperado

Taller: Derecho y literatura por César Benedicto Callejas

Dirigido a abogados, filósofos, sociólogos, escritores y creadores de todas las ramas de la cultura, ofrece una serie de reflexiones en torno a la narrativa de lo jurídico y lo literario, una explicación a los fenómenos de nuestro tiempo y una comprensión de la cultura como identidad y clave de interpretación de la realidad. Una visión a los juicios de Oscar Wilde, el Holocausto y el caso Dreyfus. 10 horas con material especializado, audiovisual y textos.

Inicia: 28 de abril.

Una oportunidad para no perderse:

http://edured.mx/taller_derecholit.html

 

Lo que guarda la Cisterna: En busca del tiempo perdido Marcel Proust

En el aniversario luctuoso de Marcel Proust, Cisterna de Sol ofrece, para libre descarga, la obra que señaló el parteaguas en la historia de la novelística mundial. En dominio público, la ofrecemos para libre descarga, que ustedes la disfruten:

Por el camino de Swann

A la sombra de las muchachas en flor

El mundo de Guermantes

Sodoma y Gomorra

La prisionera

La fugitiva

El tiempo recobrado

El libro nuestro de cada martes: Sí, de Thomas Bernhard

He sido lector de Bernard desde hace más de veinte años, en mi entrada a la edad adulta fue un compañero y una especie de guía en ese momento, casi desesperado de acceder a la independencia y de ver la caída de los mitos que sostienen el peso de la juventud.

Lo dejé por mucho tiempo. Se trata de un autor exigente, de un escritor no diría que difícil pero sí que precisa de serenidad de juicio. Mientras otras lecturas reclamaban mi tiempo Bernhard esperaba su turno para devolverme a tierra, a plantearme las circunstancias básicas de mi humanidad,  mi diálogo con los otros, mi presencia ante los otros y ante los demás.

Sí, cayó por casualidad en mis manos. Un libro breve pero potente, era el momento de volver a asociar mis horas lectoras con Berhard; es cierto que Extinción me había dejado agotado. En él descubro la evolución de Proust, por ejemplo, pero también los diálogos conmigo mismo, mis soliloquios desesperados que todos tenemos de cuando en cuando, en aquellos momentos en que el mundo no quiere marchar como debiera, o mejor dicho, como creemos de buena fe que debiera marchar. «Sí» me devolvió aquél Bernhard que siempre he reverenciado, desde luego, la lectura atenta me revela personajes gigantes que hay que descubrir por pistas, tramas dentro de las tramas, mundos dentro de las frases y todo en el paciente y acompasado ritmo de sus letras.

Personajes sin nombre, lugares sin ubicación precisa, todo ello para decirnos que el mundo de lo humano abarca el universo de todo lo que puede ser conocido o imaginado.

«Sí» es un reto que no se puede dejar pasar.

Algo más sobre el libro:

http://www.anagrama-ed.es/libro/edicion-limitada/si/9788433928443/EL_17

Algo más sobre Thomas Bernhard

https://www.franceculture.fr/personne-thomas-bernhard.html

El libro nuestro de cada martes: La comedia literaria de Catherine Meurisse

Vuelvo sobre el cómic, la novela gráfica, todos esos encantos que me devuelven un poco a mi infancia y que me refrescan la lectura. He aquí un libro para leer entre libros, o al menos eso aparenta, se trata de una historia de la literatura francesa desde Roldán hasta Boris Vian, una obra de Catherine Meurisse en la excelente edición de Impedimenta.

Tuve buenos maestros de literatura, tanto que aquí me tienen, esclavizado dulcemente a la lectura y a la literatura, pero si tal vez nos encaminaran a las letras por el camino que eligió Meurisse tendríamos más lectores y menos renegados de la literatura. Se trata de un juego de datos, bastante fidedignos, fieles y oportunos, en circunstancias que no pocas veces nos arrancan la carcajada; se trata de un trabajo en el que se une la opinión con el humor y en el que encontramos la narrativa de la literatura francesa como un camino en la evolución de la sociedad y de la cultura en su tiempo.

De vez en cuando, quienes siguen el blog lo saben, me aventuro por las letras menos tradicionales y no pocas veces me he visto recompensado, ahora, por ejemplo, he salido de cacería y me he encontrado con una magnífica presa; la he devorado con fruición y todavía, meses después, me sigo saboreando sus delicias; la he compartido con mis hijos y vaya que ha funcionado, lo interesante es que cada uno, lectores de 14, 10 y 47 años, nos hemos encontrado cosas diferentes.

Si quiere encontrarse con Proust, Balzac, Vian, Verne, Dumas, Montesquieu, Diderot, Villon y todos quienes integral la Pleiade pero sin corbata, relájese y venga a disfrutar este magnífico libro.

Algo más sobre el libro:

http://impedimenta.es/libros.php/la-comedia-literaria

Algo más sobre Catherine Meurisse

El libro nuestro de cada martes: Llámalo sueño, de Henry Roth

Hay autores de pocos libros, incluso grandes escritores que han dado un sólo texto. Henry Roth es uno de ellos, aunque entre éste su primer libro y el siguiente rondan treinta años y el segundo fue prácticamente olvidado, «Llámalo sueño» es uno de los principales monumentos de la literatura norteamericana de la primera mitad del sigo XX.

Una historia que se vive hacia el interior de los personajes en convivencia difíciles pero intensas, en el mundo en el que el joven se descubre a sí mismo en la diferencia con los otros.

A medio camino entre Proust y Salinger, este curioso autor dijo todo cuanto tenía que decir en un texto de mediano tamaño, porque habló de sí, niño judío en Nueva York; y habló de la ciudad pujante y monstruosa que lo había recibido.

Hay tres grandes de un mismo apellido: Joseph, el padre; Philip, el hijo y Henry, el espíritu santo.

No lo pierda de vista.

https://tertuliaporvenirxxi.blogspot.mx/2009/02/llamalo-sueno-de-henry-roth-resena-de.html

 

Presentación de «Los minutos de Ulises», Novela de César Benedicto Callejas

Después de la maravillosa experiencia en la Casa Universitaria del libro de la Universidad Autónoma de Nuevo León, les ofrecemos el texto del autor en la presentación.

Quisiera comenzar citando a una muy querida amiga de don Alfonso Reyes, la filósofa española María Zambrano al recibir el Premio Cervantes:

Para salir de la perplejidad y del asombro, para hacerme visible y hasta reconocible, permitidme una vez más que recurra a la palabra luminosa de la ofrenda: Gracias.

Gracias a la Universidad Autónoma de Nuevo León, en particular a Celso José Garza, Secretario de Extensión y Cultura de la propia Universidad por acoger esta novela que es, como todas las que se escriben de corazón, un resumen de obsesiones, ideas y querencias de quien las da a la pluma.

Gracias a Minerva Margarita Villarreal por su amistad y por acompañarme en este camino tan grato que ha sido la publicación de los Minutos de Ulises.

Al estupendo equipo del Fondo Editorial Nuevo León, bajo la magnífica dirección Carolina Farías que produjo en un tiempo inusitado y con una calidad que no por habitual deja de ser asombrosa; estoy cierto de que si Balzac la hubiera conocido, en lugar de pensar en un infierno particular para los editores, habría deseado un paraíso particular para ella y su personal.

Gracias, a Hugo Valdés, por su lectura y comentarios, por estar presente aquí y por compartir la idea de que una narración en segunda persona puede no sólo ser efectiva sino también profundamente emotiva y cercana.

Gracias a mi hija Almudena que me acompaña, a la que espero la alegre más estar conmigo en este momento memorable que el hecho de haber faltado a la escuela un par de días. García Márquez decía que muy pronto en su vida había tenido que dejar la escuela para comenzar a educarse; me parece que momentos y lugares como estos son las lecciones de vida que uno debería procurarse tanto como se procura el pan de cada día.

Gracias a mi esposa Adriana Salmerón, que no puede estar en este momento pero sin cuya paciencia estas letras no estarían en las manos de todos nosotros.

Gracias a todos ustedes por obsequiarme con estos minutos de su tiempo en la presentación de una historia que todos conocemos pero que resulta inédita por la forma de narrarse, no porque se haya escrito desde el corazón de un lector, sino porque representa el paso de un hombre ejemplar por esta tierra, por este nuestro país y por ese nuestro continente que es la lengua española: Alfonso Reyes.

Comencé mi diálogo con don Alfonso Reyes harán ya tres décadas; a él me lo recomendó un ensayo de Jorge Luis Borges; muy pronto sus libros me llevaron a la Capilla Alfonsina de la Ciudad de México y ahí dejé mis horas de aprendiz con Alicia Reyes; desde la primera vez que entré a ese recinto donde reposan y aguardan gran parte de mis mejores esperanzas, me impresionó una cama que esta cerca del escritorio donde Reyes dio a la luz sus textos más maduros; en esa cama reposaba cuando las jornadas eran demasiado extenuantes y en ella vino a caer enfermo por última vez y en ella terminó su viaje vital.

El recuerdo de aquel lecho me acompaña de vez en cuando y me parece que cuando lo traigo a la memoria lo que veo es un puerto de partida a las tierras incógnitas de las que Reyes ya no nos podrá hablar; cuando pienso en la Capilla Alfonsina pienso en un buque compacto, bien armado con destino a la eternidad por cuyas ventanas lo mismo aparece Rio de Janeiro que Buenos Aires, lo mismo Ítaca que Nueva York y lo mismo Xochimilco que el río de Santa Catarina.

En los momentos aburridísimos de algunas materias de la escuela preparatoria donde estudiaba, cuyo nombre siempre quiero recordar pero no ahora para no ser ingrato, la Capilla me acogió y en lugar de clases me cité en Junta de Sombras con un hombre que, sin saberlo, se iría convirtiendo no sólo en mi autor no predilecto, sino más importante y más allá de ello, en el hombre cuyo ejemplo vital se convertiría en uno de los más importantes de mi existencia. Todavía hoy, recordando una frase de la vieja edición del diario de don Alfonso – cuando escribí la novela no contábamos con ese magnífico aparato que es la nueva edición casi completa de los diarios… casi porque no ha terminado de aparecer un volumen ciertamente importante-, recuerdo una frase de Reyes cuando el agua parecía llegarle a los aparejos: “¿dónde estará el paraíso?

Las pasiones sólo se resuelven mediante el dolor o mediante la entrega y en el caso de mi relación con Reyes y con la literatura, no me arrepentiría ni en tres vidas más de haberme entregado a esa amistad tan larga ya casi como mi vida. Particularmente porque nació de una época, en la que, como decía don Alfonso, nos salvamos o nos perdemos y de la que traemos siempre las marcas de las lágrimas en el alma.

Sigo citando a Reyes, no sólo como protagonista de la propia novela de su vida, sino como ejemplo de cómo la lengua y la literatura, para las cosas de la razón, es bastante y de cómo se vive una existencia en torno a la obediencia a la vocación. Decía el regiomontano universal que lo malo de leer mucho es que luego a uno le da por escribir y yo no podría ser la excepción. Quise narrar la vida de don Alfonso en sus últimos minutos de vida, tanto porque fue, a lo largo de su existencia muy aficionado a cerrar ciclos con balances bien contabilizados, pero que pese a  su ingente idea de orden que todo lo acomodaba y todo lo explicaba, dejaba gotitas de sangre y llanto en cada una de sus páginas. No sólo me preguntaba cuál habría sido su balance final, sino qué es lo que se podía hacer con un legado como el suyo de una vida tan plena, tan bien vivida hasta extremos inimaginables… me lo imaginé aterrado y fascinado en los campos del candomblé en Brasil, extasiado en la contemplación de los ojos de Kikí de Montparnasse y fascinado con el descubrimiento de un dato que no conocía antes de alguna lectura. Como si todo sentimiento pudiera recaer en palabras, más pálidas que la realidad, pero al mismo tiempo salvadoras:

Y así, soñando, te construiste ese mundo que, como el sol de Monterrey, viajó siempre contigo; así, soñando te hiciste de todo cuanto fue bueno y agradable para ti: el espíritu de la psicología de Proust, los vinos de Francia, – especialmente el Médoc – y la imagen y el recuerdo de Kikí de Montparnasse. De ella no logró engañarte el halo en que la envolvía la cercanía de Modigliani, de Soutine y de Kieslign, que era su atractivo para turistas, pero te embrujó su belleza morena de borgoñona casi española, su forma dulce de estar y de no estar, de disminuir juguetona el espacio para aniquilarse luego en esa autocontemplación que hacían de ella la modelo perfecta. El secreto que compartió contigo: haber trabajado como ayudante de un panadero durante la Gran Guerra cuando todos los jóvenes partían a las trincheras, la hacía a tus ojos tan apetecible como un bocadillo de crema; porque amaste los cuerpos Alfonso, tanto como los espíritus y las voces, amabas los cuerpos porque materializaban y daban vida y movimiento a todo aquello deseable que tenían las almas; nunca fuiste un ángel Alfonso, por más que fueras un hombre que bien entendía el llamado de lo divino, nunca te volviste místico, porque siempre fuiste humano, acaso terriblemente humano y así soñando, escribiste para Kikí:

Y ya que, de andar en harina

sin amores, sin amores ¿eh?

se enmascaraba de abajo arriba

y tan blanca como un pastel,

¡aquella vaga sensualidad

de salir y hacerse ver!

No quise apoderarme de él, quise interpretar su sensación de viajero en el tiempo, las ideas y las palabras, pero sobre todo, de viajero en las sensaciones y los sentimientos. Reyes escribió muchísimo sobre sus ideas y sobre las ajenas, pero algo que luego nos pasa por alto pero que está más que presente, es que el principal tema de Alfonso Reyes en su literatura son sus sensaciones y sus pasiones.

No nos habla de otra cosa nunca, ni siquiera en sus trabajos más eruditos o más técnicamente literarios, pero es un hombre educado en el pudor de la cultura esforzada de esta tierra, en la que se puede decir todo como es, directo y sin ambagues, como buen regiomontano Reyes aborrece los eufemismos, pero su corazón se abre despacio y no deja entrar a cualquiera; una vez que se está dentro se disfruta del más amable lugar que uno pudiera soñar. Si la literatura de Reyes es una colección de pistas para entrar en ese mundo fascinante, habría pues que interpretar su existencia en ese sentido, solamente ligada a la manera en que, ya lo sabemos, las letras eran una válvula de su moral.

Elegí una forma narrativa muy poco utilizada porque puede ser, sobre todo, moralmente incómoda para los lectores,  la segunda persona del singular. No hubo en ello experimentación, lo que quise fue acompañar en su última partida al amigo que, sin conocerme jamás, hizo tanto por mí. Si ha sido exitoso el intento lo dirá el lector, para mí ha sido un saldar cuentas de manera imposible, como imposible sería pagar la deuda existencial que tengo para con don Alfonso.

Reyes se ve pues como un viajero de sensaciones y de sentimientos; pero quiero resaltar el término viajero. Reyes nació con la maleta bajo la cuna y nunca se desdijo de esa vocación aunque a veces la vida lo obligara a obedecerla. Nació para partir y siempre estuvo volviendo; nació para hacer su santa voluntad y un sino misterioso lo retuvo a veces y lo sometió a pruebas inimaginables y terminó recalando en casa, en su Ítaca, trayéndonos, como bien tradujo “todos los tesoros que le fueron dados en el país de los tesporotos”. Lo quise imaginar así:

Si la librería de Adrienne Monnier era una Isla, París era todo el océano, algunos corsarios pasaban veloces y otros, detenidos en puertos habituales, compartían los tesoros escondidos en sus bodegas, riquezas recogidas de entre el pueblo del opulento país de tesporotos y antes de que Hemingway fabricara el turismo cultural, creaban en los bulevares un ambiente donde las peripecias más audaces y disparatadas de la inteligencia eran cosas cotidianas y siempre posibles; entre aquellos corsarios que de tarde en tarde exponían sobre una mesa de La Coupoule los tesoros que coleccionaban, estaba Guillaume Apollinaire, aquel cubista que mantenía informada a la opinión pública francesa de todo cuanto acontecía en México a través de sus artículos en el Mercure y en L’Europe para los que su hermano Albert, a quien habías conocido en los días aciagos que precipitaron tu exilio, proveía de datos en más de una ocasión alucinantes. Para Apollinaire, México era una tierra fantástica dotada de potencias inusitadas y desbordadoras que trataba con curiosidad, con respeto y no sin cierta fantasía. Su libro, La Mujer Sentada, no dejaba de fascinarte, no sólo por cuanto irrumpía con el cubismo en el ámbito de la literatura sino porque te remitía a la nostalgia del exilio y te arrancaba lágrimas cuando, igual que Pamela, en los peores años te paseabas triste por la Porte Maillot.

Con tanto viajar, con tanto ir y venir, entre las ciudades y los lechos, entre los brazos, las bocas, las mesas y los papeles, Reyes aprendió bien que todos somos siempre extranjeros o – dicho por el revés – que nunca lo somos porque todos los lugares son sitios siempre por descubrir y todos se nos han dado en herencia a través del tiempo. Por eso no se siente ajeno y, en íntima contradicción, siempre está queriendo volver. Peros sus viajes no son nunca infructuosos: un amor aquí y otro allá le dejan cicatrices que se convierten en narración o en poema, una comida ahí y otra acá se traducen en un recuerdo que estalla en un ensayo fantástico escrito treinta años después. Todo en la misma alforja del viajero.

Ulises ya estaba un poco fatigado; no era lejano pensar en reunir en la casa definitiva, la última, todos los dones que recogiste en veinticinco años de viaje, acaso el periodo más largo de tu vida. Sí Alfonso, claro que te dolía ver a Manuela ya cansada y siempre enfadada, pero es que el tiempo de su reloj era otro diferente al tuyo; desde 1913 había sido la compañera perfecta, pero no le podías exigir que fuera la Penélope precisa; en tanto tú, Alfonso, con el alma partida en pedazos escapándosete por la pluma; triste, apenado hasta el fondo del alma, viendo como se te perdía la última flor que te acercó la vida en una ironía sin par y sin moraleja; queriéndote morir justo en un vivero, queriéndote morir mientras que ella, la impronunciable, sobrevivía para siempre; ella a quien siempre recordaste, día a día, año con año, jornada a jornada sin siquiera poder invocar su nombre en voz alta; ella siempre joven, con toda la vida por delante para convertirse en lo que quisiera y tú negándote a ser todo pasado, sabiendo que nadie, ni la vida ni la muerte podían compensarte de lo que perdías; nadie Alfonso, ni el Dios de los cristianos que es todo amor pero que desoye el cuerpo, ni los dioses y las fuerzas de los yorubas que son fuerza, sensualidad y música frenética de orgiásticas ceremonias pero que a cambio, carecen de pensamiento articulado; ni Grecia; ni Góngora, ni Mallarmé. Nadie Alfonso te pudo reponer el sueño que acariciaste pero que no pudiste lograr, porque tu tiempo había pasado.

Reyes tuvo siempre un Virgilio, su padre. A don Bernardo lo mantuvo vivo a fuerza de recuerdo y de letras, de escritura y de ideas; sobre todo de reverencia que muchas veces superó la realidad y lo convirtió en un noble Titán vencido por las circunstancias y por el destino. Para hacerlo redivivo escribió mucho y creo, le demostró que en efecto, dentro de la familia Reyes, si podía alguien hacerse poeta por oficio.

No quiero fatigarlos sino invitarlos a que lean Los Minutos de Ulises. Aspiraría, como lo hace todo escritor, a que participáramos del diálogo, no sólo conmigo, lo que ya sería motivo para mi gratitud perpetua, sino con Reyes y con su vida que es, para cada uno de nosotros, uno de los más grandes regalos que Monterrey haya dado al mundo.

Una vez más, la sagrada palabra del obsequio: Gracias.

Alfonso Reyes vivencial. Una relectura. Texto de la conferencia

 

En el marco del Festival Alfonsino 2016, les ofrecemos el texto de nuestra conferencia

 

Hace algunos meses, gracias a la generosidad de la Embajadora de México en España, doña Roberta Lajous; a la iniciativa de Pablo Raphael, director del Instituto de México en España y a la hospitalidad de la Casa de América, nos encontramos varios escritores, críticos e historiadores conmemorando el centenario de la llegada de Alfonso Reyes a Madrid. Como resulta natural, además de la recordación biográfica, el acento estuvo sobre dos obras fundamentales de la bibliografía reyesiana: “Cartones de Madrid” y “Visión de Anáhuac”. En alguna de las sesiones alguien preguntó porqué, al contrario de otros autores, como Borges por ejemplo, Reyes no generó un libro que lo trascendiera, no a su espacio ni a su tiempo, cosa que logró sin duda en varias ocasiones, sino a sí mismo como autor; es decir, porque no generó un “Aleph” o una “Rayuela” y ello, aunque no se dijo al momento, llevaba implícita la pregunta en el sentido de pensar porqué siendo don Alfonso tan magnífico escritor, no goza de la penetración en el público como, por ejemplo, los propios Borges y Cortázar. Desde entonces la pregunta me ha venido a la cabeza recurrentemente, a veces disfrazada de grito de alarma – y aún de socorro – y otras con el hábito obscuro de la acusación.

A las puertas de la Casa de América, en el corazón de Madrid, charlaba después del coloquio con Jorge F. Hernández que, con su chispeante sentido del humor, lamentaba cómo es que nos hemos perdido de mucho al pasar por alto algunos de los aspectos de la vida de Alfonso Reyes, esos magnéticos, apasionantes y vitales como su relación con las mujeres, por ejemplo, asunto del que todo reyesiano sabe y del que muy poco se dice, como si se quisiera mantener impoluta la imagen del santón literario que nunca aspiró a ser y mutilando la del viajero y el hombre que siempre quiso y supo ser; por ejemplo, con sutileza, en su Minuta, juego poético:

APLOMO

(Escolio de otro caballero a su vecina de la derecha)

—COMIENZAN por decirme Tengo las manos frías

Yo lo compruebo y

SIEMPRE

sé que van a ser mías

O mejor, aún, de su Berkeleyana:

Dimos de repente con un café, al lado del camino, en forma de rotonda abierta generosamente a todos los rumbos, de donde  salían unas muchachas vestidas como de ballet, túnicas mínimas y las piernas al aire, y nos servían en el mismo auto cosas relucientes, burbujeantes, heladas, oro líquido, plata fluida y fría, ¡qué sé yo! Al regreso pasamos de nuevo por ese sitio; pero era de día, la rotonda estaba oscura y cerrada, de aquel fuego sólo quedaban las cenizas, se había disipado el prestigio y apenas se veían los útiles de guardarropía usados por el ilusionista, por el raro encantador que días atrás quiso deleitarnos con sus engaños.

Y, en definitiva, su Análisis de una pasión:

¿Será la trivialidad una solución esquemática, pobre y elegante, de todas las complicaciones de la conducta? Yo salgo de los encuentros lloroso y nervioso. Ella, en cambio, se arregla el peinado y el afeite, y a otra cosa. No parece cargar el lastre de las emociones recibidas. ¡Es para dudar de la ciencia y del conocimiento! ¡Es para dudar del propio amor, en lo que tiene de más humano y consciente! Hay candor, sí, pero candor animal en la solución que encuentra Cecilia. Ella es más fuerte que yo, porque es más débil. Ella es acaso más pura que yo, por cuanto no profundiza ni interroga. ¡Otra vez la salvación visual, lo que pasa frente a los ojos y luego se va, sin torcerse en los laberintos del alma! ¡Qué pocas letras en su alfabeto, y sin embargo le bastan para expresarlo todo!

Con los días, cierta preocupación en torno a la pregunta planteada en el Coloquio se fue transformando y aún cambiando de sujetos, me había replanteado la cuestión de modo que recayera no en el autor, no en el sentido de porqué Reyes no escribió tal o cual libro, ni tampoco en el ninguno de los textos reyesianos que son innúmeros; esto es, tampoco en el sentido de porqué éste o aquél libro no ha logrado la fama y la posteridad que podría tener sino, más bien, desde la óptica de los lectores de Alfonso Reyes, de sus especialistas, críticos y profesores.

Jorge Luis Borges, curiosamente, uno de los autores que se encontraban, a guisa de ejemplo, en la raíz de la pregunta, dijo alguna vez que los seres humanos no tenemos ninguna razón para preocuparnos de la eternidad pues no depende de nosotros; a poco más de cien años de que Reyes pasó a la imprenta su Visión de Anáhuac, parece oportuno hacer una pausa para que los lectores de Reyes, sus críticos, biógrafos e historiadores, nos detengamos a explorar que hemos hecho con la obra de don Alfonso, hasta donde hemos labrado la pesada lápida de la monumentalidad de su obra y cómo hemos transformado sus ensayos hechos para el disfrute de la lectura y el aliño de la cultura en el alud de “papers”, ponencias, conferencias, coloquios y memorias de congresos que, indudablemente, aumentan nuestro conocimiento sobre las letras, el tiempo y la vida de Reyes pero que no necesariamente nos acercan a nuevos lectores potenciales ni tampoco a la difusión directa de sus textos; podríamos decir que con las décadas, hemos convertido a Reyes en un autor más citado que leído y en objeto de disección más que de vivencia. Esta reflexión resultaba especialmente paradójica tratándose de Alfonso Reyes, un autor que mucho se ocupaba de su obra y muy poco de su anhelo de perpetuidad; miremos si no, estas líneas de la tercera serie de la Marginalia:

Tengo un hijo médico y doctor en anatomía patológica. Le he hablado así:

—“Hijo mío, para mientes” (como dijo el de Santillana). Los primitivos instituyeron, con la “occisión del rey viejo”, una saludable práctica social. El viejo ya no posee el mana suficiente para sostener a la tribu. Hay que sustituirlo por un joven dotado de nuevas virtudes. De aquí el aniquilamiento ritual del viejo. Cuando veas que empiezo a escribir sonetos “capicúas” o que se leen lo mismo de izquierda a derecha o al revés, de arriba a abajo o a la inversa; cuando veas (aunque haya sido moda socorrida en nuestros días), que el tour de force comienza a gustarme más que la belleza, y ensartar agujas con los pies me atrae ya más que escuchar el canto pitagórico de las esferas, aplícame una inyeccioncita oportuna, échame fuera de este mundo y no dejes que me ponga en ridículo y arrastre por ahí un cadáver viviente.

Tal vez entonces, podríamos replantearnos la pregunta original, no cuestionándonos sobre porqué no existe ese libro insignia de don Alfonso, sino cómo es que no lo hemos descubierto o mejor aún, cómo es que no lo hemos construido.

En la década de 1960, Eduardo del Río García, conocido como Rius, inventó uno de los personajes más simbólicos de la historieta mexicana, dentro de la serie “Los supermachos”, Juan Calzonzin aparece recuperando la tradición de pícaro mexicano pero renovándolo con el lenguaje y los temas urbanos de la época, así como con la crítica ácida y mordaz de un indígena que, como en su tiempo el Periquillo, se cuela en las grietas de un sistema político corrupto y decadente.

Sus huaraches, su bigote lampiño y su cobija eléctrica a modo de sarape o toga romana, se volvieron durante años, icono de la desgualdad, la exclusión y la corrupción de las peores prácticas de la época más dura del partido hegemónico.

En 1974, Alfonso Arau, con guión propio y de Juan de la Cabada, llevó a la pantalla uno de los primeros capítulos de Los Supermachos, a que tituló “Calzonzin inspector” y que narra las aventuras de Juan Calzonzin como falso inspector político en un pueblo – digamos epónimo – infestado de líderes ladrones y corruptos; en una simpática e irónica comedia de enredos Calzonzin denuncia, con fingida inocencia, la procacidad y mendacidad de los gobernantes y los burócratas, mientras se escapa de una serie de ridículos intentos de asesinato.

Si bien su realización es más bien pobre y la vista general resulta poco afortunada, particularmente en su producciónn, en el minuto 47:26, hay un diálogo que arranca una carcajada enorme por el efecto de contraste de una frase literaria en el entorno paupérrimo de una carcel municipal.

Calzonzin, en su visita al municipio de San Garabato, es llevado casi a la fuerza a supervisar la cárcel local. Los presos son fingidos y sus aplausos comprados con pan; para recibirlo, el secreatio de don Perpetuo del Rosal, presidente municipal durante 30 años, el letrado Gedeon Prieto, emprende el siguiente discurso:

Gedeon Prieto.- Estos aplausos le murmuran: Viajero, has llegado a la región más transparente del aire, San Garabato, donde decir constitución es decir gobierno y donde decir gobierno es decir constitución.

(Juan Calzonzin se dirige a los presos)

Juan Calzonzin.- Queridos colegas…

Además  de la gracia, cuyo efecto es sólo por contraste, lleva un guiño a cierto espectador, el clasemediero educado, que es a quien va dirigida la sátira, pero también ubica a la Visión en el marco de la cultura oficial institucionalizada cuyo manierismo quieren combatir Rius y Arau; dicho de otro modo, una lectura canónica de la Visión ya se había impuesto para entonces, situación que nos vuelve a nuestra pregunta inicial sobre las diferencias entre la obra de Reyes y la de otros autores, lo que asimismo es un llamado para una reflexión vivencial y abierta del tiempo y obra de Reyes.

A lo largo de toda su vida de escritor, que cubre cuatro quintas partes de su existencia, Alfonso Reyes procuró parcelar bien su obra, considerando las materias sobre las que trabajaba pero también los lectores a los que se dirigía y al efecto que esperaba tener en ellos; no obstante, a lo largo de las décadas la lectura de las obras de Reyes han perdido paulatinamente esa diferenciación, y hemos tendido a homologar toda la obra con un rasero principalmente académico y, en cierta forma, dejaron de percibirse fuera del contexto de la enormidad vital y estética del autor. El hecho es que aún cuando hemos logrado descifrar muchas de las claves de la escritura reyesiana, que hemos avanzado en la contextualización de la literatura, la vida y los tiempos de don Alfonso y con todo ello tenemos un cuadro más completo de la cultura, el arte y el pensamiento mexicanos de principios y mediados del Siglo XX; a cambio, hemos permitido que los ensayos de Reyes fueran desdibujándose en su sentido vital, que la mayoría de sus trabajos, me atrevo a decir la enorme mayoría de ellos, que no fueron concebidos para la academia sino para el disfrute del arte literario perdieran la levedad necesaria para mantenerse como literatura viva.

De Borges o Cortázar, siguiendo los ejemplos planteados originalmente, puede decirse que su papel en la historia de la literatura en general y de la lengua española en particular es fundamental; sin embargo pareciéramos obligados a aceptar que, en ambos casos, a diferencia de lo que ocurre con Reyes, se trata de autores resistentes a los cambios generacionales y que siguen representando obra viva y leída como goce e incluso, como iniciación a lo que llamaríamos “la gran literatura”; mientras que Reyes, siendo también autor de letras de arte mayor, por llamarlas de alguna forma, lo hemos transformado en literatura “de repertorio”; es decir, no es que Reyes no tenga una obra de la estatura de lo mejor de Borges o Cortázar – para mantener el ejemplo -, sino que abundan en mayor medida los lectores – desinteresados o extra académicos – que acuden a ellos continuamente.

Emprender una reelectura de Reyes podría implicar así un intento por redimensionar su expresión y sus motivos para abrir nuevos diálogos transgeneracionales. Por ejemplo si donde la lectura y la interpretación de la Visión de Anáhuac explora el punto historiográfico, el manejo de las fuentes o la construcción de la narrativa pudiéramos ofrecer una exploración vivencias y casi poética o intimista algo bien podríamos ir avanzando, pensar en la Visión no como discurso poético del imperio azteca minutos antes de su extinción, sino como la mirada de un exiliado en la dulce y cruel tarea de recuperar lo más preciado del mundo que ha tenido que abandonar y de que no sabe si algún día podrá volver a habitar; si pudiéramos dedicarnos a compartir el goce de un elenco tan profundo de sensaciones, sentimientos e ideas podríamos vislumbrar muchos de los elementos que poblarán sus páginas hasta el final de sus días.

En cierto modo, Reyes trata al Valle de Anáhuac – su auténtica morada, tanto como Monterrey fue su solar ancestral – del mismo modo en que trata todas las cosas que ama; nunca volverá la vista sobre el padre derrotado, por ejemplo, sino sobre el héroe, el constructor de civilizaciones y el mártir sacrificado; la Visión – como la Oración del 9 de febrero o la Ifigenia Cruel – no son memoriales sino reconstrucciones; para leerlas se pueden aplicar dos filtros que a la postre, devienen mutuamente excluyentes; por un lado, el analítico histórico o político y por el otro, el vivencias, espiritual o puramente estético, en el justo sentido en el que Reyes veía su ejercicio literario: “una válvula de mi moral” y un “ideal hecho de bien y de belleza”. Tal vez por esas razones Reyes se niega a utilizar un aparato crítico histórico en toda forma, aunque su capacidad y conocimiento eran más que suficientes para hacerlo; a nadie escapa el hecho de que la Visión sólo contiene cuatro notas a pie de página, de las cuales dos son meramente aclarativas y dos fueron intercaladas a posteriori y con la única finalidad de disminuir el impacto de los datos duros y mantener, en su justa dimensión el de los valores estéticos, lo cual resulta aún más claro en la última de las notas, insertada hasta 1955, cuarenta años después de su primera edición:

Se dice ahora, según entiendo, que la Crónica del Conquistador Anónimo es una invención de Alonso de Ulloa, fundada en Cortés y adoptada por el Ramusio. Ello no afecta a esta descripción. 1955.

De muchas formas, la Visión de Anáhuac abría las puertas del recuerdo y del bienestar a Reyes, marcaba su equilibrio y lo retornaba a cierta edad de la inocencia en que todo estaba aún por escribir.

Desde la Visión, Reyes sabe que ese mundo ideal que ha dibujado está condenado a desaparecer; que debe mantenerse en la guarda y fidelidad de la memoria literaria porque , desde el primer momento de la aparición humana en el Valle, se inició su largo proceso de destrucción con el pretexto de la obra civilizatoria; ya en 1915 decía Reyes: “cuando los creadores del desierto acaban su obra irrumpe el espanto social”.

Con una especie de mirada profética, don Alfonso sabe que la desecación de los lagos no puede sino redundar en la destrucción de ese ámbito privilegiado para la reflexión y el ensueño; casi  es tanto como decir que el México de don Alfonso joven – entendido como solar paterno, como hogar prístino – debía desaparecer en la medida que el propio autor y sus amigos fueran mudando sus conciencias, sus circunstancias y sus tiempos. De ningún modo Reyes se aferra a su pasado, ni al México que abandonó y que sabe no volverá:

Abarca la desecación del valle desde el año de 1449 hasta el año de 1900. Tres razas han trabajado en ella, y casi tres civilizaciones – que poco hay en común entre el organismo virreinal y la prodigiosa ficción policial que nos dio treinta años de paz augusta.

De Nezahualcóyotl al segundo Luis de Velasco, y de éste a Porfirio Díaz, parece correr la consigna de secar la tierra. Nuestro siglo nos encontró todavía echando la última palada y abriendo la última zanja.

Podríamos decir que, como continuación de este párrafo, Reyes escribirá en la Palinodia un ciclo de construcción – destrucción cuyo corolario ya parece en ése último texto y que don Alfonso no pudo ver, el terremoto de 1985, relacionado en su magnitud con la propia desecación de los lagos:

¡Oh desecadores de lagos, taladores de bosques! ¡Cercenadores de pulmones, rompedores de espejos mágicos! Y cuando las montañas de andesita se vengan abajo, en el derrumbe paulatino del circo que nos guarece y ampara, veréis cómo, sorbido en el negro embudo giratorio, tromba de basura, nuestro valle mismo desaparece.

Así, para afrontar el mañana, la soledad y la distancia, acuñó su propio talismán y lo formó de los temas que iría desarrollando a lo largo de toda su obra. Diseñó para sí un código cifrado de afectos que anclaban en el único lugar seguro, el entorno físico, pues la experiencia, no pocas veces amarga, le había enseñado lo frágil y vano que es poner en manos de hombre la esperanza del retorno y más aún si esos hombres tienen como oficio la política.

Reyes escribió muchísimo sobre sus ideas y sobre las ajenas, pero algo que luego nos pasa por alto pero que está más que presente, es que el principal tema de Alfonso Reyes en su literatura son sus sensaciones y sus pasiones.

No nos habla de otra cosa nunca, ni siquiera en sus trabajos más eruditos o más técnicamente literarios, pero es un hombre educado en el pudor de la cultura esforzada de esta tierra, en la que se puede decir todo como es, directo y sin ambagues, como buen regiomontano Reyes aborrece los eufemismos, pero su corazón se abre despacio y no deja entrar a cualquiera; una vez que se está dentro se disfruta del más amable lugar que uno pudiera soñar. Si la literatura de Reyes es una colección de pistas para entrar en ese mundo fascinante, habría pues que interpretar su existencia en ese sentido, solamente ligada a la manera en que, ya lo sabemos, las letras eran una válvula de su moral.

Sus libros son profundas confesiones espirituales por las que el autor alcanza la catarsis de su propio ser de exiliado y de víctima de la violencia del destino; sin embargo, también pueden ser bromas intencionales o inocentes provocaciones, en todo caso, ninguno de ellos puede considerarse completamente autobiográfico y ni siquiera se dirige al drama personal del autor; son el tema y el estilo los que concilian aquello que se agita en la conciencia del hombre para dejar constancia de su genio de autor. Por ejemplo, no podemos dejar de pensar en la obra de reyes sino en términos de un binomio constante, placer versus sufrimiento y no en el sentido cristiano del término por el que toda cuota de placer merece un castigo directamente proporcional, sino en el sentido hedónico de los griegos que suponen que el mundo está hecho de ambos elementos y nos corresponde decidir cuánto y qué placer nos es lícito procurar y cuánto y qué dolor es necesario soportar. Por ejemplo, uno de los pecados favoritos de Reyes, la gula:

Prescindiendo de los restaurantes franceses, reinaba en la Corte el venerable Botín, donde había menos modernidad, pero cocina más auténtica que en muchas renombradas fondas de Europa. Los escaparates de Botín ostentaban esos lechoncitos con la lechuga en la trompa que han alcanzado justa fama. Aquellas cazuelas matronas —planetas de barro y fuego labradas en la rotación de las edades—, venían penetrándose de grasa desde varios siglos atrás: acaso alguna vez las rebañara el mismo Quevedo. Los pescados y mariscos eran especialidad de La Viña P. El santísimo cocido (cuya receta aparece firmada por Alfonso XIII en el libro del Club Congressional Cook durante la presidencia de Coolidge), las paellas, las fabadas y los epónimos garbanzos —que dan a la casa el nombre en jerga popular— fundaban el orgullo de Los Gabrieles. Y los embutidos y morcillas de Díaz de la Cebosa (creo que así escribía él su apellido) eran con razón muy apreciados, porque el barrigudo señor resultaba tan experto en sus confecciones como en conseguir, para las familias de buen trato, amas de cría reclutadas en Pola de Lena y también en ciertos villorrios de mayor cuantía.

Y uno menos suculento pero también delicioso, la pereza:

¡Oh, plácida siesta! ¡ Oh, soledad poblada de contentamientos inexplicables! ¿Qué pudo adormecerme así, alucinarme así con la sensación de una plenitud, de una reintegración en la atmósfera nativa, de una continuidad biológica superior a las vicisitudes de la conducta y a los sobresaltos  del recuerdo? Acaso la Sombra del que apenas debo nombrar  gusta de vagar todavía por la tierra a laque dio su aliento. Acaso su compañía más que humana se insinúa en mí y me conforma, a manera de inefable vino.

Y desde luego, sin lugar a dudas, su patria como elemento de goce y de recordación absoluta, puerto y sentencia, pretexto y recuperación, todo eso es su país y su pueblo, por eso sufre cuando su obra no es comprendida en su patria o cuando se le considera ya un extranjero en su propio país; la Visión de Anáhuac, es un rescate histórico de los primeros días de México, pero también es una declaración de principios de su mexicanidad, un manifiesto de amor a su origen y un ejercicio de estilo que aspira a domar el nacionalismo furibundo de la Revolución para exponer de entre lo más mexicano, lo más universal; podría comparársele en cierta forma con Unamuno – a quien estuvo unido por una profunda amistad – que reniega de los oropeles de una tradición manida que ahoga el más profundo sentido de España. Dice Reyes en su Visión de Anáhuac:

El viajero americano está condenado a que los europeos le pregunten si hay en América muchos árboles. Les sorprenderíamos hablándoles de una Castilla americana más alta que la de ellos, más armoniosa, menos agria seguramente (por mucho que en vez de colinas la quiebren enormes montañas), donde el aire brilla como espejo y se goza de un otoño perenne. La llanura castellana sugiere pensamientos ascéticos: el valle de México, más bien pensamientos fáciles y sobrios. Lo que una gana en lo trágico, la otra en plástica rotundidad.

Quien haga el camino entre Madrid y Ciudad Real – la vieja Ciudad Leal de la época republicana – y luego siga la ruta entre Ciudad de México y Querétaro, se dará cuenta de la precisión de estas observaciones. Siempre que tengo la fortuna de venir a Madrid me arranca una sonrisa pensar que en el escudo nacional de mi bandera hay un higo chumbo y que, como bien observa mi hija Almudena, las banderitas de papel picado con que se adornan las calles de Chiapas en sus fiestas patronales son los mismos de la bandera de la España republicana. Porque a fin de cuentas, para Reyes hay dos patrias que se complementan y que juntas forman identidad: el solar y la lengua; por ejemplo, en su obra la palabra Madrid, descontando las menciones en fechas, nombres de instituciones y referencias bibliográficas, se la escribe un total de 1,109 veces, muchas más de las que se refiere a París y apenas por debajo de la palabra México.

En esa mente genial, pues, ha cabido de todo; artes y ciencias, recuerdos y predicciones, pero es a través de esa relectura vital que podríamos estar situando la obra de Reyes en un camino de revaluación dentro de los libreros de los lectores cotidianos que se pierdan no sólo en su crítica, sino en su vivencia, por ejemplo, en la del arte.

La relación de Alfonso Reyes con la plástica es importante, comienza desde México a través de Julio Ruelas y principalmente de Diego Rivera, amigo de toda la vida con quien compartió el amargo pan del exilio; fueron muchos los artistas con los que Reyes cultivó su amistad, aún en condiciones muy difíciles; Alfonso Reyes pudo sostener afectos y amistades más allá del paso del tiempo y de las circunstancias como la de una de las primera s mujeres de Diego: Angelina Beloff.

Para el escritor la convivencia con los pintores significaba participar de una existencia más combativa y arriesgada de lo que su docta condición de escritor le permitía y su prudente papel de diplomático le autorizaba; el mundo de los pintores, particularmente en París, era la oportunidad de participar en pequeñas batallas que resultaban graciosa para un hombre que poco antes había dormido acompañado de un fusil, había sido exiliado político y estado en presencia de un general golpista, ebrio y reconocido por sus excesos asesinos; tal vez a muy pocos como él podía aplicarse el título de la magnífica novela de Hemingway, “París era una fiesta”.

El rostro de la amistad de Reyes con los pintores tenía nombre: Diego Rivera; en aquella época el regiomontano veía al guanajuatense no como el monstruo sagrado de la plástica fundacional en México, ni como el azote dude la burguesía internacional y de sus buenas conciencias, sino como el gigantón dulce y sonriente que retrató Amedeo Modigliani, aquel Rivera de entonces era el mismo que expuso por primera vez en Madrid y que Reyes nunca olvidaría:

Cuando el mexicano Diego Rivera expuso en Madrid cuadros cubistas, hubo que pedirle que, al menos por respeto de policía, no exhibiera en el escaparate sus pinturas. Cierto retrato que estuvo expuesto en la callecita del Carmen por milagro no provoca un motín. ¿Dioses! ¿Por qué no lo provocó?, ¡Sus amigos lo deseábamos tanto! Adoro la bravura de Diego Rivera. Él muerde, al pintar, la materia misma; y a veces, por amarla tanto tanto, la incrusta en la masa de sus colores, como aquellos primitivos catalanes y aragoneses que ponían metal en sus figuras. Pintar así es, mas bien, desentrañar la plástica del mundo, hundirse en la fuerza de la forma, acaso intentar una nueva solución al problema del conocimiento.

Aquel Diego había llegado a Madrid como una bomba desmadejada y ocurrente que gozaba, como lo hizo siempre y más a su retorno a México, de escandalizar a las buenas conciencias; muestra de aquel tiempo queda aún en los muros de la Capilla Alfonsina de México, bajo la adveración de la célebre “Plaza de toros” que prácticamente acompañó a don Alfonso toda la vida. Rivera, además fue un puente entre Reyes y Picasso; o tal vez resulte más propio decir que fue el escritor quien sirvió de vaso comunicante entre ambos pintores; no es casual si se considera que los tres huyeron del manierismo y el retoque hacia las fértiles tierras de la sencillez genial; el escritor caminaba así entre los pintores a los que se sumaba Juan Gris, cuya casa sigue siendo para mi una especie de faro en mis andares madrileños, uno de esos puntos de referencia diminutos pero certeros; ubicada detrás de Puerta del Sol, a unos pasos de la Calle Salud que guarda para siempre el secreto del asombro azorado de mis primeras visitas y convive con una sidrería asturiana magnífica y en toda regla que hoy, como hace doscientos años, ofrece un rarísimo y delicioso licor de violetas.

En París, Reyes cultivó la amistad de los cubistas y de los surrealistas, de Cocteau y e Picasso, si con “La Cena” se había adelantado al movimiento surrealista, el cubismo lo toma por asalto y más que su expresión plástica, su capacidad para convocar el genio de su tiempo; ese ambiente creativo lo hizo transitar entre el cine, el teatro, la literatura y el arte; sin embargo, esas experiencias no se quedan para el goce y el crecimiento personal, sino como un camino para servir a sus amigos y para construir indelebles puentes de comunicación con los demás, será cerca del final de su vida cuando se ponga de manifiesto su enorme capacidad para crear redes de amistad y colaboración.

Esa capacidad, por ejemplo, le permitió servir de salvoconducto y auxilio entre el furor de Rivera y la disciplina casi militar de las vanguardias francesas. Recordaba Reyes que cuando Rivera presentó su primera exposición en París y estaba a punto de partir hacia Madrid, se suscitó un malentendido entre los dos pintores; esto debido a que Will, la dueña de la galería donde exponía el mexicano se había expresado en el texto de la invitación, en términos poco amables sobre Picasso; al español aquello lo tenía enfurecido mientras que al mexicano lo había hecho presa de una angustia sin descanso, tanto por no saber como podía reaccionar si Picasso lo encaraba o si trataba de sabotear la exposición como por el riesgo eque, en ambos casos, corría la carrera del aún incipiente genio frente al poder del semidiós que ya entonces era el malagueño. Alfonso echó mano de sus amistades, de su proverbial don de gentes y logró aproximar a los pintores y los puso en camino de una relación duradera, el punto en que solemos atribuir a Diego aquella frase que nos gusta tanto a sus seguidores: “nunca he creído en Dios, pero creo en Picasso”.

Prefiero dejarlo aquí, nos faltarían horas para hablar de otras pasiones y otros placeres; pero al volver la vista atrás, al pensar lo que he experimentado leyendo a don Alfonso, me gustaría sólo compartir no el mejor, sino el más entrañable de los versos de Reyes como un signo de esta invitación a la recuperación de los lectores:

Cuando salí de mi casa

con mi bastón y mi hato,

le dije a mi corazón:

—~Ya llevas Sol para rato!—

Es tesoro —y no se acaba:

no se me acaba —y lo gasto.

Traigo tanto sol adentro

que ya tanto sol me cansa.—

Yo no conocí en mi infancia

sombra, sino resolana.

Muchas gracias

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