Tras los pasos de Alfonso Reyes en Madrid. 100 años después. Tercera Jornada

Tercera jornada. Noviembre 9, lunes.

Hubiéramos querido ir hoy a Aranjuez, será mañana. Los lunes, como en gran número de las ciudades del mundo, los museos cierran sus puertas; tanto para dar descanso a sus trabajadores como para realizar tareas que aún cuando no están a la vista, son absolutamente indispensables.

Una curiosa conjunción de coincidencias nos pusieron en camino al museo Thyssen-Bornemisza; primero, porque  era el único abierto en Madrid; además, de 12.00 a 16.00 horas era gratuito por cortesía de una tarjeta de crédito y, tercero por la cantidad de amigos de don Alfonso cuyos pasos no pueden seguirse en Madrid pues son más visibles en Buenos Aires, en Río de Janeiro o en París; pensando en ellos nos venía como regalo darnos una vuelta par visitar a los amigos franceses de don Alfonso. Desde luego, Reyes no podía haber conocido el Thyssen que abrió sus puertas apenas en 1992; sin embargo, el museo como una casa simbólica, alberga el paso de una buena parte de sus amigos de la época parisina.

La relación de Alfonso Reyes con la plástica es importante, comienza desde México a través de Julio Ruelas y principalmente de Diego Rivera, amigo de toda la vida con quien compartió el amargo pan del exilio; fueron muchos los artistas con los que Reyes cultivó su amistad, aún en condiciones muy difíciles; Alfonso Reyes pudo sostener afectos y amistades más allá del paso del tiempo y de las circunstancias como la de una de las primera s mujeres de Diego: Angelina Beloff.

Para el escritor la convivencia con los pintores significaba participar de una existencia más combativa y arriesgada de lo que su docta condición de escritor le permitía y su prudente papel de diplomático le autorizaba; el mundo de los pintores, particularmente en París, era la oportunidad de participar en pequeñas batallas que resultaban graciosa para un hombre que poco antes había dormido acompañado de un fusil, había sido exiliado político y estado en presencia de un general golpista, ebrio y reconocido por sus excesos asesinos; tal vez a muy pocos como él podía aplicarse el título de la magnífica novela de Hemingway, “París era una fiesta”.

El rostro de la amistad de Reyes con los pintores tenía nombre: Diego Rivera; en aquella época el regiomontano veía al guanajuatense no como el monstruo sagrado de la plástica fundacional en México, ni como el azote dude la burguesía internacional y de sus buenas conciencias, sino como el gigantón dulce y sonriente que retrató Amedeo Modigliani, aquel Rivera de entonces era el mismo que expuso por primera vez en Madrid y que Reyes nunca olvidaría:

Cuando el mexicano Diego Rivera expuso en Madrid cuadros cubistas, hubo que pedirle que, al menos por respeto de policía, no exhibiera en el escaparate sus pinturas. Cierto retrato que estuvo expuesto en la callecita del Carmen por milagro no provoca un motín. ¿Dioses! ¿Por qué no lo provocó?, ¡Sus amigos lo deseábamos tanto! Adoro la bravura de Diego Rivera. Él muerde, al pintar, la materia misma; y a veces, por amarla tanto tanto, la incrusta en la masa de sus colores, como aquellos primitivos catalanes y aragoneses que ponían metal en sus figuras. Pintar así es, mas bien, desentrañar la plástica del mundo, hundirse en la fuerza de la forma, acaso intentar una nueva solución al problema del conocimiento.

Aquel Diego había llegado a Madrid como una bomba desmadejada y ocurrente que gozaba, como lo hizo siempre y más a su retorno a México, de escandalizar a las buenas conciencias; muestra de aquel tiempo queda aún en los muros de la Capilla Alfonsina de México, bajo la adveración de la célebre “Plaza de toros” que prácticamente acompañó a don Alfonso toda la vida. Rivera, además fue un puente entre Reyes y Picasso; o tal vez resulte más propio decir que fue el escritor quien sirvió de vaso comunicante entre ambos pintores; no es casual si se considera que los tres huyeron del manierismo y el retoque hacia las fértiles tierras de la sencillez genial; el escritor caminaba así entre los pintores a los que se sumaba Juan Gris, cuya casa sigue siendo para mi una especie de faro en mis andares madrileños, uno de esos puntos de referencia diminutos pero certeros; ubicada detrás de Puerta del Sol, a unos pasos de la Calle Salud que guarda para siempre el secreto del asombro azorado de mis primeras visitas y convive con una sidrería asturiana magnífica y en toda regla que hoy, como hace doscientos años, ofrece un rarísimo y delicioso licor de violetas.

En París, Reyes cultivó la amistad de los cubistas y de los surrealistas, de Cocteau y e Picasso, si con “La Cena” se había adelantado al movimiento surrealista, el cubismo lo toma por asalto y más que su expresión plástica, su capacidad para convocar el genio de su tiempo; ese ambiente creativo lo hizo transitar entre el cine, el teatro, la literatura y el arte; sin embargo, esas experiencias no se quedan para el goce y el crecimiento personal, sino como un camino para servir a sus amigos y para construir indelebles puentes de comunicación con los demás, será cerca del final de su vida cuando se ponga de manifiesto su enorme capacidad para crear redes de amistad y colaboración.

Esa capacidad, por ejemplo, le permitió servir de salvoconducto y auxilio entre el furor de Rivera y la disciplina casi militar de las vanguardias francesas. Recordaba Ryes que cuando Rivera presentó su primera exposición en París y estaba a punto de partir hacia Madrid, se suscitó un malentendido entre los dos pintores; esto debido a que Will, la dueña de la galería donde exponía el mexicano se había expresado en el texto de la invitación, en términos poco amables sobre Picasso; al español aquello lo tenía enfurecido mientras que al mexicano lo había hecho presa de una angustia sin descanso, tanto por no saber como podía reaccionar si Picasso lo encaraba o si trataba de sabotear la exposición como por el riesgo eque, en ambos casos, corría la carrera del aún incipiente genio frente al poder del semidiós que ya entonces era el malagueño. Alfonso echó mano de sus amistades, de su proverbial don de gentes y logró aproximar a los pintores y los puso en camino de una relación duradera, el punto en que solemos atribuir a Diego aquella frase que nos gusta tanto a sus seguidores: “nunca he creído en Dios, pero creo en Picasso”.

En París, en aquel París cubista, el regiomontano circulaba en encuentros e ideas entre Waldo Frank y Guillaume Apollinaire y, de hecho, para don Alfonso, aquella ciudad será siempre cubista:

Mi imagen de Paris, con la moda de aquellos días, es cubista. Cierro los ojos, y miro un París fragmentario, dispuso en diminutos planos que no encajan unos en otros: como dividido y entrevisto por las cuatro patas de la Torre Eiffel…

Y arriba, una danza de chimeneas, y abajo, avenidas, bulevares, calles, callejas, callejones, callejuelas, escaleras, subidas, bajadas, puentes, túneles…

En aquel mundo que abría el universo a Reyes, estuvo plagado de encuentros y proyectos comunes; así Ángel Zárraga introdujo a Reyes en la amistad de Fujita, el fantástico pintor japonés que igual que Bonnard – pero desde el otro lado del mundo – trató de hermanar las tradiciones pictóricas oriental y europea y que realizó magníficos retratos de Reyes y de doña manuela su esposa; también fue Zárraga quien lo presentó con Ilya Ehrenburg que entonces escribía su peculiar “Julio Jurenito” en el que, bien visto, pueden encontrarse algunas pistas de la presencia de Alfonso. En fin, que e toda esta pléyade hay constancia en las primeras plantas del Thyssen, pero en realidad, a quien buscaba es a una mujer: Kikí de Montparnasse.

Kikí pasó a la historia por su exótica belleza, algo gruesa y bárbara para los gustos actuales y, si se me permite, también para los gustos más acuciosos que luego iría tomando en términos femeninos don Alfonso; también por haber sido la principal modelo de Man Ray; sobre ella, diecisiete años después de conocerla, don Alfonso escribiría líneas surrealistas maravillosas:

De niño, me picoteaban las urracas porque les andaba en los nidos, y los pavos reales, porque los imitaba el lenguaje sin saber bien lo que decía. Después he equivocado los sobres de las cartas, y nadie me lo había querido advertir. En París, Kikí me ha seguido desnuda hasta media calle, y yo sin saberlo. Me ha pasado de todo.

La modelo ejerció una potente fascinación sobre Reyes a lo largo de toda su vida y aunque no tenemos constancia dique entre ellos hubiera hechos de sábanas, no resulta descabellado pensar que así haya sido. No a todas las mujeres con las que se relacionó – que no fueron pocas – las imaginó desnudas durante décadas; con su nombre bautizó a una gatita que le regaló as hijo y de la que decía que su única gracia era “llamarse igual que la inmortal y llorada model Mode Montparnasse”, de su Kikí contaba una anécdota que la relacionaba nada menos que con Miguel de Unamuno:

La Closerie des Lilas es todo un monumento de la poesía y evoca el crepúsculo del Simbolismo. En la Coupole, se trazaba el nuevo mapa del mundo, entre estudiantes y desterrados políticos: Lenin y su época. Y cuando Unamuno escapó a París, de la isla donde lo tenía confinado el Directorio Militar, siempre convidaba a los espías encargados de vigilarlo, que pasaban en su compañía muy buenos ratos. El Jockey vio nacer el suprarrealismo por los días en que el barrio artístico de Montparnasse, heredero del Quartier Latin ya estaba invadido de “vikingos” y cuando Kikí, grande hija de Chatillon-sur-Seine, cantaba sus aires marineros.

Su descripción, por otra parte, coincide con la que hace Fargue del traslado de la intelectualidad y del ambiente, desde Montmartre al Latin y de ahí a Montparnasse.

A Kikí la hemos  encontrado, de hecho, como si ella reclamara su lugar en las memorias de Reyes; así, se nos mostró de frente, con su peinado a lo garrón, en todo su glamour, envuelta en pieles y con un cigarrillo pendiente de sus labios rojos granate; la mano sutil ayuda a arroparía mientras sus ojos entornados dan cuenta de su personalidad. Se trata de una acuarela de Kees van Dongen pintada entre 1922 y 1924, pero no puede decirse de ella que hubiere perdido en nada la belleza que contempló don Alfonso. Muy cerca de ella otro retrato, casi inacabado, de la autoría de Modigliani, la muestra en el tiempo en que el escritor y la modelo cruzaron sus caminos; si el primero triunfa en fidelidad, el segundo predomina en intención pues parece haber sido dibujado con estrellas y haber captado la etérea y perpetua esencia de la mujer; habida cuenta de la relación entre Reyes, Modigliani, Rivera y Kikí, no puedo sino dejar de imaginar que el propio Reyes conocía la existencia de ese cuadro y me atrevo pensar que él mismo habría sido un buen instigador de su creación.

Hoy no ha podido ser, tal vez sea mañana que nos demos una vuelta por Aranjuez. El miércoles será ya más difícil porque comienza el coloquio y continuará el jueves. De nos er posible Aranjuez, esperará hasta el viernes, si no es que Burgos o Toledo se nos presentan como opciones más apetitosas.

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