Disfrute usted del retrato literario que Chaves Nogales hizo de Juan Belmonte, inventor del toreo moderno. Sírvase de nuestro fraseario:
Alguien viene y dice: “un toro ha matado al Espartero”. Yo no sé entonces lo que es un toro, ni quién es el Espartero, ni lo que es la muerte. Pero aquellas palabras, el efecto desastroso que causan, el desconcierto que producen en torno mío y, sobre todo, el abandono, la soledad en que repentinamente me dejan, quedan grabados en mi mente para toda la vida…
Me mandaron a la escuela, como castigo. Era, de verdad un castigo aquel caserón triste, con aquellas cuadras húmedas y penumbrosas y aquellos maestros malhumorados, en los que no suponíamos ningún humano sentimiento. Se decía que el edificio de la escuela había sido en tiempos una de las prisiones de la Inquisición, y había corrido la voz entre los niños de que en los sótanos se conservaban los aparatos de tortura que usaron los inquisidores…
En la calle Sierpes se desarrollaba entonces la vida entera de Sevilla. A los señoritos se les veía a la puerta de los casinos lustrándose las botas, y allí se les iba a pedir recomendaciones y empeños. Frente a la Peña Liberal había siempre corrillos de pretendientes esperando a don Pedro la Borbolla; en las mesas de mármol del Café Central cerraban sus tratos ganaderos y labradores y se firmaban los contratos de los toreros; al Café Nacional iban los funcionarios del Estado y los prestamistas, los empleados del Ayuntamiento y los curiales; en medio de la calle, a la sombra de los toldos, discutían horas y horas los corredores de granos con sus puñaditos de garbanzos liados en un pedazo de periódico, y los negociantes en aceite con sus tubos de muestras que enseñaban al trasluz aparatosamente, entre una nube de vendedores de lotería, limpiabotas y camaroneros…
Estuve yendo al café con mi padre desde los ocho hasta los once años. Aprendí allí algunas cosas fundamentales, entre otras, a saber cómo debe comportarse un hombre que se estime. Mientras los amigos de mi padre charlaban, yo estaba calladito y disimulado en el diván, aprendiendo mi lección de hombría. Escuchaba, estirando las orejas, cómo aquellas reuniones de hombres hablaban de mujeres: me familiarizaba con la idea de que la mujer es un bicho malo y agradable al que hay que cazar enteramente y despreciar después; medía ya la trascendencia que tiene el hecho de que un hombre dé su palabra, y sabía en qué circunstancias le es lícito recogerla. Toda esa casuística flamenca de la hombría la había aprendido yo en los divanes del Café Madrid cuando apenas tenía once años. No es mala escuela de costumbres el café…
La amistad con aquellos tres tipos raros me contagió, y ya no hice otra cosa durante muchos meses que leer desesperadamente con verdadera fiebre. Devoraba kilos y kilos de folletines por entregas, cuadernos policíacos y novelas de aventuras. Los héroes del Capitán Salgari, Sherlock Holmes, Arsenio Lupin y Montbars el Pirata eran nuestra obsesión. Más tarde, empezó a publicar unos cuadernos con novelas de más enjundia una editorial, que, si no recuerdo mal, estaba dirigida por Blasco Ibáñez, y de semana en semana esperábamos angustiosamente el curso de las aventuras maravillosas que corrían nuestros héroes novelescos…
Y estuvimos a punto de fracasar, no por falta de dinero, sino de fantasía, que es por lo que se fracasa siempre…
Mi compañerito y yo íbamos abriéndonos camino penosamente por entre los altos jarales cuando rompió la paz de la noche y del campo el berrido de un novillo que, plantado en lo alto de una loma y enseñándole los cuernos a la Luna, gritaba a los cuatro vientos su juventud, su pujanza y su celo…
Por fin, con una voz velada y un tono patético, mi compañerito formuló la temida y deseada propuesta:
Tuvimos una larga y melancólica conversación allí, frente al mar. Y decidimos regresar a nuestras casas. El mundo no era como nos lo habíamos imaginado leyendo libros de aventuras. Era de toro modo. Pero – ¡oh, gran consuelo de la derrota! – ya sabíamos cómo era. No nos equivocaríamos otra vez soñando con leones rampantes, veloces piraguas, selvas vírgenes y bestias apocalípticas. No habíamos conquistado el África salvaje; no habíamos cazado leones. Pero sabíamos ya cómo era, de verdad el mundo. Le habíamos perdido. Teníamos su secreto. Ya lo conquistaríamos…
Me divertía toreando. En aquellos corros de zagalones que se juntaban a la bajada del puente para jugar al toro conseguí cierto prestigio como torero de salón. Lo toreaba todo: perros, sillas, coches, ciclistas; le daba media verónica y un recorte a una esquina, a un cura, al lucero del alba.
Una tarde estaba en la plazoleta del Altozano toreando a un amigo que me embestía con mucho coraje cuando advertí que en el pretil del puente había varios señores mirándome. Uno de aquellos señores me llamó. Acudí orgulloso con la gorrilla en la mano.
- Oye, chaval – me dijo – ¿Tú donde has toreado?
- En ninguna parte, señor.
Metió la mano en el bolsillo del chaleco y me dio un duro, diciéndome:
Me he acordado muchas veces de aquel duro y me habría gustado saber quién era aquel señor.
Nunca creí que fuese capaz de ponerme delante de un toro. Todavía hoy no lo creo. Cuando voy a la plaza como espectador y sale el toro, tengo siempre la íntima convicción de que yo no sería capaz de lidiarlo.
¿Cuándo me formulé la íntima resolución de ser torero? No lo sé. Es más: creo que era ya torero profesional y todavía no me atrevía a llamármelo íntimamente, porque no estaba seguro de serlo, aunque presumiese de ello. La gente, cuando habla de su infancia, suele demostrar que desde la cuna tuvo una vocación irresistible, una clara predestinación para aquello en lo que luego había de triunfar. Yo tengo que confesar que no acerté a formular una decisión concreta sobre mi porvenir en todo lo largo de mi penosa formación profesional. Tenía, eso sí, una difusa aspiración a algo que mi voluntad vacilante no acertaba a señalar. ¿torero? Yo mismo no lo creía. Toreaba porque sí, por influencia del ambiente, porque me divertía toreando, porque con el capotillo en la mano yo – que era tan poquita cosa y padecía un agudo complejo de inferioridad – me sentía superior a muchos chicos más fuertes, porque el riesgo y la aventrua de aquella profesión incierta de torero halagaba la tendencia de mi espíritu a lo incierto y azaroso. Depués he advertido que había een mi una voluntad heroica que me sostenía y empujaba a través del dédalo de tanteos, vacilaciones y fracasos de mi adolescencia. Una voluntad tenaz me llevaba, pero sin saber adónde. Pisaba fuerte yendo con los ojos vendados…
Lamento que en aquella fecha no hubiese un revistero desocupado que diese fe de mi primera faena. Yo no sé contar lo que les hago a los toros….
Probablemente en el principio fue sólo el despecho, el resentimiento, si se quiere lo que me apartó de las normas académicas y el escalafón. El arte de los toros está tan hecho, tan maduro, tiene una liturgia tan acabada, que el torero nuevo ha de someterse a una serie de reglas inmutables y a una disciplina educadora, para la que yo no estaba bien dotado. Lo vi claro desde el primer momento. en la liturgia de los toros yo sería siempre el último monaguillo. En cambio, me creía en condiciones de ser el depositario de una verdad revelada.
Tenía aquella gente un sistema nuevo para practicar el toreo. Lo clásico del aficionado era ir a las capeas y conseguir permiso de los ganaderos para tirar algún otro capotazo en los tentaderos, siendo con su miedo y su inexperiencia el hazmerreír de los señoritos invitados. A la pandilla de San Jacinto le parecía todo aquello poco digno. Ellos se echaban al campo a torearle los toros al ganadero sin su venia, contra los guardas jurados, contra la Guardia Civil y contra el mismísimo Estado que, armado de todas sus armas, se opusiese. Eran los enemigos del orden establecido, los clásicos anarquistas…
El torero campero, teniendo por barrera el horizonte, con el lidiador desnudo, oponiendo su piel dorada a la fiera peluda, es algo distinto, y, a mi juicio, superior a la lidia sobre el albero de la plaza, con el traje de luces y el abigarrado horizonte de la muchedumbre endomingada…
- ¿Y usted de qué me conoce a mí par
a tutearme?
Ante aquella salida, que no esperaba el hombre, se quedó un poco perplejo. La parada en seco que le hice le había desconcertado y balbució:
- Tú… bueno, usted, ustedes… me cogen la lancha y me hacen un desavío enorme. Hágase usted cuenta del trastorno que me causan. ¿No puedo dar de comer a las vacas!
- ¿Y a mí qué me cuenta usted? – repliqué enfurruñado.
- Hombre, no te enfades. Es que estos granujas le vuelven a uno loco.
Entramos del brazo en Triana y fuimos a beber unas copas. Yo llevaba la pistola del vaquero en el bolsillo. Terminé declarándole paladinamente que yo era también de los que le robaban la lancha para ir a torear. Y no pasó nada. Me convencí entonces de que en la lidia – de hombres o de bestias – lo primero es parar. El que sabe parar, domina. De aquí mi “técnica del parón”, que dicen los críticos.
Otro torerillo, renegrido y escueto, gitano fino como un junco y con los ojos brillantes de fiebre y de hambre, salía a torear. Júpiter tonante creía reconocerle.
- ¿Pero estás tú aquí otra vez? ¿Cómo no te has muerto todavía?
El torerillo ensayaba una sonrisa de disculpa por no hab
erse muerto, y el ganadero mascaba su gran puro y escupía.
Al incorporarnos después al grupo, nos notaron, no sé por qué, que habíamos comido, y con esa agudeza y ese olfato exquisito que da el hambre, adivinaron incluso que habíamos comido chorizo. Lo consideraron como una traición y nos increparon furiosamente. Allí comenzó la rivalidad entre dos cuadrillas: la de Triana, que había comido chorizo, y la de Sevilla, que no lo había comido. dos estilos frente a frente.
Me arrimé al toro tanto que, en un pase, el novillo me dio un golpe en la frente con un pitón y me partió la ceja. Salía la sangre a borbotones, cegándome y manchándome las manos y el camisolín. Me palpé la frente y sentí el colgajo de la piel cayéndome sobre el párpado. Una rabia loca me tomó. Me fui hacia el toro, ciego de ira y de sangre, lo igualé con el pico de la muleta, me perfilé, y, atisbando apenas el morrillo a través de aquella cortina roja y caliente que me tapaba la mitad de la cara, eché el cuerpo detrás del estoque, y sentí como hundía el acero en la carne restallante de la bestia. Cuando me di cuenta de que el animal, abierto de patas, se humillaba fulminado por el acero, me sentí feliz. ¡Qué alegría! Veía maravillado que el toro rodaba sin puntilla, y simultáneamente, a través del aturdimiento que me producía la cortina de sangre caída sobre mis ojos, llegaba hasta mí un confuso ruido, semejante al de una tempestad lejana…
En aquel entonces yo no sentía más que la plácida relajación de mi voluntad, el abandono alegre de mis viejas y enconadas ambiciones y el deseo egoísta de cerrar los ojos y deslizarme por aquella pendiente suave y placentera del amor. No me importaba nada. Yo era un torerito valiente.
Me tiré a matar como el que se tira al mar.
Me salvaron del peligro de descanecerme en multitud que corría, aquella incapacidad que tuve siempre para la petulancia, aunque me hubiese gustado dejarme llevar por ella; mi gran puerilidad de hombre que añora una infancia que no ha tenido y el amargo sabor y el recelo de los fracasos y la injusticia me habían dejado en la época de mi duro aprendizaje.
Entonces no era sólo yo, sino también algo de cada sevillano. Se hizo de mi una figura patética en la que cada cual veía el atributo de su propio patetismo. Los buenos padres de familia celebraban en mí que yo hubiese conseguido rehacer la mía; los que esperaban triunfar en la vida se miraban en mí como en el espejo de sus futuros triunfos; los desvalidos pensaban que mayor que el suyo había sido mi desvalimiento; los que peleaban en malas condiciones, mal pertrechados para la lucha, recordaban que más inerme estaba yo y había triunfado; los que se sentían feos, desgarbados y tristes se consolaban al pensar que feo, desgarbado y triste que era yo. Cada cual veía en mi triunfo milagroso, la posibilidad del suyo. Me veían tan débil, tan poca cosa y tan distinto de como suelen ser los héroes triunfantes que todos sentían triunfar en mí, a despecho de sus debilidades. Había luego en favor mío la conmiseración que se tiene por el hombre que va a perecer. Los técnicos del toreo dictaminaron que me mataría un toro irremisiblemente, porque como yo toreaba no se podía torear. Rafael Guerra, desde su Olimpo de la calle Gondomar, me había sentenciado: “Darse prisa a verlo torear – aseguran que dijo -, porque el que no lo vea pronto no lo ve”. Además, yo, entonces, ni siquiera había ganado dinero para asegurar el pan de los míos y cuando uno no tiene dinero es más simpático, y la gente lo quiere más…
Al hotel en que nos hospedábamos vinieron unas muchachas bonitas que querían ver de cerca la ropa de los toreros y que se divertían probándosela ante nuestros asombrados ojos. ¡Cómo se reían calzándose la taleguilla, ciñéndose la faja y haciendo ante el espejo unos absurdos desplantes de torero! Lo que más nos desconcertaba era que no nos hacían demasiado caso y que, a pesar de su aparente facilidad, sabían mantener a raya nuestras acometidas de celtíberos poco habituados a bromear con una cosa tan seria como la lujuria. Aquella estrategia difícil de las muchachas alegres de Toulousse, que a mis compañeros les hacía arrugar el entrecejo melodramáticamente, me puso a mí del mejor humor del mundo…
Salí al ruedo como el matemático que se asoma a un encerado para hacer la demostración de un teorema. Se regía entonces el toreo por aquel pintoresco axioma lagartijero de “Te pones aquí, y te quitas tú o te quita el toro”. Yo venía a demostrar que esto no era tan evidente como parecía: “Te pones aquí y no te quitas tú ni te quita el toro si sabes torear”. Había entonces una complicada matemática de los terrenos del toro y los terrenos del torero que a mi juicio era perfectametne superflua. El toro no tiene terrenos porque no es un ente de razón, y no hay registrador de la propiedad que pueda delimitárselos. Todos los terrenos son del torero, el único ser inteligente que entra en el juego, y que, como es natural se queda con todo…